Susana nació bajo el signo zodiacal de piscis cuando el matrimonio de sus progenitores se había quebrajado y el marido abandonó el hogar. Su único hermano, tenía entonces sólo un año y medio. La madre, al verse abandonada, no tuvo otra opción que volver a casa de sus padres y comenzar a trabajar en costuras, oficio que había aprendido a medias, en tiempos de soltería.
Susana creció hasta los cuatro años con su abuela materna quien le brindó cuidados y cariño. Con la partida de su abuela, Susana quedó emocionalmente a la deriva. Su madre, una mujer con fuerza y determinación, no tenía el tiempo o la vocación para sostenerla y acompañarla en su bienestar emocional y psicológico. Preocupada que nada material faltara a sus hijos, estaba lejos de ser una madre cariñosa de mimos y abrazos o de atender sus preocupaciones, aunque era evidente la preferencia que tenía por su hijo varón.
A medida que Susana crecía, se daba cuenta que no estaba en el radar del cariño materno y queriendo llamar la atención, se metía en mil problemas. Así lograba la atención que buscaba, aunque fuese por escasos minutos. Si la falta cometida era grande o pequeña, no tenía importancia. La respuesta dependía del estado de ánimo de su madre, quien podía entrar en cólera dándole latigazos con un cinturón de cuero, que dejaba marcas en las piernas, en el alma, y una confusa sensación de ser despreciada.
Susana era una niña bonita e ingeniosa. Cada castigo de su madre generaba en ella más rebeldía.
Cuando llegó a la enseñanza secundaria, lo único que quería era llamar la atención haciendo tonterías, que sus amigas celebraban, como colocar apodos ridículos a sus profesores y compañeros, fumar en el baño, contestar de mala manera y etc., etc. No tenía ningún interés por los estudios y repitió curso. Soñaba con ser independiente, vestir como en las revistas de moda, disponer de riqueza y lujos, y que nadie la cuestionara por su obstinación de fumar, ni por nada. Estaba convencida que merecía una vida distinta, no entendiendo el valor de la educación, el papel que jugaba en el mundo y con un vacío e inexactitud en su corazón que tampoco lograba comprender. Con una hoja de vida escolar llena de anotaciones negativas, una segunda suspensión de clases por agredir a una compañera y la probabilidad de volver a repetir curso, decidió no seguir estudiando, y su madre pensó que sería bueno tener ayuda en el hogar.
Dos eternos meses estuvo a regañadientes ayudando a su madre, pero la convivencia entre ellas, era más bien, una guerra. Susana amaba, odiaba y temía a su madre.
Faltaban dos meses para las fiestas de Navidad, cuando llegó a retirar costuras, la esposa del dueño de una tienda de la ciudad. Le comentó, que dada las fiestas navideñas, necesitarían personal adicional y que podría probar si ella era apta como vendedora. Lo dijo con poca convicción de que fuese una buena idea por el carácter hosco con que Susana la recibió. Pero ante aquella propuesta, el rostro de Susana se iluminó y suplicó por esa oportunidad. Así fue como desde la primera semana de Diciembre, tras un mostrador, Susana repartía sonrisas a los clientes y atendía con esmero y dedicación.
Muy cerca de Navidad, entró a la tienda un joven en busca de un regalo para su madre, sin tener claro qué podría ser. Susana lo atendió. Le mostró zapatillas de casa, algunas blusas y un chaleco blanco de hilo con punto calado, que aseguró era el regalo perfecto, muy útil y que combinaba con todo. El joven, algo cohibido ante aquella vendedora de voz cautivadora, con dicción de locutora radial, y encanto seductor, compró el chaleco.
Pasada la Navidad, el joven regresó a comprar un par de calcetines. Mientras Susana le mostraba algunas variedades, el joven juntó valor y le preguntó si la podía esperar al término de la jornada para invitarle un helado.
Susana se sorprendió. Se detuvo para mirarlo con cuidado y atención. Era bien parecido, de contextura corporal delgada pero macizo, nariz prominente, bigotes al estilo Errol Flynn, bonitos ojos color marrón enmarcados bajo tupidas y delineadas cejas, de cabello oscuro y llevaba un anillo de oro con una piedra negra en el dedo anular de la mano izquierda. Preocupada que el dueño de la tienda se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, muy de prisa respondió que sí, y obviamente no hubo venta porque el joven salió volando.
