sábado, 22 de febrero de 2025

La Historia de Susana

Susana nació bajo el signo zodiacal de piscis cuando el matrimonio de sus progenitores se había quebrajado y el marido abandonó el hogar. Su único hermano, tenía entonces sólo un año y medio.  La madre, al verse abandonada, no tuvo otra opción que volver a casa de sus padres y comenzar a trabajar en costuras, oficio que había aprendido a medias, en tiempos de soltería. 

Susana creció hasta los cuatro años con su abuela materna quien le brindó cuidados y cariño.  Con la partida de su abuela, Susana quedó emocionalmente a la deriva.  Su madre, una mujer con fuerza y determinación, no tenía el tiempo o la vocación para sostenerla y acompañarla en su bienestar  emocional y psicológico.  Preocupada que nada material faltara a sus hijos, estaba lejos de ser una madre cariñosa de mimos y abrazos o de atender sus preocupaciones, aunque era evidente la preferencia que tenía por su hijo varón.    

A medida que Susana crecía, se daba cuenta que no estaba en el radar del cariño materno y queriendo llamar la atención, se metía en mil problemas.  Así lograba la atención que buscaba, aunque fuese por escasos minutos.  Si la falta cometida era grande o pequeña, no tenía importancia.  La respuesta dependía del estado de ánimo de su madre, quien podía entrar en cólera dándole latigazos con un cinturón de cuero, que dejaba marcas en las piernas, en el alma, y una confusa sensación de ser despreciada.  

Susana era una niña bonita e ingeniosa.  Cada castigo de su madre generaba en ella más rebeldía.     

Cuando llegó a la enseñanza secundaria, lo único que quería era llamar la atención haciendo tonterías, que sus amigas celebraban, como colocar apodos ridículos a sus profesores y compañeros, fumar en el baño, contestar de mala manera y etc., etc.  No tenía ningún interés por los estudios y repitió curso.  Soñaba con ser independiente, vestir como en las revistas de moda, disponer de riqueza y lujos, y que nadie la cuestionara por su obstinación de fumar, ni por nada.  Estaba convencida que merecía una vida distinta, no entendiendo el valor de la educación, el papel que jugaba en el mundo y con un vacío e inexactitud en su corazón que tampoco lograba comprender.  Con una hoja de vida escolar llena de  anotaciones negativas, una segunda suspensión de clases por agredir a una compañera y la probabilidad de volver a repetir curso, decidió no seguir estudiando, y su madre pensó que sería bueno tener ayuda en el hogar.  

Dos eternos meses estuvo a regañadientes ayudando a su madre, pero la convivencia entre ellas, era más bien, una guerra.  Susana amaba, odiaba y temía a su madre.

Faltaban dos meses para las fiestas de Navidad, cuando llegó a retirar costuras, la esposa del dueño de una tienda de la ciudad.  Le comentó, que dada las fiestas navideñas, necesitarían personal adicional y que podría probar si ella era apta como vendedora.  Lo dijo con poca convicción de que fuese una buena idea por el carácter hosco con que Susana la recibió.  Pero ante aquella propuesta, el rostro de Susana se iluminó y suplicó por esa oportunidad.  Así fue como desde la primera semana de Diciembre, tras un mostrador, Susana repartía sonrisas a los clientes y atendía con esmero y dedicación.  

Muy cerca de Navidad, entró a la tienda un joven en busca de un regalo para su madre, sin tener claro qué podría ser.  Susana lo atendió.  Le mostró zapatillas de casa, algunas blusas y un chaleco blanco de hilo con punto calado, que aseguró era el regalo perfecto, muy útil y que combinaba con todo.  El joven, algo cohibido ante aquella vendedora de voz cautivadora, con dicción de locutora radial, y encanto seductor, compró el chaleco.

Pasada la Navidad, el joven regresó a comprar un par de calcetines.  Mientras Susana le mostraba algunas variedades, el joven juntó valor y le preguntó si la podía esperar al término de la jornada para invitarle un helado. 

Susana se sorprendió.  Se detuvo para mirarlo con cuidado y atención.  Era bien parecido, de contextura corporal delgada pero macizo, nariz prominente, bigotes al estilo Errol Flynn, bonitos ojos color marrón enmarcados bajo tupidas y delineadas cejas, de cabello oscuro y llevaba un anillo de oro con una piedra negra en el dedo anular de la mano izquierda.  Preocupada que el dueño de la tienda se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, muy de prisa respondió que sí, y obviamente no hubo venta porque el joven salió volando.

Ese día, antes de salir del trabajo, Susana se hizo algunos retoques.  Volvió a escarmenar su cabello, se delineó los ojos, pintó sus labios color cereza y se roció colonia de rosas.

El joven la esperaba impaciente.  Cuando la vio salir se acercó a ella.  Entre risas nerviosas, se presentaron.  Se llamaba Carlos.  

Se sentaron a conversar en un banco de la plaza y luego fueron al café Victoria, ubicado en el hall del Teatro Osorno, donde había una máquina que al introducir una moneda reproducía música a gusto del cliente, llamada Wurlitzer y escucharon canciones de Nat King Cole.

Carlos era un joven de pocas palabras, muy observador, vivía en una población humilde donde la policía no entraba, trabajaba como obrero de una empresa láctea ubicada en el sector de Ovejería, tenía 21 años, era un entusiasta jugador de futbol amateur en el equipo de su barrio, se jactaba de ser amigo del famoso futbolista Rubén Marcos,  organizaba apuestas en las peleas de boxeo de los barrios y tenía un talento especial en el juego de naipes. 

Susana resultó ser tan buena vendedora, dejando todo ordenado y limpio después de cada jornada, que se quedó trabajando por más tiempo.

Como toda piscis con ascendencia de acuario, Susana había nacido para ser amada.  Sentía que Carlos era sincero cuando le declaraba su amor y ella, que nunca había sido tratada con tanta delicadeza y atención, abrazada con genuina emoción y besada con tal pasión, se enamoró locamente.

Para el paseo anual de los trabajadores de la empresa, que se hacía con la participación de la familia, Carlos la invitó.  El destino era Maicolpue, una playa a 60 kilómetros de Osorno, que ambos no conocían.  Viajaron en dos camiones de la empresa, por un camino de ripio. 

Las mujeres del grupo, todas en calidad de esposas, con niños grandes y pequeños, la acogieron muy bien.  Los varones, no dejaban de molestar a Carlos.  Le decían a Susana, en tono de broma y broma, que tuviese cuidado con él, que no era de los trigos limpios, que se relacionaba con maleantes y muchas otras tonterías de las cuales Susana se empezó a fastidiar.  Era evidente que el contenido de las damajuanas empezaba a hacer efecto.  Por eso, mientras los varones asaban los corderos y otros tocaban melodías con armónica y acordeón,  Carlos y Susana se alejaron del grupo para recorrer la playa de arenas blancas.  Caminaron descalzos y se encaminaron a un sector de roqueríos.  Allí encontraron, oculto de las miradas, un pequeño trozo de playa entre dos grandes rocas.  Ambos sabían que ya no cabía más espera para que el amor florezca.        

Llevaban cinco meses de relación, cuando Susana advirtió que su ciclo menstrual se había suspendido.  Constatar aquello le produjo pérdida del equilibrio, caminaba como si estuviese ebria y tenía la sensación de estar al borde de un precipicio.  Cuando se lo comunicó a Carlos, éste quedó atónito y mudo.  Después de un silencio que Susana consideró interminable, él le preguntó qué pensaba hacer.  Aunque Susana parecía una mujer mayor por su cuerpo bien desarrollado y voluptuoso, todavía  era una joven que no cumplía los 21 años, requisito para ser considerada mayor de edad.  Estaba tan asustada e indefensa que no supo qué responderle y con el corazón encogido, guardó sepulcral silencio.

Sentados frente a frente, la imaginación de Carlos empezó a divagar.  Desfilaban escenas con Susana bañada en sangre por un aborto que salió mal; la imaginó envejecida y encorvada como le ocurrió a su madre, que sobrevivió lavando ropa ajena para alimentar a sus dos hijos que no conocieron padre; y la más plácida escena, ambos entrando a la iglesia para jurarse amor eterno en la pobreza y la riqueza.  Después de mil años de silencio, decidió que la última escena, debía ser la respuesta correcta.  Tenían muchas cosas en común.  Ambos soñaban en grande, con trepar alto, con un buen pasar económico y tenían la misma  mirada injusta del mundo que les tocaba vivir.  Carlos recordaba siempre la frase de su jefe: se suspira por los sueños pero se trabaja por las metas.  Consideró que ella era una chica corajuda e inteligente que sabría acompañarlo y cuidarlo.  Además, lo que sentía por ella era diferente a todas las relaciones anteriores y estaba cierto que era amor de verdad.  Le tomó la mano y con una ternura que hasta entonces él mismo desconocía, le dijo: si te hace feliz, nos casamos cuando tú quieras y prometo que nada te faltará, sólo te pido que nunca rompas mi corazón.   

El primer hijo fue un varón y catorce meses después, llegó una niña. 

Atender a dos bebés, se ponía cuesta arriba y no tuvo otra opción que recurrir a su madre quien se hizo cargo de la crianza del primogénito. 

En los primeros años de casados, Carlos no cambió su rutina de soltero. Salía de casa los fines de semana a jugar fútbol con sus amigos para después apagar la sed con corridas de cervezas.   

Susana advertía cómo sus aspiraciones y fantasías de estilo de vida se desdibujaban frente a su nueva realidad, pero la conformaba tener su propio hogar, donde ella disponía del tiempo y que nada les faltara. Carlos la dejaba disponer de todo, era cariñoso con detalles de flores y obsequios cuando ganaba dinero extra por apuestas del boxeo o el juego de naipes.    

No pasó mucho tiempo para que Carlos comenzara a ser conocido en las esferas del juego y las apuestas, y a ser desafiado por conocidos tahúres, algunos de la comunidad de origen árabe.  Para estar lejos de los ojos de la ley, se establecieron en el reservado de un bar de calle Lynch, donde todos los viernes se juntaban a apostar dinero jugando al naipe. 

Se vivía en aquel tiempo un periodo confuso y revuelto, con escasez de todo tipo de productos, pero amigos de Carlos que contrabandeaban cigarrillos, permitieron que a Susana nunca le faltara uno que encender.  Ese era su placer culpable.

