lunes, 18 de noviembre de 2019

Mi alumno Jorge

Corría el año 1973.  Eran tiempos de efervescencia política.  Había ganado  la presidencia del  país –años antes- un socialista, y por vía democrática.  Algo inédito e imperdonable para un mundo polarizado por la guerra fría.  Los chilenos estaban divididos entre upelientos (partidarios del gobierno de la Unidad Popular) y momios (los contrarios).  Los periódicos tomaban partido.  El Clarín sacaba portadas extravagantes.  El Mercurio miente, decía un cartel colgado en el frontis de la Universidad Católica.  En los liceos, los centros de alumnos se elegían por listas políticas. Todo un caos social, político y económico.

Yo tenía 25 años y trabajaba en un liceo técnico profesional que funcionaba en tres jornadas: mañana, tarde y vespertino.  La matrícula del liceo era alta, con más de mil alumnos, y la jornada vespertina tenía cada vez más demanda.  Si bien la sociedad estaba convulsionada  y la economía era un desastre, había un genuino despertar cultural que se manifestaba en el creciente interés de la población más postergada por la educación y la cultura en todas sus dimensiones.  Cuando el gobierno tomó la  determinación de poner el libro al alcance de todos, y creó la Editora Nacional Quimantú, los profesores -en general- valoramos esa política cultural.  Clásicos de la literatura universal llegaron a los kioscos de periódicos y revistas, a precios módicos. 

Mi jornada era parcial, sólo doce horas pedagógicas.  Atendía tres cursos de secundaria: dos en la mañana y uno en la jornada vespertina.  Mis alumnos de la jornada vespertina –mayoritariamente de sexo masculino- oscilaban entre los 20 y 50 años de edad.  En general, trabajadores dispuestos a terminar la enseñanza secundaria con un título técnico que les permitiera mejorar sus condiciones  laborales.  Eran choferes, artesanos, cantores populares, empleados del comercio, carpinteros, dueñas de casa, electricistas, obreros y dirigentes sindicales.  Mujeres y hombres  sacrificados, de trabajo duro, afirmando la esperanza de un mejor vivir y un país mejor.

Mi falta de experiencia con alumnos adultos desarrolló en mí tal inseguridad que me volví obsesiva-compulsiva en la preparación de mis clases.  Cuidaba cada detalle y cronometraba el tiempo.  No debían quedar tiempos muertos.  Deseaba entrar a la sala, hacer la síntesis de la clase anterior en diez minutos, desarrollar el contenido y las actividades programadas para esa instancia, que todos entendieran, no quedaran dudas y que la campana sonara justo en el minuto final.

Entre los alumnos de la jornada vespertina -del año escolar 1973- se encontraba Jorge.  Tenía algo así como treinta y dos años, muy buen físico, pelo oscuro, nariz aguileña, cejas gruesas y tupidas,  un bigote al estilo Chaplín y un deseo ferviente por ser mi amigo.

Cuando llegaba el recreo, Jorge me seguía al pabellón principal como si fuese mi escolta.  Allí funcionaba la inspectoría general, donde debía quedar el libro de clases, que ocuparía el siguiente profesor.  La distancia entre la sala de clases y el pabellón principal, eran alrededor de cien metros.  Recorría esa distancia con Jorge a mi lado, preguntando algo que no entendió, halagando mi clase, pero siempre hablando y hablando y yo, tratando de avanzar con mis tacos altos que me impedían acelerar el tranco en un piso de baldosas brillantes. 

Esa escena, con él a mi lado hablando, murmurando cerca de mi oído, ocurrió por largo tiempo.  Yo diría que desde que se incorporó al curso, que no fue en Marzo, como el común de los alumnos, sino a mediados de Mayo. 

Tan repetitiva y agobiante se volvió esa rutina, que un día decidí conocerlo y saber qué pasaba por su loca cabeza.  Para ello, me quedaba en la sala todo el recreo y enviaba el libro de clases con el inspector del pasillo.

Alrededor de la mesa del profesor, con Jorge, Eliana y otros alumnos que se acercaban nos quedábamos conversando los veinte minutos de recreo y a veces más tiempo, si el siguiente profesor no llegaba.  Pronto pasamos de hablar de los temas de la clase, a hablar de otros.  Compartíamos ideas, íntimas aspiraciones, y por supuesto, discusiones de la contingencia política sin que faltara el cigarrillo  conseguido en el mercado negro, por uno u otro varón del curso.

Descubrí que Jorge -hasta entonces mi odioso escolta-  tenía una simpatía arrebatadora, era carismático, divertido, contaba buenos chistes e increíbles historias.  Nos contó que era buzo de profesión, se había formado y vivía en Iquique, y ahora se desempeñaba como instructor en Bahía Mansa.  Por eso –me explicó- llegaba generalmente atrasado y se ausentaba con frecuencia.  Pero que no me preocupara, porque Eliana, su compañera de pupitre le prestaba los apuntes y se ponía al día.  Su esposa y dos hijas –cuyas fotos lo acompañaban en su billetera- seguían en el norte, donde pretendía retornar a fin de año. 

Nos describía las profundidades del mar con pasión y poesía.  Tenía un afán por conocer gente porque se sentía muy solo en este lugar del mundo.  Quería saber todo de sus compañeros de curso y de los otros cursos.  Le intrigaba el inspector de pasillo con su pelo largo colorín, figura de quijote, y su andar pausado y vigilante por las salas.  Me preguntó varias veces por  él, pero yo sólo sabía que en el día, era un estudiante de la sede de la Universidad de Chile. 

Tanta curiosidad tenía por todo, que al poco tiempo de conocernos ya sabía de mi, más de lo que yo conocía de él.  Sabía dónde vivía; quién era mi novio y dónde trabajaba; quiénes eran mis padres, y otras cosas similares con las que gustaba de sorprenderme.  Con la vanidad propia de mi juventud, llegué a pensar que estaba interesado en mí, y por eso se empeñaba en investigar mi vida.  Una idea que inflaba mi ego femenino y que disfrutaba secretamente. 

No recuerdo el día preciso que Jorge –muy serio- me pidió conversar en privado; y tenía que ser ese día.  Solo recuerdo que fue a fines de Agosto.  Hacía poco habíamos estado polemizando de la “funa” que le hicieron las mujeres del escalafón de oficiales al general Prats.  Como en todo el país, las opiniones a dos bandas: entre que eran viejas ociosas, momias y pitucas; y otros señalando que había sido una buena acción para que se ponga los pantalones.  Prats renunció días después y el presidente nombró al general Pinochet en su reemplazo.  Todo eso había ocurrido sólo días antes que Jorge me pidiera hablar en privado. 

Pedí al inspector del pasillo que me cediera su minúscula oficina para conversar con Jorge.  Estaba intrigada, asustada y curiosa por saber de qué se trataba.  Si me declaraba su amor, como creía que iba a suceder, no sabía cómo debía responder.  Jorge era encantador, pero no me gustaba.  Lo quería sólo como amigo.  Estaba segura de aquello.  Además, odiaba sus bigotes de cepillo dental.  Le tenía cariño y no quería herir sus sentimientos.  Mi cerebro funcionaba a mil y buscaba las palabras adecuadas como respuesta.  Entré a ese cuchitril, pensando y pensando cómo salir airosa sin que Jorge sufriera, que hasta llegué a sentir vértigo.