Ese día, antes de salir del trabajo, Susana se hizo algunos retoques. Volvió a escarmenar su cabello, se delineó los ojos, pintó sus labios color cereza y se roció colonia de rosas.
El joven la esperaba impaciente. Cuando la vio salir se acercó a ella. Entre risas nerviosas, se presentaron. Se llamaba Carlos.
Se sentaron a conversar en un banco de la plaza y luego fueron al café Victoria, ubicado en el hall del Teatro Osorno, donde había una máquina que al introducir una moneda reproducía música a gusto del cliente, llamada Wurlitzer y escucharon canciones de Nat King Cole.
Carlos era un joven de pocas palabras, muy observador, vivía en una población humilde donde la policía no entraba, trabajaba como obrero de una empresa láctea ubicada en el sector de Ovejería, tenía 21 años, era un entusiasta jugador de futbol amateur en el equipo de su barrio, se jactaba de ser amigo del famoso futbolista Rubén Marcos, organizaba apuestas en las peleas de boxeo de los barrios y tenía un talento especial en el juego de naipes.
Susana resultó ser tan buena vendedora, dejando todo ordenado y limpio después de cada jornada, que se quedó trabajando por más tiempo.
Como toda piscis con ascendencia de acuario, Susana había nacido para ser amada. Sentía que Carlos era sincero cuando le declaraba su amor y ella, que nunca había sido tratada con tanta delicadeza y atención, abrazada con genuina emoción y besada con tal pasión, se enamoró locamente.
Para el paseo anual de los trabajadores de la empresa, que se hacía con la participación de la familia, Carlos la invitó. El destino era Maicolpue, una playa a 60 kilómetros de Osorno, que ambos no conocían. Viajaron en dos camiones de la empresa, por un camino de ripio.
Las mujeres del grupo, todas en calidad de esposas, con niños grandes y pequeños, la acogieron muy bien. Los varones, no dejaban de molestar a Carlos. Le decían a Susana, en tono de broma y broma, que tuviese cuidado con él, que no era de los trigos limpios, que se relacionaba con maleantes y muchas otras tonterías de las cuales Susana se empezó a fastidiar. Era evidente que el contenido de las damajuanas empezaba a hacer efecto. Por eso, mientras los varones asaban los corderos y otros tocaban melodías con armónica y acordeón, Carlos y Susana se alejaron del grupo para recorrer la playa de arenas blancas. Caminaron descalzos y se encaminaron a un sector de roqueríos. Allí encontraron, oculto de las miradas, un pequeño trozo de playa entre dos grandes rocas. Ambos sabían que ya no cabía más espera para que el amor florezca.
Llevaban cinco meses de relación, cuando Susana advirtió que su ciclo menstrual se había suspendido. Constatar aquello le produjo pérdida del equilibrio, caminaba como si estuviese ebria y tenía la sensación de estar al borde de un precipicio. Cuando se lo comunicó a Carlos, éste quedó atónito y mudo. Después de un silencio que Susana consideró interminable, él le preguntó qué pensaba hacer. Aunque Susana parecía una mujer mayor por su cuerpo bien desarrollado y voluptuoso, todavía era una joven que no cumplía los 21 años, requisito para ser considerada mayor de edad. Estaba tan asustada e indefensa que no supo qué responderle y con el corazón encogido, guardó sepulcral silencio.
Sentados frente a frente, la imaginación de Carlos empezó a divagar. Desfilaban escenas con Susana bañada en sangre por un aborto que salió mal; la imaginó envejecida y encorvada como le ocurrió a su madre, que sobrevivió lavando ropa ajena para alimentar a sus dos hijos que no conocieron padre; y la más plácida escena, ambos entrando a la iglesia para jurarse amor eterno en la pobreza y la riqueza. Después de mil años de silencio, decidió que la última escena, debía ser la respuesta correcta. Tenían muchas cosas en común. Ambos soñaban en grande, con trepar alto, con un buen pasar económico y tenían la misma mirada injusta del mundo que les tocaba vivir. Carlos recordaba siempre la frase de su jefe: se suspira por los sueños pero se trabaja por las metas. Consideró que ella era una chica corajuda e inteligente que sabría acompañarlo y cuidarlo. Además, lo que sentía por ella era diferente a todas las relaciones anteriores y estaba cierto que era amor de verdad. Le tomó la mano y con una ternura que hasta entonces él mismo desconocía, le dijo: si te hace feliz, nos casamos cuando tú quieras y prometo que nada te faltará, sólo te pido que nunca rompas mi corazón.