Cuando se produjo el golpe militar con las medidas de toque de queda, el grupo de jugadores debió suspender los encuentros por un tiempo, hasta que encontraron un nuevo espacio en el subterráneo del edificio donde vivía uno de los jugadores.  

Allí estuvieron, de modo más esporádico, hasta que las medidas del gobierno militar se fueron relajando.  A esa altura del tiempo, el grupo de jugadores se había afianzado y empezaban a participar juntos de algunos rentables negocios.  Después de una jornada de apuestas y de tomar decisiones respecto a sus operaciones, el grupo acostumbraba  visitar un burdel ubicado en el sector de Francke.  Carlos, que no tenía secretos con su mujer, justificaba aquella visita argumentando que en el bar de dicho local, siempre concurrido, se conocían personas importantes e influyentes necesarias para el éxito de su trabajo.  Años más tarde, cuando murió la regenta del burdel y aquello fue una noticia que ocupó la portada del diario local, Susana entendió el papel de dicho burdel en la sociedad y en los negocios de la ciudad.

Hacía tiempo que Carlos ya no trabajaba bajo dependencia y había instalado un bar-restaurant en el sector céntrico de la ciudad, donde se reunían los jugadores en una habitación del segundo piso.  

Aquello fue un gran acierto, porque en muy poco tiempo, compraron una hermosa casa en un buen sector residencial.  Carlos y sus amigos comenzaron a viajar al exterior y se desplazaban principalmente, entre Paraguay y Brasil.  

Carlos cumplía el rol de marido proveedor de muy buena manera, pero en su rol de padre era un fracaso.  No sabía ni en qué curso iban sus hijos y los cumpleaños se los debía recordar su mujer.  Susana tampoco lo hacía mejor.  Cuando sus hijos eran niños, jugaban hasta muy tarde en la calle, sin que nadie se preocupara de las tareas escolares, ni los reprendieran por sus malas actitudes.  Y en la adolescencia, casi todos los fines de semana salían de fiesta. 

Así como avanzaba la recuperación del país con la nueva política económica, y la publicidad en televisión aplicaba todo su ingenio con frases que hicieron historia como aquella de “cómprate un auto perico”,  los negocios de Carlos y sus amigos también comenzaron a prosperar.  

En Susana, también comenzó una transformación en su conducta.  La vanidad y la soberbia se convirtieron en sus habituales compañeras.  Se volvió adicta a las joyas y a la peluquería.  Era clienta asidua de la boutique Sonia, calzados D’Angelo, y del salón de belleza Licha.  Allí la peinaban, aclaraban su pelo, le hacían visos, masajes capilares y arreglaban y pintaban las uñas.  Como entregaba generosas propinas, era recibida como siempre soñó ser tratada, como una gran estrella de cine.  La peluquera le quitaba el abrigo, le ofrecían un café, ella abría su elegante cartera, sacaba una cigarrera dorada, una boquilla y comenzaba a echar humo con total desplante como toda una diva.  

Se había alejado de las antiguas amistades y de los parientes poco refinados.  Con sus nuevas amigas, competía por quien vestía más chic, llevaba más alhajas y dejaba a su paso la mejor fragancia, entre Chanel N°5 y L’Air du Temps de Nina Ricci.  Le faltaban dedos en las manos para lucir costosos anillos y manos para que brillaran las pulseras.    

Si en algún lugar no la atendían de inmediato y como ella esperaba, se frustraba, subía el tono y ofendía al empleado, menospreciando su labor.  También los profesores conocieron de su insolencia cuando la citaban por problemas conductuales de sus hijos, y el director de un liceo recibió un sinnúmero de improperios cuando expulsaron a uno.

En cambio Carlos, seguía siendo el mismo hombre sencillo, prudente, reservado, de pocas palabras y sin hacer alarde de nada.  Ayudaba a sus antiguos amigos de barrio, dándoles trabajos de jardinería, reparaciones y a veces, algunos comían gratis en el restaurante.  Era amigo de dirigentes y futbolistas de barrio y del gran Martín Vargas a quien más de una vez, lo siguió en sus giras, apostando y ganando.  

Un problema de salud llevó a Carlos a consultar un médico.  Se rumoreaba que el facultativo había estado detenido por cuestiones políticas en los primeros días del régimen militar, y que tendría a la ciudad en calidad de destierro.  Lo cierto es que ambos, fanáticos del futbol y colocolinos, congeniaron rápidamente.  Carlos, que ya era conocido en calidad de comerciante, lo invitaba al bar, le presentaba dirigentes del futbol de barrios y pasaban largo rato conversando de deportes y del futuro político del país.  

Para el plebiscito del 88’, el médico que se había convertido en dirigente deportivo y estaba apoyando la campaña de la alegría ya viene.  

Cuando se conocieron los resultados y advirtieron la victoria, Carlos y su amigo no podían estar más contentos.  Decidieron que aquello ameritaba celebrar con unas buenas parrilladas e invitar a los amigos que se la jugaron por el triunfo.  La celebración se hizo en la casa de Carlos, con invitados del médico y tres amigos del dueño de casa.  Llegaron más de veinte personas, todos varones, quienes más adelante ocuparon importantes jefaturas en cargos públicos.

Los negocios de Carlos seguían marchando muy bien.  Al patrimonio se incorporaba un bonito departamento en un nuevo edificio y se negociaba un terreno con vista al mar que habían elegido. 

En el primer gobierno democrático, su amigo médico fue designado en un importante cargo regional y retribuyó la amistad con un buen cargo  administrativo al hijo de Carlos. 

Cada vez que Susana se sentaba en su tocador frente al espejo para maquillarse, delinear sus ojos al estilo Cleopatra y engrosar sus pestañas con rímel, el espejo le devolvía un bonito rostro, de ojos expresivos y nariz respingada.  No había ganado peso, se mantenía con un cuerpo armonioso y lo que más la alegraba, era no parecerse a su madre.  Se decía a sí misma que era una mujer afortunada y que lo suyo era como un cuento de hadas.  Atrás habían quedado los días de pobreza, de preocupaciones por falta de dinero y las humillaciones y desaires que tantas veces había recibido por su humilde condición.  Estaba consciente de su nueva realidad.  Sin embargo, algo que no conseguía descifrar, entorpecía su dicha plena.  Era una desazón que se entrometía en su corazón y que se manifestaba con la sensación de que algo, siempre le faltaba.  Cuando se compraba cosas nuevas y podía presumir de aquello, sentía un gran regocijo, pero duraba poco.  La relación con sus hijos era distante y de poca comunicación.  El hijo era todo un caso: un joven arrogante y engreído.  Estuvo dos años en la capital, en una universidad privada, pero como no asistía a clases no aprobó ningún semestre.  Susana le enviaba dinero más allá de lo razonable, mientras él se daba la vida de un playboy.  Su hija, con quien no tenía ninguna afinidad, tampoco siguió estudios superiores. 

Su único puntal y refugio eran los brazos de Carlos.  Sólo él le daba  seguridad.  Ese aire de invulnerabilidad que desplegaba con altivez, era una armadura para ser respetada, porque sabía cuán insegura era.

El orgullo de Susana no era otro, que su nueva casa, las cosas que tenía y sus valiosas joyas.  Era una casa amplia, sólida y con antejardín.    

A Carlos y Susana que ya estaban con el nido vacío, les gustaba almorzar juntos y en casa.  Después de almuerzo, él acostumbraba hacer siesta, ya que se quedaba de madrugada en el bar. 

Susana era de rutinas.  Se levantaba muy temprano, encendía un cigarrillo, se preparaba un café de grano en su cafetera italiana, y comenzaba a hacer las tareas del hogar.  Después se duchaba,  maquillaba, se vestía con estilo, y salía de compras.  Casi siempre pasaba al bar para enterarse de boca del cajero, de lo que allí estaba ocurriendo. 

Una mañana, cerca del medio día, mientras ella estaba en el salón de belleza y Carlos se encontraba en el café Central, compartiendo con amigos y la máxima autoridad de la ciudad,  desconocidos ingresaron a su casa  rompiendo la chapa de la puerta principal. 

Cuando Susana llegó, la puerta estaba abierta, todo estaba revuelto en el living, en el comedor y hasta en la cocina.  Rápidamente se dirigió al dormitorio para revisar el joyero de peltre que tenía sobre la cómoda.  La cama estaba dada vuelta, los cajones del velador y de la cómoda en el piso, la ropa del closet tirada en el suelo, pero curiosamente, su hermoso joyero  estaba allí, con todas las joyas que no estaba usando.  También estaban los dos televisores, los artículos electrónicos y todo lo que representaba valor económico.  Más tarde contaría que no sabía qué ocurrió, que no hubo robo y por consiguiente, Carlos tomó la decisión de no hacer la denuncia respectiva a la policía.

Carlos venía postergando la promesa de que uno de sus viajes lo haría con Susana, hasta que tomó la decisión de viajar juntos.  Visitaron Río de Janeiro, Sao Pablo, las Cataratas de Iguazú, la triple frontera, ciudad del Este, la presa de Itaipu, entre otros lugares.    

Susana no terminaba de invitar a sus amigas para mostrar las fotos de su viaje y entregarles los obsequios y souvenirs que les había comprado.  Siempre las invitaba por separado.  

Una tarde de intensa lluvia, mientras tomaba once con una de ellas, recibió una fatídica llamada.  Una voz masculina le comunicaba que  Carlos había sufrido un accidente de tránsito y estaba siendo trasladado al hospital.  Para cuando ella llegó, Carlos había fallecido.  Recordó el sueño que recientemente había tenido: una gran fiesta con Carlos riendo a carcajadas.  Por su mente pasaron miles de pensamientos y tuvo la misma respuesta de pérdida del equilibrio de cuando se enteró de su primer embarazo, con la misma sensación de estar al borde de caer a un precipicio.   

El accidente generó muchos rumores.  Que iba a exceso de velocidad, con ingesta de alcohol y el más delicado, que en el vehículo se habrían encontrado paquetes de droga.  Pero aquello nunca fue confirmado ni salió a la luz pública, aunque las malas lenguas murmuraban que fue acallado por órdenes superiores.

Sus funerales fueron muy concurridos.  Tuvo lindas palabras de despedida.  Todos reconocieron al hombre gentil, solidario, servicial, amigo de sus amigos.  Los muchachos del club de su antiguo barrio, llegaron uniformados con sus camisetas deportivas a agradecer las ayudas recibidas para sostener el club.  