Era viernes. Nos sentamos frente a frente en una pequeña mesa con sillas escolares.  Él habló primero.  Me dijo que el domingo regresaba definitivamente a Iquique; que estaba contento de haberme conocido; que era muy buena profesora y que por todo eso, me quería hacer un regalo.  Me entregó una caja cuadrada envuelta en papel color rosa, que portaba en su bolso. 

Quedé aturdida.  Me había pasado una escena romántica increíble y allí estaba, sentada como una idiota sin saber qué decir.  Me miraba de modo extraño y por segundos sentí que estaba leyendo mis pensamientos con esa intensa mirada.  Rápidamente reaccioné y le pregunté por qué no esperar hasta el término del año escolar.

Siempre me llamaba con el nombre de profesora.  Pero esta vez, respondió llamándome por mi nombre y acercándose por sobre la mesa dijo: ya no cuidaré mi secreto.  Y, en voz baja pronunció: soy militar.

No entendí de inmediato.  Más bien dicho no entendí, hasta como diez años después.

Con cara de incredulidad y con una risita tonta –para liberar el peso de mi estupidez- le pregunté por qué me decía eso.  Se río.  Es que soy buzo, pero buzo táctico del ejército, sostuvo.  Pensé que me tomaba el pelo y le dije: los buzos son de la Armada, estás mintiendo.  Estás equivocada, el ejército también los tiene.  Soy buzo táctico del ejército y regreso a Iquique.

Convencida que sólo trataba de impresionarme con esa historia y para reponerme de tan gran chasco,   decidí abrir el regalo.  Era una estrella de mar disecada de cinco brazos,  textura granulada, y color naranja.  Nunca había tenido en mis manos algo así.  Me contó que no tenían sangre ni cerebro (yo tampoco, pensé) y que sus ojos eran una mancha roja ubicada al final de cada brazo.  Entre avergonzada y emocionada, por la noticia de su partida, agradecí el regalo.  Nos despedimos con un abrazo lleno de cariño.  Lo vi salir con paso firme por el largo pasillo y nunca más nos vimos.

No tuve tiempo de echarlo de menos.  El golpe militar se produjo días después y las clases estuvieron suspendidas por un breve tiempo.  Regresar a clases fue complicado.  Experimentaba una montaña rusa de sentimientos y emociones por el desenlace político  del país.  El pupitre de Jorge y Eliana estaba vacío, otros también.  La sala olía a desconfianza.  Yo estaba en funciones.  Otros fueron despedidos.  Del inspector colorín, nunca más supe.  Sólo quedó en su cuchitril un banderín de su equipo de futbol favorito colgado en la pared, que Jorge advirtió con entusiasmo el día que estuvimos allí. 

Años más tarde –como diez- cuando ya no existía la jornada vespertina y estaba sentada en el hall del liceo, vi pasar a  Eliana a la oficina del Director.  La esperé a la salida.  Después de saludarnos, pusimos al día nuestras vidas: no volvió a estudiar por razones personales; su hija menor era ahora mi alumna; y sí tenía noticias de Jorge. 

Jorge no volvió a  Iquique en la fecha que me dijo.  Efectivamente era militar.  Eliana lo vio patrullar su población después del golpe: conducía un vehículo con soldados armados.  Ella mantenía aún decepción y enojo, y también culpa.  Le había contado secretos que conocía de sus compañeros que –coincidencia o no- fueron detenidos.  Era un mentiroso, un espía infiltrado, me dijo.

Retrocedí en el tiempo.  Até cabos.  Era muy probable que hubiese sido un agente de inteligencia.  El ejército los tiene.  Aunque no puedo afirmarlo.  Lo que sí puedo afirmar, es que después del golpe militar y por algunas semanas, hubo personal del ejército infiltrado en algunas salas de clases de la jornada vespertina.  En mi clase, hubo un joven teniente. 

viernes, 1 de noviembre de 2019

Octubre

Octubre es un mes que me agrada.  En latín significa “ocho meses” pero es el décimo mes de nuestro actual calendario.  Me gusta Octubre porque, en este lugar del planeta, estamos iniciando la primavera y el intenso frío del invierno inicia lentamente su retirada.  Florece la camelia de mi jardín, los pensamientos, cardenales, azaleas, y las lilas de color blanco y lila.  La naturaleza comienza a expresar su generosa belleza bajo un sol tibio y prolongado.  Llegan a los mercados las frutillas, duraznos, espárragos,  papas nuevas y habas. 

Fue un día de Octubre el elegido para casarme.  Se celebra en este mes el día mundial de los animales; día del profesor en mi país; y tres de mis buenas amigas tienen cumpleaños en Octubre. Todas ellas del signo zodiacal Libra,  que aman el equilibrio y la belleza, igual que la Virgo que yo soy. 

En Octubre también ocurrieron hechos registrados en la historia universal: en Chile, con un lápiz y un papel derrotamos la dictadura de Pinochet; en Portugal derrocaron al rey y establecieron la República; en Paris, los ciudadanos marcharon hasta Versalles para protestar ante el rey por falta de alimentos; y en Rusia se produjo la revolución bolchevique, llamada Revolución de Octubre, por desabastecimiento de combustibles y alimentos.

Pareciera que algo tiene este mes asociado al deseo de justicia y libertad.  Porque ahora –el 17 de Octubre- mi país se remeció.  De tanto caminar con un saco a cuestas lleno de deudas, angustias, burlas, problemas y malos tratos, los ciudadanos se cansaron y dijeron ¡Basta!.  El alza de $30 en el Metro de Santiago produjo una rebelión, un estallido social nunca visto, que se ha extendido a todo el país con marchas multitudinarias pidiendo transformaciones al modelo político y económico.

El poder político quedó descolocado.  Como si nunca hubiesen conocido los estudios e informes que la academia venía publicando desde hace tiempo: hay problemas urgentes que solucionar porque se está incubando descontento social. 

También la televisión venía realizando programas de denuncia: de abusos, desfalcos, impunidad, colusión, fraudes y justicia desigual.

Sabíamos de las penas de cárcel para unos y clases de ética para otros.  Todas las instituciones desprestigiadas: iglesias, policía, fuerzas armadas, congreso, poder judicial, registro civil, sociedades de todo tipo para evadir impuestos, empresas coludidas, empresas privadas dueñas del agua, y suma y sigue…

El gobierno quedó aturdido; la clase política también; la primera dama pensó en una invasión alienígena; y no hubo   conducción por largas horas.  El presidente era fotografiado en una pizzería, mientras vándalos  destruían y quemaban estaciones del Metro de Santiago. 

Luego, reuniones urgentes en La Moneda.  La delincuencia se había desatado.  La televisión mostraba los saqueos a tiendas y comercio en general.  Los militares a la calle, y toque de queda para la población. 

Pero la ciudadanía siguió en las calles en marchas familiares y pacíficas pidiendo lo negado por tanto tiempo.  Un millón doscientas mil personas en la marcha más multitudinaria de la historia de Santiago.  ¡Impresionante! También impresionantes las manifestaciones en todas las regiones del país.

Después de un cambio de gabinete ministerial, la ciudadanía sigue aún en las calles pidiendo nueva Constitución, mejor salud, jubilaciones dignas, educación de calidad, recuperar el agua,  no más TAG, no más AFP, entre tanta demanda no atendida.

Se cancelaron dos cumbres internacionales agendadas en Santiago para estos días: APEC y COP25.

Nadie sabe qué pasará y cómo terminará esta protesta social. Las élites empresariales están preocupadas y asustadas. Prometen mejorar salarios y también se reúnen. Los políticos cambian el discurso. Ya han transcurrido quince días y la ciudadanía no cesa de manifestarse.