El primer hijo fue un varón y catorce meses después, llegó una niña.
Atender a dos bebés, se ponía cuesta arriba y no tuvo otra opción que recurrir a su madre quien se hizo cargo de la crianza del primogénito.
En los primeros años de casados, Carlos no cambió su rutina de soltero. Salía de casa los fines de semana a jugar fútbol con sus amigos para después apagar la sed con corridas de cervezas.
Susana advertía cómo sus aspiraciones y fantasías de estilo de vida se desdibujaban frente a su nueva realidad, pero la conformaba tener su propio hogar, donde ella disponía del tiempo y que nada les faltara. Carlos la dejaba disponer de todo, era cariñoso con detalles de flores y obsequios cuando ganaba dinero extra por apuestas del boxeo o el juego de naipes.
No pasó mucho tiempo para que Carlos comenzara a ser conocido en las esferas del juego y las apuestas, y a ser desafiado por conocidos tahúres, algunos de la comunidad de origen árabe. Para estar lejos de los ojos de la ley, se establecieron en el reservado de un bar de calle Lynch, donde todos los viernes se juntaban a apostar dinero jugando al naipe.
Se vivía en aquel tiempo un periodo confuso y revuelto, con escasez de todo tipo de productos, pero amigos de Carlos que contrabandeaban cigarrillos, permitieron que a Susana nunca le faltara uno que encender. Ese era su placer culpable.
Cuando se produjo el golpe militar con las medidas de toque de queda, el grupo de jugadores debió suspender los encuentros por un tiempo, hasta que encontraron un nuevo espacio en el subterráneo del edificio donde vivía uno de los jugadores.
Allí estuvieron, de modo más esporádico, hasta que las medidas del gobierno militar se fueron relajando. A esa altura del tiempo, el grupo de jugadores se había afianzado y empezaban a participar juntos de algunos rentables negocios. Después de una jornada de apuestas y de tomar decisiones respecto a sus operaciones, el grupo acostumbraba visitar un burdel ubicado en el sector de Francke. Carlos, que no tenía secretos con su mujer, justificaba aquella visita argumentando que en el bar de dicho local, siempre concurrido, se conocían personas importantes e influyentes necesarias para el éxito de su trabajo. Años más tarde, cuando murió la regenta del burdel y aquello fue una noticia que ocupó la portada del diario local, Susana entendió el papel de dicho burdel en la sociedad y en los negocios de la ciudad.
Hacía tiempo que Carlos ya no trabajaba bajo dependencia y había instalado un bar-restaurant en el sector céntrico de la ciudad, donde se reunían los jugadores en una habitación del segundo piso.
Aquello fue un gran acierto, porque en muy poco tiempo, compraron una hermosa casa en un buen sector residencial. Carlos y sus amigos comenzaron a viajar al exterior y se desplazaban principalmente, entre Paraguay y Brasil.
Carlos cumplía el rol de marido proveedor de muy buena manera, pero en su rol de padre era un fracaso. No sabía ni en qué curso iban sus hijos y los cumpleaños se los debía recordar su mujer. Susana tampoco lo hacía mejor. Cuando sus hijos eran niños, jugaban hasta muy tarde en la calle, sin que nadie se preocupara de las tareas escolares, ni los reprendieran por sus malas actitudes. Y en la adolescencia, casi todos los fines de semana salían de fiesta.
Así como avanzaba la recuperación del país con la nueva política económica, y la publicidad en televisión aplicaba todo su ingenio con frases que hicieron historia como aquella de “cómprate un auto perico”, los negocios de Carlos y sus amigos también comenzaron a prosperar.
En Susana, también comenzó una transformación en su conducta. La vanidad y la soberbia se convirtieron en sus habituales compañeras. Se volvió adicta a las joyas y a la peluquería. Era clienta asidua de la boutique Sonia, calzados D’Angelo, y del salón de belleza Licha. Allí la peinaban, aclaraban su pelo, le hacían visos, masajes capilares y arreglaban y pintaban las uñas. Como entregaba generosas propinas, era recibida como siempre soñó ser tratada, como una gran estrella de cine. La peluquera le quitaba el abrigo, le ofrecían un café, ella abría su elegante cartera, sacaba una cigarrera dorada, una boquilla y comenzaba a echar humo con total desplante como toda una diva.