Una muerte inesperada deja a los sobrevivientes sin preparación alguna para la pérdida, pero para Susana era un tema conversado con su marido muchas veces.  Era algo que a Carlos le preocupaba, tanto así, que había tomado un seguro de vida el año anterior.  Decidió que debía ser fuerte y valiente como él se lo había pedido y hacer lo conversado.   

Después del funeral, Susana se encerró por tres días en su hogar, sin contestar teléfono ni querer ver a nadie para recibir condolencias, consumiendo sólo café y cigarrillos, llorando hasta agotar sus lágrimas por la partida de quién siempre confió en ella y la amó tal como era.  Sabía que ya nada volvería a ser como antes y tuvo miedo.  Estaba sola. 

Anunció que vestiría de riguroso luto por todo un año y mandaría a construir un mausoleo; desocupó el closet de Carlos enviando la ropa al  hogar de ancianos y quemó toda la documentación que consideró irrelevante.  Sólo guardó  el anillo de oro con piedra ónix, que siempre uso en su mano izquierda y que en el hospital le entregaron.

Llamó al contador del bar para cerciorarse de la situación económica en que se encontraba.  Se arrepentía de haber mentido a Carlos diciendo que tenía una cuenta de ahorro en el Banco del Estado, cuando él la aconsejó que no gastara tanto en ropa y zapatos, que ahorrara o invirtiera en oro que no se devaluaba.  Pero no tenía más que el depósito inicial para abrir la cuenta.   

El contador, amigo de infancia de Carlos, le señaló que su marido nunca dejó de cotizar para la jubilación; que lo empezó a hacer desde muy joven en el antiguo Servicio de Seguro Social, aquel sistema de libreta con estampillas, y que después lo siguió haciendo en el nuevo sistema como independiente.  Le aseguró que le correspondía pensión de sobrevivencia y que él se encargaría de las gestiones para obtenerla.  Susana le comunicó que había decidido terminar con el negocio, finiquitar al personal, poner todo a la venta, el mobiliario, las mesas de pool y todo aquello que fuera enajenable.

También arrendaría la casa habitación para trasladarse a vivir en el nuevo departamento.  

Con el transcurso del tiempo, el glamour que siempre fue el leitmotiv de Susana, comenzó a ser una pesadilla del pasado.  Ni quería recordar aquel tiempo.  Sentía vergüenza.

Le habían regalado el libro “Tus zonas erróneas” y aunque no acostumbraba leer libros, sólo la revista Caras, lo había leído en noches de invierno.  

Aquella lectura, había sido el comienzo de un lento despertar, de comenzar a entender que siempre estuvo buscando ser valorada y aceptada por los demás, que quería ser alguien, y que no se había encontrado a sí misma.  Que su difícil infancia con carencias materiales y afectivas, de castigos físicos, de la notoria preferencia de su madre por su hermano, del abandono de su progenitor, quien ni siquiera esperó conocerla, le habían pasado la cuenta.  Había descubierto que todo aquello que la hizo llorar tantas veces, también fue la causa para que ella fuera insegura y creciera sin rumbo.  Por fortuna, había conocido a Carlos, quien supo sostenerla emocionalmente.  A menudo le declaraba lo valiosa que era, que no necesitaba maquillarse porque era más bonita al natural, ni adornarse tanto porque su alma brillaba más que el oro.  

La invadía una enorme gratitud por la vida que él forjó para ella, por su amor, sus preocupaciones de una mejor vida, de acurrucarla y sostenerla y se propuso no despilfarrar ni un peso más.

Repartiría a sus hijos lo que legalmente les correspondía e invertiría su parte en instrumentos financieros.  

Para la expiación de sus pecados de soberbia y otros, y compensar los daños que pudiesen haberse ocasionado en el fragor de los negocios, se dedicaría a realizar servicio voluntario en un grupo de damas de asistencia en el hospital.  Abandonó el hábito de la peluquería y sólo la visitaba cuando era necesario. 

Siguió comprando libros de autoayuda, sanando sus heridas y poco a poco comenzó a transitar a un estado de armonía con la vida.

Así pasaron los años, tranquila y serena, reconciliándose con su pasado, ayudando a los enfermos y a sus familias, viajando a veces, pero sin abandonar el café ni el cigarrillo.  Cuando le cuestionaban que fumaba demasiado, contestaba que su médico le había dicho que tenía los pulmones más limpios de la ciudad y se jactaba de no saber lo que era un resfrío.

Cuando el mundo se enteró de la amenaza del covid-19 y el gobierno desplegó todos sus esfuerzos en conseguir la vacuna, Susana tenía dudas de aplicársela.  Pensaba que si los virus del resfrío no la afectaban, éste tampoco lo haría. 

El país estaba en medio de la campaña para aplicar la primera dosis a la población, cuando el virus llegó, agazapado, y se alojó en sus bronquios con efluvios de nicotina, y en menos de una semana de lucha, él ganó la partida. 

Su final fue opaco y solitario.  No podía ser de otra manera.  La pandemia lo amenazaba todo.  Sólo la despidieron sus hijos.  El WhatsApp y las redes sociales sirvieron para enviar condolencias y sentidos mensajes.  Todos quienes la conocieron desde joven,  estuvieron de acuerdo que Susana tuvo la fortuna de vivir la vida que alguna vez soñó, y lo hizo, como dice la canción de Sinatra, a su manera: My way.





miércoles, 17 de julio de 2024

Recordando a Charlie

Ha transcurrido un año desde la partida de Charlie, mi gato regalón.  Es increíble cómo ha pasado el tiempo.  Su muerte no fue natural.  Su estado de salud se había vuelto complejo.  Le estaba costando resistir la vida.  El veterinario sugirió que lo mejor era dormirlo.  Esperar, sería un sufrimiento innecesario para él.  Pero tomar esa decisión, fue muy difícil.  Estuve más de tres meses con sentimiento de culpa: de cómo pude permitir aquello, qué tipo de persona era.  Lloré mucho.  Hoy, estoy convencida que fue el mejor final para mi mejor compañero.

He tenido varios gatos en mi vida, pero Charlie llegó cuando me había jubilado y establecimos un vínculo diferente a todos los anteriores, porque fue a tiempo completo. 

En el año 2020, cuando Charlie se enteró de la muerte del famoso gato llamado Bob, escribió en este mismo Blog, meditaciones de su vida gatuna, que tituló “Reflexiones de Charlie”.  Recibió varios buenos comentarios.  Allí contó cómo pasó de ser un ignorado gatito callejero, sin comida ni abrigo, a convertirse en el amo y señor de mi casa.  Me nombró su "mamiau", lo que me produjo agrado y satisfacción.  

Me acompañó, casi 14 años.  Fueron buenos años para ambos.  Él tuvo un hogar, cuidados, protección y cariño.  Yo tuve una excelente compañía en un periodo de cambios, de pérdidas y adaptación.  Si iba de una pieza a otra, allá me seguía con la cola levantada, y si me sentaba en el sillón para ver televisión, rápidamente se subía a mis piernas para que lo acaricie.

Recuerdo que a los pocos días de su llegada, viajé a Bariloche.  Quedó solo por tres noches y cuando volví estaba enfermo, apenas se movía.  Un moquillo le corría por su nariz, y no había comido ni una sola   galleta de las porciones que le dejé.  El veterinario diagnosticó una infección generalizada.  Me dijo que ocurrió por una baja de sus defensas al sentirse abandonado.  Eso suele ocurrir con las mascotas.  Le administró una inyección con poca fe.  Si se recupera será un milagro, sostuvo.  Y el milagro ocurrió.  A la semana, estaba jugando y corriendo por el patio.  Desde aquella vez, nunca más lo dejé solo.  Siempre viajó conmigo. 

Cuando ya estaba recuperado, rebosante de energía y buena salud, el veterinario señaló que era tiempo de castrarlo.  Entonces, vino a mi memoria la escalofriante historia de los eunucos en la antigua China y de quienes custodiaban el harem de los Sultanes.  Hombres castrados sin anestesia, ni nada, para calmar el dolor, y me cuestioné el procedimiento.  Pregunté cómo era en este caso.  Me aseguró que no habría dolor, sería una cirugía menor y con anestesia.  No me convencía.  Castrado no tendría descendencia ni conocería el amor gatuno.  El  veterinario señaló las consecuencias de no hacerlo.  Con el susto de que se contagiara de enfermedades, que se fugara de casa en busca de gatitas y que tuviese que pelear para conseguir ser aceptado por alguna de ellas, quedando todo magullado o herido, decidí que era lo correcto.  

Fue así como una mañana salió de casa altivo y orgulloso con sus dos imponentes bolitas, y regresó de la clínica, derrotado y humillado con sus bolitas reducidas a la nada misma y con la incertidumbre por su identidad futura.  Sentí el reproche en su mirada y me dio vergüenza.  Pero, el tiempo todo lo cura y Charlie se volvió un gatito casero, que dormía su siesta escuchando el concierto de la radio Musicoop, sin tener otras preocupaciones que comer, dormir y jugar.  

Era tan hermoso, elegante y elástico.  Un gato atigrado con bufanda, guantes, botitas y punta de la cola de color blanco.  Hechizaba con la espectacular mirada de sus penetrantes ojos verdes de pupila vertical.  Todos quienes lo conocieron, tuvieron palabras halagando su belleza.  Si llegaba una visita, él se subía a los peldaños de la escalera a escuchar las conversaciones, sin molestar ni interrumpir.  De cuántos secretos se enteró.  

Un día, viendo en televisión el triunfo de Boris Johnson como primer ministro del Reino Unido, se me ocurrió preguntarle a Charlie, si le hubiese gustado tener un cargo importante como el gato llamado Larry.  Un gato que es conocido en todo el mundo como funcionario en el número 10 de Downing Street y el único que ha sido ascendido a “Ratonero Jefe de la Oficina del Gabinete del Reino Unido”.  Me miró, y se enroscó para dormir.  Los cargos oficiales no le interesaban.  

La primera vez que conoció a sus parientes fue en el canal de televisión Animal Planet.  Estaba sentado sobre mis piernas cuando apareció un formidable tigre en primer plano del televisor.  Se levantó asombrado y lo siguió con la mirada por largo rato.  Le expliqué que debía ser algo así, como su primo, pero creo que no le agradó la parentela felina.  Aunque igual, conoció a través de la pantalla, a leones, linces, pumas, jaguares y otras razas de gatos, con gran curiosidad. 