Yo –como todos los ciudadanos- quiero una pronta definición gubernamental para responder a las justas demandas.  Todos  entendemos que las soluciones no son inmediatas.  Pero queremos ver, sentir y apreciar verdadera voluntad de cambio, ese que  hasta ahora no se vislumbra con claridad. 

¿Quién diría que Octubre sería el mes de la rebelión incubada por tanto tiempo?

domingo, 6 de octubre de 2019

Frida

Hay historias difíciles de contar.  Esta es una, y la viví muy de cerca.  Mientras me detengo a pensar cómo iniciar este relato y cómo hilvanar la historia, miro hacia el jardín.  El dafne ha florecido.  Me sorprende cuánto ha crecido.  Hasta no hace mucho, era sólo una pequeña patilla que enterré en la mullida tierra y que cuidé con dedicación y esmero. ¡Cuánta fragancia despliega hoy! Segura estoy que ha superado en follaje, belleza y aroma a la planta matriz.  Debería pasar algo así con nuestros hijos.  Ellos son nuestra inmortalidad y como leí alguna vez “nosotros entregamos de mejor grado el emborronado manuscrito de nuestras vidas a las llamas, cuando vemos que el texto inmortal ha aumentado una mitad, en una copia más hermosa”.

No fue así para Frida con su hijo Joel.  Llevaba casada cuatro años y tenía una hija de tres, llamada Analía.  Como matrimonio habían decidido postergar la llegada de otros hijos, hasta terminar la construcción -a punta de esfuerzo y ahorro- de su primera casa.  Por eso, cuando Frida se percató del atraso menstrual de dos semanas, se asustó.  Recurrió a cuanta hierba con propiedades abortivas le sugirieron.  Las tomó por una semana –mañana, tarde y noche-  sin éxito, hasta que decidió suspenderlas y aceptar la voluntad de Dios, porque en ella también nacía el deseo de ser madre otra vez.  Cuando nació Joel, bello y sano con todas sus partes como correspondía, terminaron los miedos que acompañaron la gestación y dio gracias al Cielo.  Sin embargo, el primer llanto de Joel la descolocó y la remeció emocionalmente.  Fue tan potente y desgarrador que creyó era el reclamo por lo que pretendió hacer.  Desde ese momento, una culpa inmensa –de la que nunca se pudo liberar- se instaló como una espina en el inconsciente de Frida.  Joel  nunca más lloraría, allí estaría ella para mitigar cualquier sufrimiento, y jamás le daría un no por respuesta.

Conocí a Frida más que nadie.  Fui su mejor amiga y confidente.  Supe de sus secretos, anhelos, amores y dolores.  Era  encantadora, con un alto sentido del orden y la limpieza, y muy  preocupada por la educación de sus hijos.  Pero tenía un defecto que siempre me molestó.  Nunca iba de frente.  Si me quería decir algo medio complicado, lo ponía en boca de otro o daba mil vueltas.  Cualquier conflicto o discrepancia la amedrentaba, y la dejaba desvalida y temerosa.  No los sabía enfrentar.

Con todos sus exámenes médicos al día,  una molestia en el bajo vientre la llevó al médico una tarde de marzo.  Frida tenía un cáncer muy avanzado y no había nada más que hacer.  Cerró sus ojos una mañana de mayo del mismo año.  Todo fue vertiginoso.

Aunque Frida lucía bien físicamente, yo sabía que desde la muerte de su marido, su vida se había convertido en un caos.  Había cometido tantos errores y ya no tenía la fuerza ni el coraje de rectificar y detener lo que no supo parar a tiempo.  Me siento acorralada y sin salida, me dijo una vez.

Todo empezó con la adolescencia de Joel.  Un joven atractivo y con mucho potencial, que así de repente entró en rebeldía con todo.  Le ahogaban las normas,  no quería seguir estudiando.  Decidió abandonar su hogar para vivir de vagabundo, recorrer el país sin un centavo en los bolsillos, recurrir a la caridad de la gente y embriagar su conciencia con marihuana.  

Fue el primer gran golpe al corazón de Frida y la primera vez que la vi llorar por él, de tantas otras. Pasó noches desvelada pensando en las necesidades que podría estar pasando y los peligros que le acechaban.  Soñaba recurrentemente con él, pero   ningún contacto, ni carta, ni telegrama. ¿Qué hice mal? Se preguntaba.  Y ambos esposos se culpaban: que eres muy duro y lo criticas mucho; no, es que tú lo malcrías y mimas demasiado.  Y así era, ella le ocultaba a su marido todas las granujadas de Joel. 

Cuando Joel dio por terminada sus andanzas se presentó una mañana en casa de sus padres con doce kilos menos, el pelo sucio y enmarañado hasta más abajo de los hombros y una larga barba que lo hacía ver mayor, pidiendo que lo recibieran porque estaba muy arrepentido.  El corazón de Frida se descongeló y disparó mil melodías de amor en un abrazo eterno. Son errores de juventud le dijo a su marido.  Pero éste puso condiciones.  Lo recibía sólo si seguía  estudiando, y sin que Frida lo supiera, hizo gestiones para que ingresara al servicio militar, en el programa especial del ejército para estudiantes.

Terminado el servicio militar, Joel ingresó a la universidad a estudiar pedagogía.  Todo iba bien. Faltaba sólo un semestre para finalizar la carrera y Frida ya pensaba en la ceremonia de titulación –en qué le regalaría, cómo la celebraría y las fotos que quería tomar para el álbum familiar- cuando Joel dio un gran golpe: anunció que abandonaba sus estudios. Se lo dijo primero a ella.  Frida quedó desconcertada y le pidió los motivos.  Lo que dijo rayaba en la inmadurez e infantilismo.  Frida se preocupó entonces por la salud mental de su retoño, pero él se veía bien, saludable y contento.  Su marido no se sorprendió.  Hacía tiempo que observaba la inmadurez de su hijo y temía que fuera uno de esos hombres incapaz de gestionar su propia vida.  Tampoco le gustaban las reacciones iracundas frente a cualquier problema o dificultad, situación que él llamaba cobardía y su mujer sensibilidad.  Pero Frida lo convenció que había que apoyarlo.  Le ofrecieron costear un cambio de universidad, gestionar el ingreso a las fuerzas armadas, empezar otra carrera y hasta compraron un automóvil para que lo trabajara de taxi.  Nada.  Era como hablar con una piedra.  Su padre volvió a poner condiciones.  Tendría que trabajar.

Por sus conocimientos y pasión por la música -aunque sin saber tocar instrumento alguno- consiguió trabajo como programador musical en una incipiente radioemisora de música selecta.  Pasado un tiempo, le propuso matrimonio a su polola y ex compañera de carrera. 

Frida, se resignó.  Su amado hijo formaría su hogar y sus expectativas de verlo convertido en un importante catedrático, habían sido sólo una quimera. 

Los dolores del alma se apaciguaron con el tiempo y  la llegada de los nietos.  Primero un varón que le dio su hija, y luego la hermosa hija de Joel.  Fue un periodo muy feliz para Frida.  Casi todos los domingos y fiestas especiales, reunía a sus hijos con sus nietos en largos almuerzos con mate incluido.  Ella siempre contenta y dispuesta a disfrutar cada momento, de reír con el ingenio de sus nietos, y darles y recibir su cariño.