Se había alejado de las antiguas amistades y de los parientes poco refinados. Con sus nuevas amigas, competía por quien vestía más chic, llevaba más alhajas y dejaba a su paso la mejor fragancia, entre Chanel N°5 y L’Air du Temps de Nina Ricci. Le faltaban dedos en las manos para lucir costosos anillos y manos para que brillaran las pulseras.
Si en algún lugar no la atendían de inmediato y como ella esperaba, se frustraba, subía el tono y ofendía al empleado, menospreciando su labor. También los profesores conocieron de su insolencia cuando la citaban por problemas conductuales de sus hijos, y el director de un liceo recibió un sinnúmero de improperios cuando expulsaron a uno.
En cambio Carlos, seguía siendo el mismo hombre sencillo, prudente, reservado, de pocas palabras y sin hacer alarde de nada. Ayudaba a sus antiguos amigos de barrio, dándoles trabajos de jardinería, reparaciones y a veces, algunos comían gratis en el restaurante. Era amigo de dirigentes y futbolistas de barrio y del gran Martín Vargas a quien más de una vez, lo siguió en sus giras, apostando y ganando.
Un problema de salud llevó a Carlos a consultar un médico. Se rumoreaba que el facultativo había estado detenido por cuestiones políticas en los primeros días del régimen militar, y que tendría a la ciudad en calidad de destierro. Lo cierto es que ambos, fanáticos del futbol y colocolinos, congeniaron rápidamente. Carlos, que ya era conocido en calidad de comerciante, lo invitaba al bar, le presentaba dirigentes del futbol de barrios y pasaban largo rato conversando de deportes y del futuro político del país.
Para el plebiscito del 88’, el médico que se había convertido en dirigente deportivo y estaba apoyando la campaña de la alegría ya viene.
Cuando se conocieron los resultados y advirtieron la victoria, Carlos y su amigo no podían estar más contentos. Decidieron que aquello ameritaba celebrar con unas buenas parrilladas e invitar a los amigos que se la jugaron por el triunfo. La celebración se hizo en la casa de Carlos, con invitados del médico y tres amigos del dueño de casa. Llegaron más de veinte personas, todos varones, quienes más adelante ocuparon importantes jefaturas en cargos públicos.
Los negocios de Carlos seguían marchando muy bien. Al patrimonio se incorporaba un bonito departamento en un nuevo edificio y se negociaba un terreno con vista al mar que habían elegido.
En el primer gobierno democrático, su amigo médico fue designado en un importante cargo regional y retribuyó la amistad con un buen cargo administrativo al hijo de Carlos.
Cada vez que Susana se sentaba en su tocador frente al espejo para maquillarse, delinear sus ojos al estilo Cleopatra y engrosar sus pestañas con rímel, el espejo le devolvía un bonito rostro, de ojos expresivos y nariz respingada. No había ganado peso, se mantenía con un cuerpo armonioso y lo que más la alegraba, era no parecerse a su madre. Se decía a sí misma que era una mujer afortunada y que lo suyo era como un cuento de hadas. Atrás habían quedado los días de pobreza, de preocupaciones por falta de dinero y las humillaciones y desaires que tantas veces había recibido por su humilde condición. Estaba consciente de su nueva realidad. Sin embargo, algo que no conseguía descifrar, entorpecía su dicha plena. Era una desazón que se entrometía en su corazón y que se manifestaba con la sensación de que algo, siempre le faltaba. Cuando se compraba cosas nuevas y podía presumir de aquello, sentía un gran regocijo, pero duraba poco. La relación con sus hijos era distante y de poca comunicación. El hijo era todo un caso: un joven arrogante y engreído. Estuvo dos años en la capital, en una universidad privada, pero como no asistía a clases no aprobó ningún semestre. Susana le enviaba dinero más allá de lo razonable, mientras él se daba la vida de un playboy. Su hija, con quien no tenía ninguna afinidad, tampoco siguió estudios superiores.
Su único puntal y refugio eran los brazos de Carlos. Sólo él le daba seguridad. Ese aire de invulnerabilidad que desplegaba con altivez, era una armadura para ser respetada, porque sabía cuán insegura era.