Todo lo que yo sabía de gatos, se lo contaba mientras le acariciaba la panza.  Le conté el cuento del Gato con Botas y también lo invité a ver la película.  Escuchó atentamente el cuento “El gato negro” de Edgar Allan Poe, pero debió asustarse con tan terrorífico relato porque protegió sus ojos con sus manitas.  Conoció las historias de Simón, el gato de la marina real británica; de Mike, el gato guardián del Museo Británico; y de Tama, la gata jefa de la estación de trenes de Wakayama en Japón. 

Pero, lo que más le agradó, fue saber que escritores famosos se preocuparan de escribir sobre los gatos. 

Luis Sepúlveda escribió: "Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar", una maravillosa historia que cuenta las aventuras del gato llamado Zorbas.

Pablo Neruda le dedicó una Oda al  gato: “…el gato quiere ser sólo gato, todo gato es gato desde el bigote a la cola…”.   

José Luis Borges que amó tanto a los gatos le escribió un poema a su gato Beppo: “…tuya es la soledad, tuyo el secreto…” ;y le dijo a Bukoswki: “en mi próxima vida quiero ser gato”..  

Julio Cortázar le escribía a sus gatos: “todo gato es un teléfono pero todo hombre es un pobre hombre…”

Ernest Hemingway, que dicen llegó a tener 30 gatos, escribió: “los gatos tienen una absoluta honestidad emocional…”

En el periodo de pandemia, leí una novela que tenía rezagada: “Otro baile en Paris” de Enrique Lafourcade.  Para mi sorpresa, resultó ser una historia fascinante donde los gatos se constituyen en notables personajes, junto a una pequeña niña llamada Dominique, perdida en Paris.  El capítulo de los gatos montando un elegante baile de disfraces en la torre Eiffel, se lo leí en voz alta a Charlie.  Le gustó. Ronroneó. 

Hoy, su cuerpo está bajo el Dafne de mi jardín, que ya está por florecer.  Su espíritu, esa energía vital, está en un lugar magnífico.  Allí debió haberse encontrado con sus padres y todos sus ancestros.  También con los gatos Bob, Mike, Simón y Tama a quienes debió sorprender por conocer sus historias.  Y si allá hay alguna jerarquía, Charlie por sus conocimientos e inteligencia, encabezaría la pirámide.  Lo imagino, con su cola levantada, relatando sus experiencias, los cuentos y fábulas que alguna vez le conté.  Y todos fascinados con un gato tan extraordinario, lo habrían elegido como el Maestro espiritual del cielo gatuno.  Algo así como el gurú de los gatos celestiales. 

Me gusta pensar aquello, me da la conformidad de que está bien y feliz.  Que sabe que nunca lo olvidaré y como le prometí, ningún otro minino lo reemplazará.  Desde aquí le pido que me siga visitando en mis sueños, hasta que también deba partir.  Me hace muy feliz.   

Miau, miau, mi querido Charlie.  




 


miércoles, 26 de junio de 2024

Pintar pajaritos de colores

El mundo de las aves es apasionante.  Se estima que existen más de 60 mil millones en la tierra, que según las estaciones del año, se desplazan con gracia y estilo entre regiones y continentes.  Las hay de variados tamaños y colores.  Tan imponentes como el cóndor y tan pequeñitos como el colibrí. 

Dice la leyenda que al principio de los tiempos, todos los pájaros eran de color marrón, pero que al descubrir los hermosos colores de las flores, comenzaron a sentir envidia.  Por eso, se reunieron y decidieron llamar a la Madre Naturaleza para que les cambiara el color.  Y así fue, como la Madre tomó su paleta de colores y pintó plumas, pechos, cabezas, coronas, patas y picos al gusto de cada especie.  A algunos se les despertó la codicia y pidieron más de un color.  Por eso, cuando llegó el gorrión -que andaba pajareando- la paleta ya estaba vacía y sólo alcanzó una pequeña gota de color amarillo que la Madre le colocó en la comisura del pico.

En Chile, se han identificado alrededor de 600 especies, entre endémicas y accidentales. Tenemos chincoles, gorriones, loicas, tiuques, picaflores, diucas, zorzales y etc., etc. 

Nuestra ave más colorida, es el pájaro de siete colores.  Un pequeño pajarito que se hizo famoso por ser la inspiración de Fiu, la mascota de los recientes Juegos Panamericanos y Parapanamericanos 2023, que se robó el corazón de todos.

Los pájaros emiten una variedad de sonidos diferentes: chirridos, silbidos, trinos y otros.  Decimos que trinan o cantan cuando son melodiosos.  Los entendidos señalan que no hay nada más armonioso, que el canto del ruiseñor.  

Son tan inteligentes que sus nidos son verdaderas obras de ingeniería, construidos en tierra firme, arena, humedales o en las copas de los árboles.

Para una vida humana, lograr ver en libertad a un importante porcentaje de los pájaros del universo, aunque fuese el propósito de vida, sería una misión imposible.  Pero basta conectarse con la naturaleza para ver a algunos, volar y danzar entre árboles y pastizales, observar las bandadas que migran en busca de un mejor clima para reproducirse; todo aquello, siempre y cuando, elevemos la mirada y no esté enterrada en un celular.  

Otra forma de conocerlos y disfrutar de sus encantos, es visitando los Aviarios.  En la quinta región tenemos uno con gran variedad de especies. 

La disciplina encargada del estudio de las aves es la Ornitología, que es una rama de la Zoología.  

Pero, vamos al grano, que me estoy desviando del tema, título de este escrito.  Pintar es una buena técnica de relajación, que ayuda a reducir la tensión física o mental.  Se ha puesto de moda pintar mandalas, incluso para estimular el sistema inmunológico. 

Sin embargo, pintar pajaritos de colores, tiene en nuestro país una connotación diferente a colorear pajaritos.  Es una locución que se expresa cuando nos engañan con mucha retórica o con promesas que nunca se cumplen.  No obstante, creo que asociar los pajaritos de colores con el engaño, me parece injusto y de mal gusto.  Aves tan bellas no deberían utilizarse para fines tan despreciables. 

Pero los dichos populares son lo que son: algún pintor los coloreó y con esa creación engañó a alguien, y ese pudo ser el origen...  Quién sabe. 

Lo que sí sabemos es que actualmente, proliferan los pintores de pajaritos de colores.  Los encontramos en la política, las finanzas, en organizaciones, y hasta en el sentimiento más noble: el amor. 

Casos hay muchos.  Como cuando se construyó -años atrás- el nuevo puente San Pedro que une el sector céntrico de Osorno con Rahue.  No hay duda que nos pintaron pajaritos de colores.  El proyecto, el diseño y los recursos asignados, contemplaban un puente con un imponente arco ornamental, que lucía espléndido en la maqueta.  No se hablaba de otra cosa que del espectacular puente con arco.  El arco ornamental sería una atracción turística para la ciudad que, además, le daría identidad.  Pero, se construyó sólo el puente y del arco ornamental, nunca más se supo. 

Algo parecido sucede con la deuda histórica de más de 40 años, que el Estado de Chile tiene con los profesores.  En cada campaña presidencial el candidato o candidata nos pinta pajaritos de colores: nos prometen que si salen electos, el pago de dicha deuda será prioridad del gobierno.  Y así han pasado los años, los beneficiarios van muriendo y el pago no se concreta.

En el mundo de las finanzas, abundan los pintores.  Los más conocidos del último tiempo son Alberto Chang y Rafael Garay.  Este último, se paseó por todos los canales de televisión dando consejos de inversión de fondos.  Ambos, les pintaron pajaritos de colores a nuestro jet set criollo y miles de millones de pesos se esfumaron como el humo.

Pero pintar pajaritos de colores en el amor, es otra cosa.  Tiene otro calibre.  Es devastador.  Produce un daño emocional difícil de sobrellevar y una pérdida de confianza para con otras personas.  Casos hay muchos.  Desde aquellos que se ventilan por la televisión y que afecta a personajes del espectáculo o farándula, a los que se viven con dolor y vergüenza en total anonimato.

Los pajaritos de colores, tan bellos y melodiosos que nos inspiran aires de libertad, pintados en el dicho popular, son nefastos en toda circunstancia. 

Por este motivo, me dijo un pajarito: ¡Attenti, attenti, sempre!


sábado, 20 de abril de 2024

Hija de Kirk Douglas

Carmen terminó de desgranar los choclos que había comprado para preparar, al día siguiente, un pastel. Se encontraba sola. Su marido Alberto y su hijo mayor, habían viajado a Santiago en busca de unos repuestos para uno de los camiones de su pequeña flota de transporte. Su hija Sofía, una adolescente de dieciséis años, se encontraba a tres cuadras de distancia, en casa de una amiga. La habían invitado a la cena familiar de despedida de la hermana mayor, que se iba a la capital para iniciar su formación como auxiliar de vuelo o azafata. Habían acordado que Carmen la iría a buscar a las doce de la noche, como cenicienta, y recién eran las diez.

Había sido un día muy caluroso, como era el verano en Chillán. Carmen se encargaba de la parte administrativa de la empresa, pero ante la ausencia de Alberto, debió coordinar la carga de los camiones. Estaba cansada. Se tendió sobre su cama y se quedó dormida profundamente.

Despertó desesperada. Parecía que un ejército de zancudos la había atacado. Tenía picaduras en el rostro, brazos y manos. La más complicada, en el párpado derecho. Buscó en el velador una cajita de Mentholatum para aliviar la picazón. Se miró al espejo. El párpado se ponía oscuro y muy inflamado.

Eran exactamente las 23,30 horas. Decidió que así, con el ojo negro, no se presentaría ante nadie. Llamó por teléfono a la amiga de su hija para pedir, por favor, que vinieran a dejar a Sofía, porque no se encontraba bien para ir a buscarla. Contestó la mamá. Le señaló que las jóvenes estaban muy entretenidas, que no se preocupara porque cuando los invitados se retiren, la pasarían a dejar a su casa.

Aliviada de esa preocupación, Carmen se dispuso a tomar venganza y cazar a las atrevidos visitantes nocturnos. Los buscó por toda la pieza, detrás de las cortinas, bajo la cama, sin resultado. Recordó que tenía un fumigador con Tanax y lo aplicó en todo el dormitorio, cerró la puerta y se fue a la pieza de Sofía.

A esas horas, Carmen estaba totalmente desvelada. Metió sus pies en la cama y sentada con las almohadas en la espalda, escudriñó el dormitorio de su hija. Era amplio, tapizado con papel mural de pequeñas bailarinas, predominaba el color rosa, un estante de cielo a suelo albergaba las muñecas y peluches de la reciente infancia: osos, perros, gatos, conejos y otros, todos muy ordenados y quietos, esperando quizás, las atenciones y mimos de antaño.