El trabajo tenía contento a Joel.  Había encontrado su vocación.  Programaba y escuchaba la mejor música, y además le pagaban.  A la empresa también le iba bien.  Más auspiciadores, más publicidad.  Todo sobre ruedas. ¿Qué más pedir? Pero transcurridos unos años, un nuevo directorio reestructuró la emisora.  Contrataron un nuevo programador y a Joel le asignaron otras funciones.  No aceptó y renunció.  Frida quedó helada con la noticia.  Se preguntaba qué pasaría.  Tenía una hija que educar y si bien su mujer trabajaba, el presupuesto familiar obviamente se iba a resentir.  No te preocupes, le dijo Joel.  Ya encontraré algo.

Pero su amado hijo, nunca más volvió a trabajar.  Cada vez que nos juntábamos, Frida no hacía otra cosa que quejarse de la flojera de Joel.  Pero yo sabía que eso era sólo un decir, porque le encantaba que Joel la visitara todas las tardes.  Disfrutaban las películas que ella arrendaba como si fuesen dos adolescentes.  Además, Joel era su chofer para ir de compras y salir a pasear.

Sin aportar al presupuesto familiar, la relación matrimonial de Joel empezó a naufragar.  No por las quejas de su esposa, sino por las de su hija que empezaba a transitar hacia la adolescencia, y se avergonzaba que su padre fuera un holgazán.  Ya no era grato llegar a casa.  Su hija no le hablaba y su mujer muy poco.   

Pero Joel tenía una carta bajo la manga.  Un nuevo amor llegaba a su vida.  Una antigua amiga lo  ilusionó con una vida llena de bienestar y comodidades como él soñaba, y sin pensarlo mucho  se fue a vivir con ella.  La nueva nuera le prometió a Frida hacer feliz a Joel, levantar su espíritu de superación ya que la infelicidad matrimonial  lo tenía deprimido, sin ilusión ni esperanza.  Ese fue su diagnóstico y Frida lo compartió.  Pero se equivocó.  Antes del año, su nueva nuera se presentó una tarde con dos maletas conteniendo las pertenencias de Joel y comunicó a Frida que no podía seguir viviendo con un hombre así.  La relación había terminado.  Joel volvía ahora a vivir en casa de sus padres.

Joel vestía siempre impecable y tenía buena estampa. Muy preocupado de proyectar una imagen de persona perfecta y admirable, exhibía una amabilidad y afectividad exagerada, pero carecía de todo compromiso.  Para mí, era sólo un monstruo de finos modales.  Pero la familia y los amigos no lo veían así, y hacían notar la diferencia entre sus hijos: Analía era demasiado seria, y por el contrario Joel era pura simpatía.  

De regreso en casa de sus padres -ahora mayores- Joel se mostró diferente.  Frida creyó que estaría avergonzado y abatido por el fracaso de su relación amorosa.  Después de dormir hasta pasado el medio día -por sus largas veladas televisivas hasta la madrugada- Joel solía invitar a caminar a su anciano padre.  Eran largas caminatas que tenían una doble intención.  La rutina se prolongó por tiempo, hasta que el marido de Frida se fastidió por las incesantes peticiones de Joel: quería le traspasara a su nombre, una propiedad habitacional.

Frida quedó desconcertada.  Su marido, aunque de avanzada edad, estaba lúcido.  Si se molestaba con las demandas de Joel, habría que poner atención.  Ya había notado el malhumor en Joel, pero lo atribuyó a su orgullo herido.  También había advertido que alguien hurgaba en sus cosas personales. La invadió la duda. No quería que Joel conociera de sus ahorros: la libreta bancaria la guardó en casa de su hija y devolvió la tarjeta de crédito que Analía tenía a su nombre, ya que Joel conocía su clave y ella no sabía cambiarla.

Con esa preocupación en mente, despertó de súbito en su cabeza una pregunta que anteriormente le habría hecho su nueva nuera, la cual no supo responder: ¿por qué Joel no soportaba al hijo de Analía? Su nieto era un joven estudioso, extrovertido y muy cariñoso con sus abuelos.  Recientemente había ingresado a la universidad a estudiar ingeniería.  Frida comenzó a observar,  recordar, y con dolor se percató que Joel estaba celoso de su sobrino.  Su marido y su nieto tenían una hermosa relación, con largas pláticas, y no exenta de complicidades.  Su marido veía con enorme satisfacción como su nieto se convertía en el hombre con los atributos que él soñó desde que lo vio nacer.  Con orgullo contaba los pequeños logros del joven a quien quisiera  escucharlo.  Eso indignaba a Joel.  Nunca había hablado así de él.  Ni con tanto entusiasmo o devoción.  Nunca escuchó que su padre se sintiera orgulloso de él.

Frida era once años menor que su marido, quien ya había cumplido los ochenta y dos.  Seguramente partiría antes que ella, y no estaba dispuesta a asumir la responsabilidad de administrar los bienes que habían adquirido.  Buscaba ser ecuánime.  Consideró conveniente repartir los bienes en vida, y así lo propuso a su marido.  Se haría bajo la modalidad de venta, de un modo justo y equitativo.  Se quedarían sólo con el inmueble que habitaban.  Su marido estuvo de acuerdo, y puso una condición.  Traspasaría directamente a su nieto su propiedad más querida: la que había heredado de sus padres.  No tiene sentido, dijo Frida.  Es hijo único e igual llegará a sus manos. El insistió: es mi regalo para el primer ingeniero de la familia.  Encargaron a Analía arreglar los trámites, pero Frida exigió que Joel no se enterara.  Si la repartición es justa y él va a recibir lo suyo, no tiene sentido que lo mío sea secreto, dijo Analía.  Frida respondió: cuando tu padre o yo no estemos en este mundo, ahí se enterará Joel.  No quiero que suceda antes.  Así, Joel creyó que sólo él recibió bajo esa figura legal dos inmuebles, y que los otros tres -incluida la casa de sus padres- formarían  parte  de los bienes de la sucesión.

Frida enviudó tres años más tarde.  Cuando Analía observó que Joel tenía proyectos para con los inmuebles que suponía como masa hereditaria, le recordó a Frida que debía sincerar la realidad.  Debes contarle la verdad o lo haré yo.  Frida entró en pánico y le pidió tiempo.  Si decía la verdad, Joel se disgustaría, y eso la afligía.  Si Joel  tenía proyectos con esas propiedades, igual lo iba a saber.  Estaba aterrada y angustiada.  No sabía cómo salir airosa, sin que Joel se enojara con ella.  En su desesperación encontró la peor salida: mentir.

Le dijo a Joel, que su hermana había llevado a su padre engañado a una Notaría para que le traspasara por venta ciertas propiedades, y que ella nunca estuvo de acuerdo.  Joel no pudo haber creído esa versión, porque en un matrimonio de sociedad conyugal la esposa debe dar su consentimiento y firmar.  Joel se enfadó, y mucho; y como hacía siempre, le dejó de hablar.  Aún en duelo, vulnerable y desesperada por la soledad, Frida resolvió entregar a Joel, bajo la figura de venta, sus derechos de cónyuge, de la propiedad que se habían reservado.  Pocos días después, Joel era dueño de esos derechos y Frida ya nada tenía. Nada. Porque Joel hizo inventario de los bienes muebles que también recibió por venta.

Frida omitió esta parte de la historia.  La supe tiempo después y por casualidad.  Iba a retirar unos exámenes médicos cuando me encontré con Analía, quien venía saliendo de una consulta médica.  No la veía desde el funeral de su madre.  La invité a tomar un café para conversar.  Me contó que estaba en terapia psicológica.  