El orgullo de Susana no era otro, que su nueva casa, las cosas que tenía y sus valiosas joyas. Era una casa amplia, sólida y con antejardín.
A Carlos y Susana que ya estaban con el nido vacío, les gustaba almorzar juntos y en casa. Después de almuerzo, él acostumbraba hacer siesta, ya que se quedaba de madrugada en el bar.
Susana era de rutinas. Se levantaba muy temprano, encendía un cigarrillo, se preparaba un café de grano en su cafetera italiana, y comenzaba a hacer las tareas del hogar. Después se duchaba, maquillaba, se vestía con estilo, y salía de compras. Casi siempre pasaba al bar para enterarse de boca del cajero, de lo que allí estaba ocurriendo.
Una mañana, cerca del medio día, mientras ella estaba en el salón de belleza y Carlos se encontraba en el café Central, compartiendo con amigos y la máxima autoridad de la ciudad, desconocidos ingresaron a su casa rompiendo la chapa de la puerta principal.
Cuando Susana llegó, la puerta estaba abierta, todo estaba revuelto en el living, en el comedor y hasta en la cocina. Rápidamente se dirigió al dormitorio para revisar el joyero de peltre que tenía sobre la cómoda. La cama estaba dada vuelta, los cajones del velador y de la cómoda en el piso, la ropa del closet tirada en el suelo, pero curiosamente, su hermoso joyero estaba allí, con todas las joyas que no estaba usando. También estaban los dos televisores, los artículos electrónicos y todo lo que representaba valor económico. Más tarde contaría que no sabía qué ocurrió, que no hubo robo y por consiguiente, Carlos tomó la decisión de no hacer la denuncia respectiva a la policía.
Carlos venía postergando la promesa de que uno de sus viajes lo haría con Susana, hasta que tomó la decisión de viajar juntos. Visitaron Río de Janeiro, Sao Pablo, las Cataratas de Iguazú, la triple frontera, ciudad del Este, la presa de Itaipu, entre otros lugares.
Susana no terminaba de invitar a sus amigas para mostrar las fotos de su viaje y entregarles los obsequios y souvenirs que les había comprado. Siempre las invitaba por separado.
Una tarde de intensa lluvia, mientras tomaba once con una de ellas, recibió una fatídica llamada. Una voz masculina le comunicaba que Carlos había sufrido un accidente de tránsito y estaba siendo trasladado al hospital. Para cuando ella llegó, Carlos había fallecido. Recordó el sueño que recientemente había tenido: una gran fiesta con Carlos riendo a carcajadas. Por su mente pasaron miles de pensamientos y tuvo la misma respuesta de pérdida del equilibrio de cuando se enteró de su primer embarazo, con la misma sensación de estar al borde de caer a un precipicio.
El accidente generó muchos rumores. Que iba a exceso de velocidad, con ingesta de alcohol y el más delicado, que en el vehículo se habrían encontrado paquetes de droga. Pero aquello nunca fue confirmado ni salió a la luz pública, aunque las malas lenguas murmuraban que fue acallado por órdenes superiores.
Sus funerales fueron muy concurridos. Tuvo lindas palabras de despedida. Todos reconocieron al hombre gentil, solidario, servicial, amigo de sus amigos. Los muchachos del club de su antiguo barrio, llegaron uniformados con sus camisetas deportivas a agradecer las ayudas recibidas para sostener el club.
Una muerte inesperada deja a los sobrevivientes sin preparación alguna para la pérdida, pero para Susana era un tema conversado con su marido muchas veces. Era algo que a Carlos le preocupaba, tanto así, que había tomado un seguro de vida el año anterior. Decidió que debía ser fuerte y valiente como él se lo había pedido y hacer lo conversado.
Después del funeral, Susana se encerró por tres días en su hogar, sin contestar teléfono ni querer ver a nadie para recibir condolencias, consumiendo sólo café y cigarrillos, llorando hasta agotar sus lágrimas por la partida de quién siempre confió en ella y la amó tal como era. Sabía que ya nada volvería a ser como antes y tuvo miedo. Estaba sola.
Anunció que vestiría de riguroso luto por todo un año y mandaría a construir un mausoleo; desocupó el closet de Carlos enviando la ropa al hogar de ancianos y quemó toda la documentación que consideró irrelevante. Sólo guardó el anillo de oro con piedra ónix, que siempre uso en su mano izquierda y que en el hospital le entregaron.