Sentado en una poltrona, la miraba Kirk, el enorme y querido oso de peluche que Carmen cuidó y guardó para sus hijos. Sintió como si Kirk estuviese triste suplicando por un abrazo. Carmen se enterneció, se levantó y lo abrazó con la misma delicadeza y ternura de cuando era niña. Emocionada y abrazada a Kirk, afloraron los recuerdos de su infancia.

Tendría unos siete años, cuando después de una pelea con niñas mayores, una de ellas le gritó: gringa huacha, no tienes padre.

Su reacción fue el llanto. Se sintió indefensa. Fue un golpe revelador porque hasta ese momento, no estaba consciente de aquella realidad o no había advertido que aquello fuese un pecado o un agravio.

Llegó llorando a su casa. Su madre la sentó en sus piernas y le dijo lo siguiente: ningún niño o niña nace sin tener padre y madre. Para que un niño llegue a este mundo, padre y madre lo han creado con la voluntad de Dios. Tú tienes padre, él está trabajando en el norte, ya te conté que se llama Kurt, es un hombre bueno, inteligente y buen mozo, pero no tengo fotos de él. Entones, se levantó a buscar una revista, le mostró al actor Kirk Douglas y le dijo: así es el rostro de tu padre y tú eres igual a él. No tengas dudas, que pronto regresará.

En el proceso de asimilar lo que su madre le dijo, Carmen generó la fantasía de que Kirk Douglas era su padre, y la foto recortada la presentó a sus compañeras, quienes no sabiendo quién era, no lo cuestionaron.

Una tarde de otoño, llegó Carmen de la escuela y encontró a su madre tomando once con un hombre grande que se parecía a la imagen de la foto que guardaba. En una silla permanecía sentado un enorme oso de peluche y sobre la mesa con el mantel del domingo, una variedad de pasteles. Esa escena la tenía grabada a fuego en su memoria.

No tuvo dudas: era su padre y era Kirk Douglas. El oso, un regalo para ella. Recordaba que hubo mucha emoción y ella contenta y asustada no sabía qué decir. Su madre, con un arrugado pañuelo, secaba sus lágrimas y Kirk Douglas la abrazaba emocionado pidiendo perdón por la tardanza y prometiendo que todo cambiaría para ella y su madre.

Y así ocurrió. Cambió de barrio, apellido y escuela.

Vivían en Osorno, en el sector de Ovejería, en una casa muy modesta con sólo un dormitorio que madre e hija compartían. Muy cerca de su casa pasaban los trenes tocando sus silbatos y era la entretención de todos los niños del sector. Pero cuando el viento cambiaba de dirección, nadie escapaba de sufrir el olor nauseabundo proveniente del basural de la ciudad, instalado a pocas cuadras de su casa y de la plaza de armas.

Se cambiaron a una casa ubicada en calle Prat, que Carmen consideró un palacio porque tenía baño con una gran tina y un dormitorio sólo para ella.

Antes de los doce años, cambió de apellido. De tener apellidos repetidos, pasó a tener un apellido paterno de origen alemán y el materno de origen español, y además, entró a estudiar al colegio de monjas.

Poco a poco su madre le fue contando la verdad. La ausencia de su padre, no se debía a trabajos en el norte. Había estado atrapado en el túnel de su conciencia sin atreverse a encontrar la luz. Ella era la única hija. Pero su padre tenía esposa, cinco hijos varones y dos nietos.

Recordaba que digerir toda esa información, entenderla y adaptarse a tanto cambio le produjo inestabilidad emocional y lloraba por nada. Para remate, en el nuevo barrio no tenía amigas. Añoraba salir a jugar al luche o con el lazo con su vecina y amiga del anterior domicilio. Los nuevos vecinos eran un matrimonio de profesores jubilados, que vivían solos con un perro llamado Newton. Carmen empezó a entretenerse con el perro, le daba pan con cecina por las rendijas del cerco, hasta que dejó de ladrarle y se hicieron amigos. Pero Newton, haciéndole honor a su nombre, descubrió unas tablas sueltas al fondo del patio y llegó hasta ella. Cuando Carmen regresaba del colegio, Newton ya estaba en su patio esperándola. A escondidas, lo entraba a su pieza para que la acompañara a hacer las tareas.

Su padre las visitaba una vez por semana, pero en realidad, la visita era para Carmen. Se quedaba horas conversando con ella, le revisaba y ayudaba en las tareas, le daba consejos, le contaba historias entretenidas y le traía monedas de chocolate. Nunca olvidaría esos momentos en que aprendieron a conocerse y a quererse. Se generó tal confianza, que Carmen le contaba hasta sus maldades.

En el primer verano de su nuevo domicilio, llegaron a casa del vecino, dos nietos provenientes de Chillán: Susana de 13 años y Alberto de 15.

Buscando a Newton, que desaparecía todos los días, se conocieron. Carmen tenía la misma edad de Susana y por el forado del fondo, empezaron a transitar de patio a patio. Susana tenía un hula hula y pasaban horas practicando piruetas, también con Newton que aprendió a saltar a través de él.

La amistad de Carmen y Susana produjo celos en Alberto. Al sentirse desplazado, las agredía tirándoles tierra con gusanos. A Carmen le pegó un chicle en la cabeza que la obligó a arrancarse un mechón de cabello. Definitivamente, era un niño odioso y maldadoso que Carmen no soportaba. Lo único bueno que hacía, era subirse al árbol de su abuelo para sacar cerezas.

Pero como dice la canción de Mercedes Sosa, "Todo cambia" y como relata el cuento del sapo que se convierte en príncipe, sucedió que dos años después, Alberto se había convertido en un atractivo joven. Carmen olvidó el percance del chicle y lo recibió con otros ojos.

Ahora podían conversar y compartir intereses. Pasaban horas ordenando y clasificando las estampillas que el abuelo le juntaba durante el año, compartían letras de canciones y juntos iban al cine los domingos.

Una tarde, sentados bajo el cerezo, mientras miraban la revista Ritmo, se produjo un efecto magnético y surgió el primer beso, ante la infaltable presencia de Newton. Sellaron un compromiso de amor. Alberto le pidió matrimonio, pero debía quedar en secreto porque antes, debía estudiar mecánica. Carmen estuvo de acuerdo. Después de cuatro años, con cartas que no dejaron de ir y venir, se casaron. Su padre la entregó en matrimonio, como ella siempre soñó.

Estaba en la ceremonia entrando a la iglesia del brazo de su padre, cuando sonó el timbre. Sofía había regresado. Cuidadosamente dejó a Kirk en la poltrona y recibió a su hija emocionada aún. Sofía se sorprendió.

¿Has estado llorando?, le preguntó. No, dijo ella, mis ojos están así por culpa de los zancudos, y le contó lo ocurrido.













sábado, 16 de diciembre de 2023

La historia de Margarita


Cuando Margarita fue traicionada por quien era el amor de su vida, su mundo se derrumbó.  No podía entender que una relación de casi dos años, tan perfecta, idílica y con planes de matrimonio, terminara de ese modo.  Mientras ella lloraba ríos de lágrimas, consolada por su madre, su padre no paraba de decir que era lo mejor que le pudo pasar, que ese patán mojigato no merecía ni una sola lágrima y que algún día iba a agradecer lo ocurrido. 

Se vivía en aquel tiempo un periodo de grandes cambios y demandas de transformación social:  protestas por la guerra en Vietnam, surgía el movimiento hippie, y se imponía la moda de los pantalones pata de elefante. En nuestro país, el presidente había llegado al poder de la mano de la clase media y bajo la consigna “revolución en libertad”, opuesto a la revolución marxista. 

Estaba en marcha una reforma educativa que reestructuraba el sistema; ampliaba la cobertura de educación primaria de seis a ocho años, con un ambicioso plan de formación de educadores. 

Margarita tenía 24 años de edad y 2 años de ejercicio docente como profesora normalista de educación primaria.  Pensó que no habría mejor momento y oportunidad para hacer un gran cambio en su vida.  Solicitó traslado a Chillán y con un soplo de suerte, más el apoyo de las nuevas autoridades, lo consiguió.  No dudó en dejar atrás recuerdos, familia, alumnos y amigos.

Una decepción amorosa producto de una traición, deja el alma herida, la autoestima se resiente y, si en la traición está involucrada la prima hermana más querida, todo se eleva al cuadrado. 

Llegó a Chillán con sólo una maleta, se instaló en un hospedaje familiar a dos cuadras de la escuela, y comenzó su nueva vida decidida a dar vuelta la página y no volver a pensar en el amor, nunca más.  

Margarita era una mujer sencilla, reservada, estudiosa y amante de su profesión.  Además de su labor docente en la escuela, preparaba a los niños en la iglesia enseñando el catecismo para recibir la primera comunión.  Nunca imaginó que recién incorporada a la nueva escuela, el magisterio llamaría a un paro nacional indefinido.  El motivo, una diferencia en el reajuste salarial entregado al sector público y al magisterio.

Después de 40 días en huelga, Margarita ya estaba aburrida.  Necesitaba hacer lo que más le gustaba: enseñar y estar en contacto con sus pequeños alumnos.  Cansada de las asambleas de profesores donde se exacerbaban los ánimos, se despertó una mañana  decidida a despreocuparse del conflicto, quedarse en casa para escribir a su madre, salir a vitrinear y terminar en el cine con una anunciada película de Mastroianni. 

Cerca del mediodía fue a dejar la carta al correo, pasó a comprar el diario, y se dirigió al sector del mercado para ubicar el restaurante “La Berta”.  Tenía ganas de probar las elogiadas cazuelas del local que sus colegas le habían recomendado.

El local era atendido por su dueña, quien le daba el nombre.  Era una eterna apoderada de la escuela donde había educado a sus ocho hijos.  Ahora, su primer nieto seguía la tradición y daba la casualidad que Margarita era su profesora.  

Margarita entró al local y se sentó en una de las pocas mesas desocupadas que había frente a la puerta de ingreso.  Berta llegó a saludarla y entablaron conversación sobre el nieto, sus habilidades, y el término de la huelga.  Estaban ensimismadas en aquello, cuando se abrió la puerta y un hombre alto, con poncho de lana, sombrero y un maletín de ejecutivo gritó a todo pulmón: ¡Cómo estás Bertita! 