Aunque Analía, siempre fue muy reservada, ese día estaba dispuesta a desahogarse conmigo.  Sabía de mi amistad con Frida  y que conocía la historia de Joel.  Así empezó el relato:

-Son tantas cosas incomprensibles que ocurrieron desde la muerte de mi padre, sostuvo.  Seguramente sabes que Joel me echó de la casa de mis padres.  Y lo hizo en una escena estudiada y premeditada delante de mi madre, quien no movió un músculo ni dijo palabra para detenerlo.  Fue terrible.  Al día siguiente y a escondidas de Joel, llegó mi  madre a mi casa llorando desconsolada, pidiéndome perdón, que Joel estaba loco.  Tuvimos una fuerte discusión.  Le advertí que mi hermano estaba tomándose atribuciones que no le correspondían y que lo echara, antes que sea demasiado tarde.  Joel la manipulaba emocionalmente y ella estaba consciente de aquello, pero no entiendo por qué lo permitía.  No me gustaba verla llorar y la perdoné.  Puesto que se me impedía llegar a su casa, ella me visitaba frecuentemente en mi trabajo.  Se quedaba largo rato conmigo, yo le mostraba en el computador las fotos y correos que mandaba mi hijo y conversábamos de todo un poco. Intentaba hacerla reír.  Pero era evidente su sufrimiento.  No sé cómo Joel no lo advertía.  Ninguna madre es feliz así.  Yo la veía a veces como un zombi.  Tenía miedo le fallara el corazón. Nunca pensé en un cáncer. 

Le expresé que Frida me había contado muy afectada que sus hijos se habían peleado, pero nada más.  Y que me llamó la atención, porque siempre me contaba todo con lujo de detalles.  Ella continuó:

-Los celos de Joel son enfermizos.  Pero no es conmigo, es con mi hijo.  Eso creo.  El psicólogo me ha dado algunas pistas y pienso que es así.  Cuando no hay realización personal, los celos y la envidia son frecuentes.  Me  duele mucho que a toda la familia y amigos les contara que yo había engañado a mi padre para quedarme con sus bienes.  A otros les dijo que  yo estaba loca y andaba hablando tonteras.  Y eso no se hace, me dijo. 

Yo la escuchaba estupefacta, sabía cuan flojo era Joel y cómo manipulaba a Frida, pero llegar tan lejos, me parecía increíble. Pero había más:

-¿Supiste que me quiso golpear? Afortunadamente estaba mi hijo en casa, quien lo empujó.  Perdió equilibrio, cayó al suelo y se esguinzó la muñeca. Puso una demanda contra él, y a todos les dijo que lo agredió.  Eso fue muy fuerte para mi madre.  La puso entre él y su nieto.  Pero lo peor, ocurrió cuando mi madre estaba hospitalizada.

En ese momento ambas estábamos emocionadas.  Sólo yo me había servido el café y Analía continuó: 

-Joel ha entrado en un estado tan carente de valores que cuando mi madre estaba hospitalizada, la utilizó para engañarme.  Ella me llamó desde el hospital, para pedirme una alta suma de dinero para un procedimiento hospitalario.  Según me dijo, el dinero debía depositarlo en la cuenta de Joel.  Como tuve dudas, me fui al hospital muy temprano a verificar si ese pago se debía hacer.  Era mentira.  Cuando iba saliendo de la oficina con los documentos solicitados en la mano, que acreditaban la farsa, Joel iba llegando al hospital y me vio.  Apuró el tranco y se fue a la sala hospitalaria donde estaba mi madre.  Cuando llegué, había una visita y Joel tenía el rostro desencajado. Sabía que mi madre se iba a enterar del engaño.  Rápidamente llamó a la enfermera.  Apenas alcancé a saludar a mi madre, cuando la enfermera ya estaba en la sala.  Con los ojos desorbitados se atrevió decir a la enfermera que mi madre no quería mi presencia, que era una extraña, que le hacía daño y que debía retirarme.  Yo quedé atónita.  No pude articular palabra.  Sentí que el corazón se me detuvo.  Que se vaya esa mujer, que se vaya, decía desenfrenado y en voz alta.    

Pero Frida ¿Qué hizo, qué dijo? Le pregunté.  Analia continuó:

-Sentada en la cama hospitalaria, miró a Joel.  Estaba blanca como un papel, la mandíbula le temblaba, los ojos vacíos sin expresión.  La enfermera le preguntó si eso quería.  Ella asintió con la cabeza y bajó la vista. Me quise morir.  Era mi madre.  Me estaba negando.  Otra vez me fallaba.  Estaba consciente y en sano juicio.  Le quedaba tan poca vida y se volvía cómplice de una acción tan miserable.  No podía entenderlo.  Me emocioné, di media vuelta y me retiré decidida a no volver a ver -a ninguno de los dos- nunca más en mi vida.

Tomé sus manos y guardamos un largo silencio.  Le conté que la última vez que fui a ver a su madre después que estuvo hospitalizada, Joel no se movió de la sala y no nos dejó a solas ni por un minuto.  Eso me llamó la atención.  Parecía que Joel hubiese tomado el control de la casa y de ella.  Fue todo muy raro.  Analia continuó:

-Tú sabes cómo mi madre amó y consintió a mi hermano.  Ella me quería, pero Joel eran sus ojos.  Era un amor a prueba de todo, pero no correspondido. No era recíproco.  Si la hubiese amado no le habría dado esa pena: tener a sus hijos enemistados.  En toda su vida, no le dio más que dolores de cabeza.  Por no ver sufrir a mi madre, intenté dialogar con mi hermano, pero se burlaba de mí.  Nunca supe y hasta hoy aún no sé, el por qué de su enojo.  Hasta pienso que los celos también son conmigo.  Una vez el psicólogo me dijo que la historia de la humanidad comienza cuando Caín mata a Abel por celos.  Pero ahora, con el intento de estafa ya no más.  Traspasó todos los límites.  Lamentablemente mi hermano es un sinvergüenza.  Si hasta tuvo la desfachatez de  acogerse a la ley de reparación económica para exonerados políticos de la dictadura.  Engañó nada menos que al fisco y consiguió ese beneficio.  Es una remuneración mensual de por vida.  Es de no creer.

Pero estuviste en el funeral, eso quiere decir que la perdonaste, le dije.  Cogió la taza de café, ya fría, y continuó:

-Cinco días antes de su muerte –y a escondidas de Joel- mi madre me mandó a buscar con su empleada.  Yo estaba decidida a no volver a verla.  Había empezado mi terapia y tenía claro que Joel era un perverso manipulador y ella su víctima.  Pero la empleada estaba decidida a no volver sola: ya no le queda mucho tiempo en este mundo y no deja de llorar, me dijo.  La fui a ver.  Estaba en cama.  Su rostro lucía demacrado.  Levantó sus brazos cuando me vio y empezó a llorar.  Me acerqué, la abracé y me acosté a su lado.  Perdóname hija, por favor, me repetía.  También lloré.  Lloré por mí, lloré por ella, lloré mucho.  No la recriminé por su actuar en el hospital.  Tampoco le dije del engaño de su hijo.  Se fue sin saberlo.  Nos despedimos.  Sin rencor, sin nada que reprochar.  En paz con lo vivido.  No la volví a ver con vida. 