Llamó al contador del bar para cerciorarse de la situación económica en que se encontraba. Se arrepentía de haber mentido a Carlos diciendo que tenía una cuenta de ahorro en el Banco del Estado, cuando él la aconsejó que no gastara tanto en ropa y zapatos, que ahorrara o invirtiera en oro que no se devaluaba. Pero no tenía más que el depósito inicial para abrir la cuenta.
El contador, amigo de infancia de Carlos, le señaló que su marido nunca dejó de cotizar para la jubilación; que lo empezó a hacer desde muy joven en el antiguo Servicio de Seguro Social, aquel sistema de libreta con estampillas, y que después lo siguió haciendo en el nuevo sistema como independiente. Le aseguró que le correspondía pensión de sobrevivencia y que él se encargaría de las gestiones para obtenerla. Susana le comunicó que había decidido terminar con el negocio, finiquitar al personal, poner todo a la venta, el mobiliario, las mesas de pool y todo aquello que fuera enajenable.
También arrendaría la casa habitación para trasladarse a vivir en el nuevo departamento.
Con el transcurso del tiempo, el glamour que siempre fue el leitmotiv de Susana, comenzó a ser una pesadilla del pasado. Ni quería recordar aquel tiempo. Sentía vergüenza.
Le habían regalado el libro “Tus zonas erróneas” y aunque no acostumbraba leer libros, sólo la revista Caras, lo había leído en noches de invierno.
Aquella lectura, había sido el comienzo de un lento despertar, de comenzar a entender que siempre estuvo buscando ser valorada y aceptada por los demás, que quería ser alguien, y que no se había encontrado a sí misma. Que su difícil infancia con carencias materiales y afectivas, de castigos físicos, de la notoria preferencia de su madre por su hermano, del abandono de su progenitor, quien ni siquiera esperó conocerla, le habían pasado la cuenta. Había descubierto que todo aquello que la hizo llorar tantas veces, también fue la causa para que ella fuera insegura y creciera sin rumbo. Por fortuna, había conocido a Carlos, quien supo sostenerla emocionalmente. A menudo le declaraba lo valiosa que era, que no necesitaba maquillarse porque era más bonita al natural, ni adornarse tanto porque su alma brillaba más que el oro.
La invadía una enorme gratitud por la vida que él forjó para ella, por su amor, sus preocupaciones de una mejor vida, de acurrucarla y sostenerla y se propuso no despilfarrar ni un peso más.
Repartiría a sus hijos lo que legalmente les correspondía e invertiría su parte en instrumentos financieros.
Para la expiación de sus pecados de soberbia y otros, y compensar los daños que pudiesen haberse ocasionado en el fragor de los negocios, se dedicaría a realizar servicio voluntario en un grupo de damas de asistencia en el hospital. Abandonó el hábito de la peluquería y sólo la visitaba cuando era necesario.
Siguió comprando libros de autoayuda, sanando sus heridas y poco a poco comenzó a transitar a un estado de armonía con la vida.
Así pasaron los años, tranquila y serena, reconciliándose con su pasado, ayudando a los enfermos y a sus familias, viajando a veces, pero sin abandonar el café ni el cigarrillo. Cuando le cuestionaban que fumaba demasiado, contestaba que su médico le había dicho que tenía los pulmones más limpios de la ciudad y se jactaba de no saber lo que era un resfrío.
Cuando el mundo se enteró de la amenaza del covid-19 y el gobierno desplegó todos sus esfuerzos en conseguir la vacuna, Susana tenía dudas de aplicársela. Pensaba que si los virus del resfrío no la afectaban, éste tampoco lo haría.
El país estaba en medio de la campaña para aplicar la primera dosis a la población, cuando el virus llegó, agazapado, y se alojó en sus bronquios con efluvios de nicotina, y en menos de una semana de lucha, él ganó la partida.
Su final fue opaco y solitario. No podía ser de otra manera. La pandemia lo amenazaba todo. Sólo la despidieron sus hijos. El WhatsApp y las redes sociales sirvieron para enviar condolencias y sentidos mensajes. Todos quienes la conocieron desde joven, estuvieron de acuerdo que Susana tuvo la fortuna de vivir la vida que alguna vez soñó, y lo hizo, como dice la canción de Sinatra, a su manera: My way.