Se acercó sonriendo a paso firme y abrazó a Berta casi levantándola del suelo con sus fuertes brazos.  Ella se sonrojó y rápidamente reaccionó presentándole a Margarita.  Es la profesora de mi nieto, le dijo. 

Me llamo Eladio contestó él, mientras la miraba fijamente y apretaba con fuerza su mano al punto de que ella sintió que le prensaba los dedos.  

Margarita pidió un plato de la famosa cazuela.  Lo mismo para mí, dijo Eladio y preguntó si podía sentarse en la misma mesa. 

Aunque la primera impresión de Margarita respecto de Eladio, fue la de una persona arrogante, no pudo negarse.  Después de todo, era conocido de Berta y habría sido una gran descortesía.  Almorzaron juntos.  Eladio le contó que casi todos los viernes venía al pueblo y pasaba a almorzar al local.  Las mejores cazuelas y empanadas fritas se hacen aquí, sostuvo.

Es primera vez que vengo, dijo Margarita.  Pero me han dicho que así es.  Por eso vine.

Después de conversar del tiempo y otras trivialidades, leyeron juntos el periódico y comentaron las noticias: no había indicios de solución al conflicto.  El Ministro de Educación había señalado a los dirigentes del magisterio que la solución no pasaba por su cartera.  Era un problema de Hacienda y el joven Ministro no parecía dispuesto a ceder.

Margarita expresó estar molesta y decepcionada.  Le contó que había sido una entusiasta participante de la marcha de la patria joven, campaña que apoyó la candidatura del presidente, a quien admiraba por su capacidad oratoria, y no podía entender que ahora en el gobierno, tratara así a los profesores y dejara sin educación por tanto tiempo a los niños.   

Eladio que era un hombre directo y sin pelos en la lengua se puso a reír a carcajadas.  Señorita, le dijo, usted es muy ingenua.  A los políticos no se les puede creer.  En campaña prometen y prometen y después ni se acuerdan lo que han dicho.  

Margarita quedó desconcertada.  Ese hombre que recién conocía, se permitía reírse de ese modo en su propia cara, la había llamado ingenua porque no se atrevió a decirle que era tonta. El tono de su risa y actitud así lo delataba.  Lo quedó mirando con atención y decidió no contestar.  Eladio se dio cuenta que la había incomodado y le pidió disculpas.  Si me permite, le contaré algo de mi vida, para que no diga que almorzó con un desconocido.  Le contó que tenía estudios contables completos, pero no se había titulado; que se encontraba realizando la práctica profesional, cuando su padre enfermó y como único hijo varón debió tomar las riendas del campo; que después de dos años de sufrimiento, su padre había muerto y él había decidido seguir trabajando la tierra y acompañar a su madre ya que sus hermanas se habían casado y abandonado el campo.  Era un trabajo que disfrutaba, porque había descubierto que no era hombre de oficina ni escritorio. 

Margarita ya repuesta de la molestia, seguía con atención el relato de Eladio observando las facciones de su rostro y descubriendo que tenía el mentón partido que le agregaba atractivo.  En un arranque de inconsciencia le preguntó su edad y estado civil.  Apenas lo hizo, se arrepintió.  Pero Eladio respondió con total naturalidad: soy aún un chiquillo de 30 años y estoy soltero. ¿Y usted?

Margarita que no entendía por qué se había metido a preguntar aquello, con un sentimiento de vergüenza que se le subió al rostro, le dijo que iba a cumplir 25 años y nada más.  Eladio no soltó la hebra y preguntó si estaba casada, soltera con novio o libre.  Margarita contestó:  digamos que soltera, sin adjetivos. 

Cuando terminaron de almorzar, Eladio pidió la cuenta que incluía una bandeja con dos docenas de empanadas fritas que todos los viernes llevaba a su casa.  No quiso escuchar a Margarita que insistía en pagar su consumo y pagó todo.  No puedo permitir que usted pague después de brindarme tan entretenida compañía, sostuvo.  Si le parece bien, me gustaría que nos juntáramos aquí mismo el próximo viernes y entonces compartimos la cuenta, sin las empanadas que llevo a casa, por supuesto.  Margarita estuvo de acuerdo siempre que la huelga se mantuviese, cosa que ella creía no iba a ocurrir.

Pero llegó el viernes y la huelga seguía.  A Margarita le dio un ataque de indecisión: ir o no ir a almorzar con Eladio.  Del poco conocimiento que tenía de él, parecía ser el polo opuesto de su patán mojigato: un taciturno profesor que recurrió a poemas de amor y palabras lisonjeras para conquistarla, sólo con el propósito de obtener lo que estaba arrepentida de haber dado y seguir arrastrándose como una serpiente en busca de otras presas sin respetar parentesco. Así lo veía ahora. 

Eladio parecía diferente: un hombre de carácter fuerte, con gran vitalidad y buen humor. 

Pensando que nada tenía que perder, se sentó frente al espejo para arreglarse el cabello, delinear sus ojos y pintarse los labios de color rosa viejo.  Salió de casa muy alegre, pasó a comprar el diario y se presentó en el local a la hora acordada.  Eladio la esperaba muy bien afeitado, vestido con un sweater de cuello alto color canela y vestón de cuero negro.

La conversación siguió al vaivén de las noticias publicadas en el periódico.  Aún no se vislumbraba una solución al conflicto del magisterio.  Las noticias nacionales daban amplia cobertura de la puesta en marcha de la reforma agraria, con partidarios y detractores.  Margarita le preguntó su opinión al respecto y Eladio dijo estar tranquilo.  Confiaba en que se aplicaría sólo a los latifundios y él no entraba en esa categoría.  Además, trabajaba toda la tierra, por lo que no sería aplicable una expropiación. 

Llevaban así un poco más de un mes, almorzando juntos y comentando las noticias, cuando Eladio preguntó si podía dejar de tratarla de usted y empezar a tutearla.  Por el tono casi de súplica con que lo pidió, a Margarita le produjo un súbito ataque de risa que no podía detener, casi igual a la risa incontenida que sufrió en el primer encuentro cuando estaban almorzando y ella le ofreció el pote de ají.  Entonces, nervioso y en tono muy bajo para que nadie más escuche, le contó que el médico se lo había prohibido porque le habían salido almorranas.  No se imagina usted lo humillante que es para un hombre y su masculinidad tener que aceptar un tratamiento con supositorios anales.  No se lo doy a nadie.

Así, entre cazuelas, empanadas fritas, pastel de choclo, comentando el acontecer político del país y riendo mucho, fueron construyendo una bonita amistad que avanzaba en el tiempo, pero confinada en el local de Berta.  

Eladio admiraba y respetaba a Margarita por la preocupación y cuidado para con los niños.  Aplaudió la idea que tuvo para conseguirles zapatos.  Le había pedido autorización al director para organizar un ropero en la escuela, que se había convertido en todo un éxito.  Habían logrado entregar -antes que empiece el invierno- doce pares de zapatos nuevos y seis pares usados, pero en buenas condiciones, a niños de diferentes cursos.  Lamentaba que, a pesar de los más de treinta años transcurridos de la publicación del poema “Piececitos” de Gabriela Mistral, que tanto conmovió a todos, las necesidades de la infancia desvalida seguían siendo evidentes y urgentes pero invisibles: ¡cómo pasan sin veros las gentes!

A los niños que atendía en la iglesia, los regaloneaba con caramelos.  Eladio se convirtió en un excelente apoyo.  Le regaló bolsas de caramelos, aunque siempre rezongando y declarándose anti-iglesia, anti-curas y anti-dogmas.  No había recibido ningún sacramento, ni bautizo, ni primera comunión y tenía claro que tampoco se casaría por la iglesia.  Decía creer en Dios pero no seguir ninguna doctrina, tener una sólida formación valórica entregada por sus padres, distinguiendo claramente el bien del mal y eso bastaba.  Estás mal, nada sabes de los diez mandamientos y de las enseñanzas del evangelio, le recriminaba Margarita.  Eladio se reía y aseguraba que San Pedro no lo interrogaría al respecto, entraría sin dificultad al reino de los cielos y estaba seguro que a los curas de la inquisición, de las indulgencias y a varios de estos nuevos tiempos, no los dejó entrar y seguían en el infierno.

Las pocas horas que pasaban almorzando juntos, empezaron a ser cortas con tan entretenidas conversaciones. 

La primera vez que Eladio vio a Margarita enojada y totalmente indignada, fue cuando se enteró de la toma de la catedral de Santiago.  Un grupo de laicos, sacerdotes y religiosas, que se hacían llamar la iglesia joven, con un ideario político religioso de corte izquierdista, ocuparon la catedral, desplegaron un lienzo en el frontis, celebraron una misa y pidieron por las víctimas de la guerra de Vietnam y los obreros de América Latina.  Margarita no lo podía creer.  Repudiaba totalmente la participación de sacerdotes, y concordaba con el Cardenal en que fue un acto de profanación.  Eladio lo interpretó como la decadencia de la institución.  La iglesia agoniza, le dijo.  En treinta años más, sólo quedarán los edificios, no habrá curas ni monjas porque no son necesarios.  

Eso no ocurrirá, contestó Margarita.  La iglesia nunca desaparecerá.  Ninguna institución ha contribuido tanto en nuestra civilización: en la educación, las artes y hasta en la economía.  Además, siempre habrá personas que quieran dedicar su vida a transmitir los valores cristianos que han sido heredados de padres a hijos por siglos y siglos.  Nos ha enseñado a amar a tu prójimo como a ti mismo, y eso hace la diferencia con la barbarie. 

No había duda que eran grandes conversadores, que les interesaba la marcha del país, que les encantaba estar juntos y que ambos esperaban con ansiedad que llegara el viernes para volver a verse.  Eladio le había dicho más de una vez, lo bien que le hacía su compañía y que lamentaba no poder disponer de más tiempo con ella.  El campo demandaba las 24 horas del día y la distancia también presentaba una dificultad.  Para él, no había fines de semana ni vacaciones.  Los animales y las aves debían ser atendidas, y su madre ya no era la misma de antes.  

En primavera, cuando Eladio pensaba y pensaba cómo abordar a Margarita y robarle algo más que un beso, ya sabía que su receta para casos como éste, con Margarita no iba a resultar.  Estaba casi seguro que no aceptaría ir a una casa de citas, donde era asiduo cliente.  Tendría que ser algo distinto.  Le preguntó si aceptaría pasar el fin de semana en su casa.  Le contó que nunca había invitado a una amiga.  Su único invitado, desde los tiempos de estudiante, había sido su amigo Selim -ahora jefe de créditos en un Banco- con quien pasó gran parte de los veranos.  Margarita aceptó la invitación.  Fue el momento en que anheló secretamente, que sus sueños se hicieran realidad.  En más de una ocasión, había soñado que él la besaba apasionadamente y había despertado sintiendo el sabor de sus labios. 