Quedamos en silencio.  Analía terminó el café y  continuó:

-Muchos años atrás había comprado una sepultura familiar, pensando en mis padres.  Allí están los dos.  El día de su muerte, su empleada llamó a mi oficina para avisarme, mi hermano ni siquiera tuvo ese gesto.  Suspendí una reunión que tenía esa mañana y me fui al baño.  Allí me encerré.  No quería salir, no quería ver su cuerpo inerte y una fuerza extraña me detenía.  Me miré al espejo y no me vi llorando como estaba, sino que el rostro apacible de mi madre se deslizó fugazmente de derecha a izquierda por el ancho espejo.  Quedé esperando se repitiera, pero nada pasó.  Dejé de llorar, me lavé la cara y mojé mi pelo.  Entonces decidí ir a verla.  Me sentía conmovida pero muy confundida.  Joel estaba con ella y me preocupaba cómo iba a recibirme, ya me había intentado  agredir.  Me demoré en llegar.  La empleada abrió la puerta.  Pasé directo al dormitorio donde yacía su cuerpo.  Mi hermano estaba en la sala.  Después de unos minutos, llegó al dormitorio.  Pensé que me abrazaría, necesitaba ese abrazo.  No.  No hubo ni saludo.  Nada.  Indiferencia total con mi pesar. También era mi madre. Con arrogancia y por sobre su cuerpo muerto, Joel estiró el brazo derecho para entregarme el carné de identidad, para los trámites funerarios.  Quedé tiesa, petrificada.  Su mirada fría me provocó inquietud y quise arrancar a toda velocidad.  No quería estar allí.  Sólo quería desaparecer y no hacerme cargo de nada, dejarlo solo.  La sepultura es mía.  Sería mi venganza.  Es un ser despreciable; lo merecía.  Pero… allí estaba el cuerpo de mi madre y no lo hice.  Mientras yo escogía la urna y contrataba el servicio funerario, él estaba en un cajero automático sacando el dinero de mi madre y no para pagar el servicio funerario.  Eso también lo pagué.  Desde ese día nunca más hemos hablado.  Lo he visto en la calle pero no me da la cara.  La esposa de Joel llegó ese día a acompañarlo y nunca más se fue.  Se reconciliaron y ahora viven juntos.  Cuando los veo me pregunto si ella sabe realmente quién es su marido y  todo lo que hizo.

Empezaba a oscurecer.  Quise decirle que estaba segura que a su madre la traicionó un sentimiento de culpa respecto de Joel; que inconscientemente fue prisionera de esa emoción; que por eso lo sobreprotegió sin límites convirtiéndolo en un ser egocéntrico, tirano y despiadado. Pero no correspondía.  Analía estaba en terapia y debía recuperarse.  Era una buena mujer. 

Las culpas son sentimientos dolorosos, destructivos y muchas veces falsos e infundados.  Estoy segura que a Frida eso le ocurrió, y así se desató esta tragedia. 

sábado, 15 de junio de 2019

El colmillo amarillo

Hoy salí de casa temprano.  Me desocupé pasado el medio día y regresé en un taxi colectivo.  El asiento del copiloto estaba ocupado por lo que tomé el asiento trasero. Recorridas unas cuadras, el pasajero copiloto bajó y, en su lugar, subió una joven mujer, que le dijo al chofer:
-Oh… Regresaré a casa con Ud. ¡Qué coincidencia!  Con usted me vine esta mañana al trabajo.
El chofer, un hombre corpulento y canoso, giró su cabeza para mirarla y sonrió. Pude así ver su perfil, sus dientes amarillos y el colmillo derecho más largo de lo normal. Hizo un movimiento de acomodo de su cuerpo al volante, la volvió a mirar, e inclinándose hacia ella le respondió:
-Si se entera su esposo, voy a estar en problemas. 
-No estoy casada. Pero estuve a punto.  Nuestra relación terminó justamente por sus celos.  Era muy celoso.  Seguro que si estuviera a mi lado y se enterara de esta coincidencia, pensaría mal.
-¿Y no la sigue molestando?
-No. Se fue al norte a trabajar en la minería. Está muy bien y tiene nueva pareja.  Pobrecita, no sabe lo que le espera.

Llegué a destino y me bajé.  Pero quedé preocupada.  En ese corto recorrido se apoderó de mi una total desconfianza y suspicacia hacia el chofer.  En fracción de segundos tuve el impulso de bajarme y salvar a la copiloto.  ¿Qué me pasó?  ¿Un ataque de paranoia?  Raro.  Muy raro.

Debía buscar una explicación.  Barajé un sin número de hipótesis, hasta que llegué al origen.  Todo fue por sus dientes amarillos, y ese colmillo largo y torcido.

Yo tenía trece años y vivía muy al sur, en un pueblito perdido al fin del mundo.  Estudiaba en un colegio católico muy pequeño, que en total no superaba una matrícula de sesenta alumnos.  Este estaba administrado por una congregación italiana, que en el año 1940 llegó a la región en misión evangelizadora y educativa.

La iglesia estaba a tres cuadras de mi casa. La recuerdo de madera, de color amarillo pálido, y de arquitectura similar a las iglesias patrimoniales de la zona.  Allí se reunía la comunidad para la misa del domingo, bautizos, primeras comuniones, funerales y bodas.  Las bodas eran todo un acontecimiento, pues participaban todos los vecinos, estuvieran o no invitados.

No recuerdo bien si en el colegio o en la iglesia se formó un grupo de niños y niñas católicos de entre ocho y quince años, que funcionaría bajo la dirección del padre Pablo: un cura napolitano, alto, grueso, bonachón, panzón, de dientes amarillos, de manos grandes que majaban los dedos en el saludo, con sotana, abrigo y sombrero negro, con un cigarro en la boca, y a quien asociaba con un gigante de otras tierras.  Le tenía recelo porque le había escuchado contar que cuando era niño salía con sus hermanos a cazar perros y gatos para comérselos.  En la iglesia había un gato. Yo tenía otro, y temía que en cualquier momento ambos pudiesen terminar en su enorme panza.  Por eso, cada vez que iba a la iglesia me preocupaba de ver si el gato seguía vivo y al mío lo encerraba en mi pieza si él llegaba a la casa.

Lo primero que hizo fue organizar una directiva, determinando las tareas a cumplir y el día de reunión.  Mi amiga Marta quedó de presidenta y yo de tesorera.  Nunca hasta entonces había tenido un cargo tan relevante como el cura me dijo que lo era, por lo que me sentí importante.  Cuando lo conté en casa,  mis padres me felicitaron, y después de advertirme que las platas ajenas se cuidan con más cautela que las propias, mi madre me regaló su tesoro, herencia de su abuela: un estuche de terciopelo verde oscuro con un sol bordado en hilo de oro, para guardar las monedas; y mi padre: un cuaderno para registrar los pagos.

El mismo día que nos constituimos, el padre Pablo dejó muy claro nuestra responsabilidad para con el grupo, así como el cumplimiento en el pago de las cuotas que habíamos acordado.  Era una cuota simbólica, muy baja, que debíamos pagar todos quienes recibíamos mesada.  Nos explicó que, peso a peso, se formaban las fortunas y que la nuestra sería para un lindo paseo de fin de año.  Si el dinero no alcanzaba para este fin, seguro  Dios nos lo haría llegar de alguna manera, pues él siempre premia a los que ahorran con responsabilidad y no gastan todo lo que ganan.

Empezamos a reunirnos los días sábado después del medio día.  Iniciábamos el encuentro con oraciones dirigidas por el sacerdote, luego venían las preguntas sobre nuestro comportamiento durante la semana, sus sanos consejos sobre la importancia de ser buenos hijos y alumnos, y se nombraba a los acólitos para el día siguiente.  Los diez mandamientos aprendidos y no olvidar que Dios todo lo ve.  Terminada la reunión a las niñas nos correspondía cambiar las flores y colocar paños limpios en el altar, verificar que estuvieran el vino y las hostias en su lugar, para luego irnos todos a jugar en un extenso patio con dos columpios.

El padre Pablo era amigo de mis padres y llegaba a mi casa como si fuese la suya.  Se dejaba caer generalmente al almuerzo.  Cuando eso ocurría en día de semana mi madre sufría porque se perdía el capítulo de Yuyo Salvaje, el radio teatro de una emisora argentina que escuchaba puntualmente a las 14,00 hrs.  Pero  a mi padre le agradaba que viniera, porque se entretenía con las  historias de  vida en Italia, lo que contaba  sobre la guerra y mapa en mano, ubicaban lugares y pueblos.  Así conoció mi padre Italia y Suiza al dedillo.  Suiza, porque allí trabajaba, en la fábrica de relojes Invicta, su hermana menor.  También les prestaba sus novelas favoritas, para luego comentarlas.  Así llegó a mi casa La Piel, una novela de Curzio Malaparte, que  contaba la llegada de los ejércitos aliados a Nápoles, y la degradación del ser humano frente al hambre y la guerra.  Me advirtieron que no era apropiada para mi edad, pero igual y a escondidas la leí.  Tanto me perturbó, que las pesadillas que tuve en ese periodo mantuvo a todos preocupados.  Me curé con una taza de manzanilla con miel antes de ir a dormir y con la luz del velador encendida.  Mi padre también aprendió palabras, frases y garabatos en italiano.  Dejé de ser su hija para ser su “bambina” y cuando algo no le gustaba “porca troia” retumbaba por toda la casa.

El padre Pablo nos contó que se hizo sacerdote por la hambruna que desató la guerra, y se notaba que así fue.  ¡Cómo le gustaba comer!  Todos los platos los devoraba con entusiasmo.  Muchas veces escuché a mi madre quejarse que debía volver a hacer pan, porque el pan recién horneado era su debilidad.  Pero, nada comparado con el cordero asado al palo que habitualmente se hacía los fines de semana.  Sentados a la orilla de la fogata con el cordero ensartado por la mitad, mi padre, él y algún invitado  observaban la lenta cocción mientras se pasaban de mano en mano la bota de vino bebiendo sin derramar una gota.  Toda una proeza que también aprendí.  El cordero asado y trozado duraba muy poco.  Si mi madre no separaba en una fuente algunos pedazos, me quedaba sin probarlo.  El padre Pablo era siempre el de apetito más voraz y había aprendido a elegir las costillas que mordía y saboreaba con el deleite de un niño.  Mi madre que ya conocía su maña, también las buscaba para ponerlas en la fuente que luego guardaba.

Sabíamos por sus relatos, que sus padres y toda la familia habían sufrido mucho por los estragos de la guerra.  Con cinco hijos que alimentar, estuvieron tan desesperados que cierto día decidieron entregar a sus dos hijos varones al seminario de la localidad.  Así fue como llegó al sacerdocio.

Los juegos en la iglesia eran variados: al luche, a la tiña, a los bandidos y en los columpios.  Pero cuando el cura se incorporaba, le gustaba jugar a la escondida.  Consistía en que mientras él contaba hasta veinte nosotros nos escondíamos, y luego él salía a buscarnos.

Un cierto sábado que nos salió a buscar,  encontró a Nena: una niña de nueve años.  La tomó en brazos y la llevó a una pieza para colocarla sobre un mesón.  Te pillé, te pillé le decía, mientras Nena reía y gritaba. Se suponía que todos arrancaban, pero yo estaba escondida justo en esa pieza, detrás de un mueble.  Me quedé en silencio y vi a Nena tendida de espalda con el vestido levantado, calzones corridos, pataleando de risa por las cosquillas que él le hacía.  A él no lo veía de frente sino de perfil.  Cuando fijé mi vista en su rostro, sonreía y se quejaba.  Vi sus dientes más amarillos que nunca y el colmillo largo y torcido dispuesto a atacar, como lo había visto hacer con las costillas de cordero. Algo muy  extraño me pasó.  Quise gritar para que Nena arranque, pero no pude. Estaba paralizada.  Sentí tanto miedo que busqué con la mirada la puerta de salida y corrí a toda velocidad.  Por mucho tiempo creí que lo que vi en esa pieza, fue el rostro mismo del demonio.  No volví a la iglesia y no se lo conté a nadie, nunca.

Pasaron como tres sábados cuando por orden el cura, llegó Marta a mi casa a pedirme el dinero recaudado.  No quise entregarlo y la convencí que lo gastáramos en golosinas.  Nos alcanzó para una caja de bombones que nos comimos una tarde jugando a las visitas con mis tacitas rosadas de baquelita.  Sin dinero que devolver y sintiéndose cómplice, Marta se asustó y tampoco volvió al grupo.  Pero teníamos que ponernos de acuerdo para justificar nuestra salida.  Barajamos varias mentiras y terminamos diciendo que nos aburríamos mucho y que era mejor salir a andar en bicicleta.  Todo bien.  El cura tampoco nos acusó.

El padre Pablo siguió yendo a mi casa.  Lo único que cambió fue que no le hablé más, no me gustaba mirarlo y sólo lo saludaba, pero no sabía bien por qué me molestaba su presencia.  Cuando mis padres reprocharon mi comportamiento ya tenía preparada la respuesta.  Les dije que me apestaba su hediondez a cigarro.  Sabía que mi madre ya lo había reclamado.

- ¿Qué te dije?  Dijo ella a mi padre.  ¡Huele mal, cómo no lo sientes!  Si cuando fuma deja la ropa que cuelgo para secar en la estufa, pasada a cigarrillo.  Tienes que decirle que no fume, que ventile su sotana, y bla, bla, bla… 

Yo me fui a jugar.  Ellos quedaron discutiendo.

sábado, 11 de mayo de 2019

El Liceo de Patricia

El día 11 de Septiembre de 1973, fecha del golpe militar que cambió la historia del país, la profesora Patricia Inés se encontraba en casa con reposo médico desde el mes anterior, por una fractura del tobillo derecho.  Sucedió que al ingresar de prisa a su jornada laboral, perdió equilibrio al subir la escalera de ingreso, cayendo al piso con todo el peso de su cuerpo.  Calzaba sus zapatos negros preferidos con adornos de charol  y taco alto, que después descubriría tenían las tapillas gastadas.  Ese día todo empezó mal.  Más temprano, derramó sobre su blusa el habitual café con leche, que acompañado de tostadas con mantequilla y mermelada, acostumbraba desayunar.  Debió entonces cambiar la blusa, y cuando estaba lista para salir se percató que también tenía manchada la falda.  Todos esos cambios de ropa la atrasaron. 

La caída fue brutal.  Un par de alumnos la ayudó a levantarse.  Las medias se rompieron, el pañuelo de seda que llevaba al cuello quedó debajo de su cuerpo, la mano derecha rasmillada, y el bolso con documentos y libros se abrió quedando desparramado en el suelo.  Rápidamente llegó el director del liceo, quien la trasladó al hospital en su automóvil.  Horas después regresaba a casa con una bota de yeso, con el pie en 90°.  Tenía sólo 25 años, y era su primer trabajo en el Liceo Emiliano Figueroa de la ciudad.  