Una señora de mediana estatura, con el pelo canoso tomado en un moño tipo tomate, acompañada de cuatro perros que no dejaban de ladrar y luego olisquear, salió a su encuentro y se presentó como la madre de Eladio a quien disculpó por no estar presente.

Era una mujer de grandes ojos claros, que estaba enterada de quién era Margarita.  La tranquilizaba saber que era una mujer educada y decente.  No como aquella cantante de bar, diez años mayor, con dos hijos de diferentes padres, que enredó a su hijo en un nocivo amorío que estuvo a punto de terminar en tragedia, cuando uno de los padres de los niños, llegó a ver a su hijo, se encontró con él y lo amenazó de muerte con un cuchillo.

La madre de Eladio era una mujer de ideas claras, afectuosa y locuaz.  No pasaron muchos minutos cuando ya estaban enfrascadas contándose historias de sus vidas.  Le contó que había conocido a su marido en una carrera a la chilena cuando él montó el caballo ganador; que dio a luz -en su casa- a seis hijos que nacieron sanos, pero sobrevivían cuatro; que el fallecimiento de su esposo fue muy difícil para todos pero que él, recurrentemente, la visitaba en sueños.  Le contó -pero en secreto- historias y anécdotas de la niñez de Eladio: cuando sus hermanas lo encerraron en el chiquero y salió tan sucio y lleno de pulgas que tuvieron que meterlo al río; cuando se subía a los árboles a espiar y pasaba horas perdido; el afán que tenía por asustar a sus hermanas cazando lagartijas y metiéndolas entre sus ropas o en sus camas, y etc. etc. 

Cuando Eladio llegó, se congratuló al verlas alegres y como amigas de toda una vida.  Estaba la mesa puesta y Margarita preparaba la ensalada. 

Recorriendo el campo, a Margarita le sorprendió la belleza que ofrecían los manzanos y perales en flor.  Formaban un gran ramillete en altura, con un fondo de cielo azulado sin ninguna nube. Pensó que, si tuviese una máquina fotográfica, lograría una hermosa postal.  

Eladio caminaba a su lado y no entendía qué le estaba ocurriendo.  Quería tomarle la mano y se cohibía una y otra vez.  Pero su padre -a quien recurría cuando estaba en problemas- lo solucionó.  Margarita tropezó con una piedra y rápidamente él la agarró de la mano.  Ella recibió su calor y fuerza, y una mirada cómplice los hizo sonreír.  Así, tomados de la mano y seguidos por los perros, terminaron el recorrido.   

Cuando la quietud de la noche llegó y una luna menguante se asomó, se amaron a fuego lento en una sinfonía perfecta, exploraron jardines desconocidos y viajaron extasiados más allá de las estrellas, y descubrieron que no podrían separarse nunca más. 

La línea del tiempo se quebrajó en un antes y un después.  Antes, Margarita pretendía dejar la casa de pensión, arrendar un pequeño departamento e independizarse, y a Eladio le preocupaba la sequía del invierno y los efectos en los cultivos.  Después, sólo pensaban cómo compaginar sus actividades para estar juntos todo el tiempo y no volver a separarse.  Margarita propuso que todos los fines de semana se trasladaría al campo hasta que termine el año escolar.  Al año siguiente, deberían formalizar su relación ante la ley y la iglesia.  Eladio estuvo de acuerdo sin ningún reparo al matrimonio por la iglesia.

Convertidos en marido y mujer, siguieron manteniendo interés por el acontecer nacional en largas conversaciones en que no siempre estaban de acuerdo.  Cuando llegaron las nuevas elecciones presidenciales, Margarita sufrió un gran disgusto.  El gobierno no logró retener el poder y llegó tercero.  El candidato de izquierda obtuvo mayoría, pero no la suficiente para ser electo por lo que debió firmar un estatuto de garantías.  No va a resultar, no lo respetará, se quejaba.  

Eladio concordaba con ella y se preguntaba qué era aquello de revolución con empanadas y vino tinto.  El vino tinto terminará por embriagar a todos.  Los borrachos, generalmente quedan atontados y algunos se vuelven locos, y muy violentos.  Puede ser peligroso, sostuvo.  Y no se equivocó.  El país entró en una vorágine de expropiaciones de fábricas, predios agrícolas y agitación social.  Se produjo un elevado gasto fiscal que se solucionaba con emisión monetaria.  Esto originó un proceso inflacionario y desabastecimiento que estaba ocasionando un gran descontento e incertidumbre en la población, y amenazaba un desborde total.

Estaban celebrando el tercer cumpleaños de Eladio Andrés -su hijo primogénito- cuando recibieron la inesperada visita de su vecino Don Rola.  Era un señor mayor, que había sido un buen amigo de su padre.  No quiso entrar a la casa y pidió conversar a solas con Eladio.  Le contó que sabía -de buena fuente- quienes les habían robado los caballares en el reciente invierno.  Era un grupo organizado para hacer fechorías, cuyo cabecilla era un hombre de aproximadamente treinta años, apodado el mondongo.  El mismo que había estado trabajando en la última trilla, en ambos campos, pero que ahora había mutado a activista político.  Se dedicaba a organizar tomas de predios, reuniendo familias con niños, para luego exigir al gobierno la expropiación.  Ese era el motivo de la visita.  Había sabido que el mondongo estaba organizando la toma de sus predios.  Señaló tener un rifle Winchester y un revólver Taurus, que se había aperado de munición y no dudaría un segundo en disparar si aquello ocurría, y quería saber su opinión.  Eladio que recién había estado cantándole el cumpleaños feliz a su retoño, quedó vacilante por unos segundos.  No tenía más que una antigua escopeta heredada de su padre, pero en esa situación, le dijo que también la usaría si era necesario defenderse.  Sé que es muy complicado, pero ya tengo mis años y si debo morir defendiendo lo mío, así será sostuvo Don Rola.  Eladio quedó preocupado.  Lo invitó al cumpleaños, pero sólo entró para saludar, felicitar al niño y se retiró. 

No hubo necesidad de disparar ninguna bala porque seis días después, todo cambió.  El país se enteraba con horror del bombardeo de la casa de gobierno y la muerte del presidente.  Eladio y Margarita nunca pensaron en un hecho de esa magnitud y consecuencias, aunque más de alguna vez comentaron que el gobierno no terminaría su periodo y el parlamento lo destituiría.  Los acontecimientos que se informaban y los bandos de la Junta de Gobierno generaban incertidumbre.  Entre incertidumbre y temor por el futuro, también llegó un gran alivio.  Terminaban esas noches de angustia y sin dormir, y días de sobresaltos temiendo que llegara un pelotón de gente a arrebatarles su casa y su tierra.  Cada vez que los perros ladraban, se activaban las alertas.  

Algunos años después -al velorio de don Rola- llegó un grupo de jóvenes compañeros y amigos de su nieta mayor, a dar las condolencias.  Después de un rato, se animaron a contar una anécdota que involucraba al difunto, que ahora resultaba jocosa y así la contaron.  Habían llegado a su campo en paseo de fin de año y don Rola los recibió a balazos.  Lo describían como un espectáculo tragicómico: la profesora que los acompañaba sufrió un ataque de nervios y ellos -muertos de susto- debieron auxiliarla; un hijo del finado realizaba esfuerzos para calmar a su padre y lograr que entregue el rifle, mientras ellos retrocedían; a todo grito le explicaba una y otra vez, que los recién llegados eran compañeros de curso de su nieta.  Pasaron unos minutos eternos para que entregue el rifle.  La mayoría sólo quería regresar a sus casas.  La profesora -repuesta del susto- conversó con la familia.  Todo estaba preparado, el cordero a punto de asar, por lo que después de mil explicaciones, decidieron quedarse.  Un par de horas después, don Rola se integraba al grupo contando historias pasadas y expresando disculpas porque los había confundido con el grupo del mondongo, porque no era verdad que lo habían detenido, si nadie, ni su familia sabía en qué comisaría o cárcel estaba.  

La nieta disculpó a su abuelo y explicó, lo mismo que les había explicado a sus compañeros en aquella ocasión.  Su abuelo, producto de sus años, había desarrollado una fobia a las personas desconocidas.  Si alguien entraba al campo, lo recibía con actitud amenazante y rifle en mano, pensando que lo iban a despojar de todo.  Después del incidente del paseo de fin de año, las armas habían sido retiradas del campo.  

El relato de los jóvenes y de la nieta de don Rola, produjo en Eladio un quebradero de cabeza de algunos días.  

Una gran duda se instaló y lo tenía inquieto: ¿sería verdad que su predio estuvo en la mira de ser usurpado por los embriagados de revolución, como don Rola señaló en aquella ocasión? o ¿el miedo paranoico por lo que estaba ocurriendo en el país lo llevó a imaginar un escenario así, y desarrollar esa fobia?  

Ahora ¡qué importa!, dijo Margarita.  Nunca lo sabremos.  ¡Que Dios lo tenga en su santo reino, fue un buen vecino!

sábado, 20 de mayo de 2023

Una misteriosa experiencia


El año escolar 1963 se inauguró con alegría y satisfacción.  Los diecisiete alumnos que iniciábamos el tercer año de humanidades en el Liceo San Felipe Benicio de Coyhaique habíamos aprobado -el año anterior- los exámenes de la comisión examinadora externa proveniente de Puerto Montt.  Era entonces, un Liceo particular que aún no tenía reconocimiento oficial de notas. 

Estar expuestos a exámenes -cada fin de año- aplicados por profesores desconocidos, que determinaban aprobar o reprobar curso, era muy estresante.  Algunos sufrían de ansiedad y pánico con esos señores tan serios y circunspectos, que nos entregaban una hoja con preguntas para resolver.  Se medía nuestro conocimiento, pero también era una inspección pedagógica del establecimiento.  Si no aprobábamos el examen escrito, venía un examen oral e individual.  Y ése, era temido por todos.  El año anterior, y por primera vez en la corta vida del liceo, ocho alumnos debimos dar examen oral de Historia.  No olvido aquel rostro cuadrado, severo e intimidante del examinador que, junto al resto de la comisión, me interrogó. 

Pero un contratiempo de esa magnitud, aunque fuese por vez primera, trae consecuencias.  Al joven profesor de Historia, recién titulado y de quien casi todas nos enamoramos, no lo volvimos a ver nunca más.

Mi curso estaba integrado por seis mujeres y once varones.  Los varones vivían su propio mundo de empujones, zancadillas, canicas, básquetbol y apodos o sobrenombres.  Teníamos en el curso una gran fauna: un gato, por los ojos claros; un pato, que se llamaba Patricio; un chancho Pancho, porque rimaba; un conejo, no supe por qué; un toro, ese era su apellido y a Segovia a quien llamaban cebolla.  Ellos se reconocían y convivían con sus apodos sin problema, aunque de pronto se producía un cortocircuito, saltaba una chispa, se iban de manotazos y unas cuantas patadas.  Dicen que defendían el honor de la hermana o de la madre, o de ellos mismos, por algún empujón pasado de revoluciones.  Pero a los cinco minutos, todo estaba superado, no había rencor, y seguían tan amigos como antes.

Nosotras vivíamos en un universo diferente, de buenas maneras y buen trato.  Queríamos ser princesas y construir nuestro propio castillo.  Cuidábamos los modales.  Nada de empujones ni gritos, menos decir groserías; nos enroscábamos las pestañas con una cuchara y nos teñíamos los párpados de color verde o azul.  Todas éramos amigas, pero cuando se trataba de trabajos escolares, siempre nos juntábamos tres: Marta, Eugenia y yo.  

En aquel tiempo, el plan de estudio contemplaba las asignaturas del idioma inglés y francés.  El padre Bruno era nuestro profesor de inglés, y el padre Anastasio el de francés.  Las clases de francés se iniciaban rezando el Padre Nuestro en dicho idioma: “Notre Père, qui est aux cieux…” que aún recuerdo. 

El padre Anastasio era amable, divertido y teatral.  Llegaba haciendo gala de su buena voz, cantando canciones de Edith Piaf.  Siempre era una sorpresa su llegada a la sala.  Si no cantaba, escribía en la pizarra frases de poemas que debíamos repetir en coro.  No olvido: “L’ amour est assis sur le crâne de l`humanité”.  Una vez aprendida y pronunciada correctamente, nos daba el significado que muchas veces ya intuíamos. 

El padre Bruno era diferente.  Tenía poca paciencia, y se inclinaba por la traducción de textos al español para luego leerlos en clase, en inglés y en voz alta.  Era su método para afinar y corregir la pronunciación.  En las lecturas en voz alta, Eugenia era quien lo hacía mejor en el curso.  Leía con soltura y fluidez.  Tenía elegancia y una voz tan particular -como las actrices en las películas- que todo el curso quedaba maravillado escuchándola y más de alguno la envidiaba.  Era la única que no recibía correcciones con uno o más varillazos en la mesa, de parte del padre Bruno.  

La última vez que estuvimos juntas, en casa de Marta, fue para traducir al español el famoso discurso de Gettysburg que pronunció Abraham Lincoln y que contiene esa frase tan conocida: “and that govermment of the people, by the people, for the people…”  que cuando Eugenia lo leyó en clases, lo hizo perfecto.  Ningún error en la pronunciación y leído con todo el énfasis que requiere un discurso. El padre Bruno la felicitó una y otra vez, y de paso, nos regañó para que aprendiéramos a modular como ella.  No hay que martillar las palabras, nos dijo.  

Mientras hacíamos la traducción, Eugenia nos contó que viajaría a Santiago unos días antes de las vacaciones de invierno -que ya se acercaban- para una intervención quirúrgica, pero no recuerdo de qué se trataba.  En todo caso, no debía ser algo grave pues ella se encontraba bien.

Cada fecha del calendario guarda una historia personal, familiar o un gran hito de la humanidad.  La que contaré, ocurrió el lunes 17 de junio de ese año y dejó huellas en mi vida.  

Era una mañana helada, y como siempre, me dirigí al liceo caminando las diez cuadras que lo separaban de mi casa.  Los charcos de las calles tenían una gruesa capa de escarcha, que disfrutaba ir rompiendo en vez de esquivarlos.  Cuando llegué a la puerta de ingreso del liceo, no había nadie.  Los sacerdotes que nos recibían cada mañana no estaban, y tampoco se veían en el patio.  Alguien nos avisó que el acto de todos los lunes estaba suspendido.  Teníamos que pasar a las salas y esperar a nuestros profesores que se encontraban reunidos con el rector.  Nadie sabía lo que estaba ocurriendo, nunca había pasado algo así, pero en nuestro jolgorio de volver a encontrarnos, poco importaba.  Recuerdo que estuvimos solos por largo tiempo, hasta que llegó el padre Anastasio, con el rostro muy serio.  Nos informó que se suspenderían las clases de la tarde porque la congregación estaba viviendo un momento muy difícil y doloroso.

El día anterior, el avión que trasladaba al obispo, monseñor Cesar Gerardo Vielmo, junto a otros pasajeros, había sufrido un accidente.  Quedamos consternados ya que el obispo, más de una vez, nos había visitado.  Nos señaló que en circunstancias tan penosas, no se debía perder la esperanza y nos invitó a elevar una oración pidiendo que todos los pasajeros estuviesen bien y pronto fuesen rescatados sanos y salvos.  

El más afectado con la noticia fue Toro.  Después de unos minutos se dirigió al padre, con los ojos llorosos, y señaló que Eugenia también viajaba en ese avión.  Quedamos en shock.  Eugenia no estaba en la sala y no había llegado a clases.  El padre no sabía quiénes eran los otros pasajeros y le preguntó si estaba seguro.  Sin dejar de sollozar, contestó que sí.  Toro era vecino de Eugenia y dijo que el día anterior la había saludado y había alcanzado a despedirse cuando la fueron a buscar para tomar el avión. 

Nos desbordamos de angustia, llanto, zozobra y aflicción.  Una nube de tristeza entró a la sala y nos envolvió a todos.  El padre, atónito ante aquel desborde de emociones, llamó a la calma y nos habló con el corazón en la mano: que la esperanza no se pierda y que confiáramos en que pronto todos serían rescatados.  Nos informó la formación de varios equipos de rescate con sacerdotes, policías, militares y autoridades.  Dijo estar seguro que a Eugenia la tendríamos de vuelta en clases. 

No olvido la cara de Marta, y seguramente ella no olvida la mía.  Nos abrazamos y lloramos pidiendo a Dios que Eugenia tuviera la fuerza para resistir hasta el rescate.  Nos sentíamos desorientados y, como zombies, íbamos de un lugar a otro de la sala. Nos sentábamos, nos poníamos de pie, nos abrazábamos, e implorábamos a Dios que ella estuviese bien, con comida y abrigo.  Eugenia era nuestra compañera desde los cursos de primaria, en el colegio de las monjas. 

No recuerdo qué más pasó en el liceo, ni cómo llegué a casa.  Mi madre ya sabía del accidente, pero desconocía que Eugenia iba como pasajera.  

Esa noche me acosté muy temprano.  Era una noche demasiado helada, y de tanto llorar mi cuerpo había perdido energía.  

Estaba sentada en mi cama, con la lámpara del velador aún encendida, cuando sin causa aparente, ni fuerza o energía alguna que lo provocara, el crucifijo que tenía colgado en la pared de la cabecera de mi cama se movió de lado a lado, en movimiento pendular, por unos segundos. 

De inmediato supe que era Eugenia, y que había muerto.  No hubo otro pensamiento que aflorara en mi mente.  Me quedé quieta, esperando otra señal, pero nada más ocurrió.  Como si ella estuviese ahí, le expresé mi cariño y la conmoción del curso.

El crucifijo era un regalo que nos hizo el colegio cuando terminamos la enseñanza primaria.  Medía unos treinta centímetros, y después de inspeccionarlo una y otra vez, no pude descifrar el origen de su oscilación.  Tampoco he podido comprender que se haya metido en mi cabeza la idea de que el corazón de Eugenia había dejado de latir, y que su alma había abandonado su cuerpo en ese preciso momento.  Fue como una revelación que venía de lo más profundo de mi ser y de mi conciencia.

Pasaron varios minutos, me negaba a admitir que ya no estaría con nosotros y que pasara a ser un recuerdo.  Desconcertada aún por la extraña experiencia, me acomodé en la cama y recordé tantas jornadas de amistad, risas y complicidades.  Como una película, fluían sus imágenes: leyendo frente al curso con su innata elegancia y encantadora sonrisa; repartiendo las calugas que su madre le hacía; o cuando se sorprendió al encontrar en su pupitre un papel con un corazón dibujado que decía “te amo” sin descubrir al autor.  Así estuve por largo rato, hasta que me dormí.

Fue la primera y única experiencia misteriosa e inexplicable que he tenido en mi vida.  Conocer, a través de un hecho que no tiene explicación, una verdad aún no descubierta me dejó por mucho tiempo haciéndome mil preguntas sobre qué ocurre en ese tránsito entre vida y muerte, y qué pasa con el alma. 

Tiempo después -siendo adulta- me he encontrado con libros que buscan esa respuesta, pero ningún autor ha vivido la muerte.  Hasta ahora, las explicaciones se pueden encontrar en la fe religiosa.  Al fin y al cabo, la vida misma es una experiencia religiosa. 

En los días siguientes, la comunidad liceana siguió abrigando la esperanza de encontrarlos con vida, reuniéndose para celebrar misas y oraciones.  Como yo tenía la certeza absoluta que Eugenia ya no estaba en este mundo, me mantuve a cierta distancia.  

No recuerdo los días que pasaron hasta que los encontraron.  El avión se estrelló, para luego incendiarse, dentro de un sector de bosque espeso.  Aquellos que no murieron calcinados, cayeron lejos de la aeronave, y murieron heridos y congelados.  

Aunque oficialmente nunca se pudo determinar el día que fallecieron aquellos pasajeros que resultaron heridos, estoy convencida que Eugenia murió esa noche, cerca de las 21 horas, del 17 de junio de 1963.  

Ha pasado mucho tiempo.  Pero aquí estoy, sesenta años después, contando esta enigmática historia y recordando a Eugenia, porque los amigos nunca olvidamos.  Además, y después de todo, ha sido la única persona -en este largo camino de mi vida- que ha tenido la gentileza de pasar por mi casa para despedirse de ese modo, antes de ingresar al coro celestial de ángeles dónde seguramente habita en la eternidad.