La noticia del golpe militar la conoció recién cerca del medio día cuando su padre, suboficial en retiro de la policía, llegaba desde el litoral dónde construía una casa de veraneo.  Esa mañana, ella y su madre prepararon el almuerzo, y en su entretenida conversación olvidaron encender la radio.  La noticia la dejó perpleja.  Lo que podría estar ocurriendo en el liceo, la empezaba a atormentar.  Su padre la calmó diciendo que sería algo pasajero, que no había por qué preocuparse, y que una vez restablecido el orden todo volvería a su cauce normal.

Pero los comunicados militares, transmitidos por las emisoras locales, que restringían libertades y solicitaban la presentación de ciudadanos al cuartel militar no la tenían tranquila.  El barrio estaba en orden.  Todo parecía normal, sólo que  algunos vecinos comenzaron a izar banderas chilenas.  Su madre propuso hacer lo mismo, pero su padre ignoró la sugerencia y preguntó si estaba listo el almuerzo.  Arreglaron la mesa y se sentaron a comer sopa de verduras, pastel de papas y manzanas asadas.  Recuerda que lo único que se habló fue si quedaban papas, harina y otros abarrotes, porque a su padre le preocupaba que el desabastecimiento existente pudiera  profundizarse.  No fue así.  Como por arte de magia los productos llegaron al comercio el día siguiente.

Con el paso de las horas, los rumores de detenciones ciudadanas empezaron a circular entre los vecinos y una ola de temor, por sus colegas revolucionarios con compromiso político, la invadió.  No podía salir con esa bota tan incómoda, no había teléfono en casa y si hubiese podido salir: ¿dónde ir?  Las horas y días siguientes estuvo pegada a la radio escuchando los nombres de quienes debían presentarse al destacamento militar.  Nadie conocido. 

A la semana siguiente llegaron visitas. Una para ella, y otra para su padre. La visitó Esteban, un alumno de su clase.  Tenía aproximadamente 17 años y por iniciativa propia era el encargado de conseguir cigarrillos a sus profesores en el mercado negro, cuando estos desaparecieron del comercio establecido.  Pero él nada sabía del liceo pues ya no asistía a clases.  Venía a despedirse.  Sus padres habían partido a Argentina horas después del golpe y él, con sus hermanos menores y abuela, viajarían a reunirse con ellos en Neuquén donde tenían familiares.  La escena aún la recuerda.  Esteban consideró que la despedida ameritaba confesar su secreto: estaba enamorado de ella, de su voz y su sonrisa.  Dijo que nunca la olvidaría e insistió en regalarle una pulsera que su madre dejó olvidada en el apuro por salir del país.  Patricia se emocionó hasta las lágrimas.  Él le puso la pulsera en la muñeca izquierda.  Se abrazaron por largo rato y se despidieron con un apretado beso.  Veinte años después se reencontrarían, pero esa es otra historia.

La visita de su padre tenía otro carácter.  Era un ex compañero de armas que venía a informarle que estaban reclutando personal en retiro y que, si le interesaba, tenía que presentarse en el cuartel policial.  No se interesó.  Estaba entusiasmado en terminar la casa de la playa.  Toda la obra de carpintería la hacía con sus propias manos. 

Cuando le sacaron el yeso y regresó a sus clases, nada era igual.  El director que la  trasladó al hospital ya no estaba.  Esa función la desempeñaba ahora un antiguo profesor, que años antes le había hecho clases en otro establecimiento educacional.  Tampoco estaban el inspector general, el alegre profesor de música, la extravagante profesora de historia, el misterioso profesor de matemática y otros docentes que poco   conocía.  Lo mismo pasó con alumnos que nunca más volvieron. 

Después de saludar a todos y contenta por volver a trabajar, ingresó a la sala N° 6 dónde la esperaban sus alumnos con asistencia completa. Hizo su clase con mucho entusiasmo, pero ansiosa de que sonara la campana que anunciaba el primer recreo.  Era el recreo más largo de la jornada y los docentes acostumbraban reunirse en la sala de profesores a tomar un café, fumar un cigarrillo, compartir experiencias y analizar la actualidad que -hasta cuando ella se accidentó- era sobre la situación económica y política, y la incertidumbre que amenazaba la convivencia nacional y el desarrollo del país.  A pesar de coexistir diferentes y antagónicos puntos de vista, las discusiones –aunque agudas- siempre se enmarcaban en el respeto, y terminaban con el toque de campana y con la frase: “pase lo que pase, tenemos que seguir trabajando”. 

Grande fue su sorpresa cuando a la sala de profesores no llegaron todos. Sólo cinco profesoras iniciaron el rito del café.  Ella quería saber el destino del director y de los otros ausentes, pero aparte de enterarse que los habían cesado en sus funciones por un decreto ministerial o algo parecido, nadie sabía más y tampoco querían inmiscuirse.  Patricia lo entendió y no volvió a preguntar.

El nuevo director la conocía muy bien. Había sido profesor jefe de sus dos últimos años. También conocía a su madre que había ocupado un cargo en la directiva del Centro de Padres.  En el último año, la había suspendido por hacer la cimarra con  una compañera.  Debían volver con apoderado, y por más que le rogaron y suplicaron volver a clases, no lograron convencerlo.  Su madre no quiso ir a pasar esa vergüenza y, como los días pasaban,  su padre fue a dar la cara. 

Cuando Patricia entró a la oficina del nuevo director para presentarse e informar que se reintegraba a clases por término de la licencia médica, él la recibió muy bien.  Conversaron de todo un poco, le contó con lujo de detalles el porrazo en la puerta del liceo, de como quedó su ropa y lo contenta que estaba  de retomar sus clases; incluso se atrevió a decirle en tono de broma que esperaba no la vuelva a suspender.  El la miró fijamente a través de sus redondos lentes y en tono muy serio, respondió: si es tan disciplinada como su papá, no tendrá problemas.

Patricia le tenía afecto y respeto porque había sido un buen profesor, y sentía que había reciprocidad.  Por eso, no le sorprendió que días después la invitara a una reunión que le dijo era secreta, y a la que asistirían sólo docentes de su entera confianza.

La reunión se realizó un viernes por la tarde en la oficina de un destacado dirigente gremial del agro, y tuvo por motivo organizar el nuevo cuerpo directivo del establecimiento, así como sondear si quedaban aún otros docentes con ideologías de izquierda.

Para ocupar los cargos, el director propuso a dos profesoras, pero sin hacer mención de sus antecedentes profesionales.  Patricia se sentía como pollo en corral ajeno.  Tampoco entendía por qué la involucraba en una decisión que pudiera haber realizado en forma personal.  Pero todo estaba ya arreglado.  Si bien las ubicaba, no las conocía del todo; una era presumida y chillona, mientras que la otra era una arribista melosa.  Cuando le pidieron su opinión sólo dijo que le parecía positivo que fueran mujeres.  

El cargo de Inspectora General y Jefe Técnico quedó resuelto en esa reunión de ocho participantes.  Definido el equipo, el director pidió colaboración para con ellas, que asumían una nueva función sin experiencia.  Por lo tanto, solicitó al grupo darles todo el apoyo requerido, así como lo harían él y las nuevas autoridades educacionales. 

El lunes siguiente el director llamó a reunión y anunció las nuevas designaciones y las funciones que asumirían. 

Lo que Patricia nunca supo es que en esa reunión se estaban eligiendo cargos directivos que serían inamovibles aún después de terminada la dictadura, y que tuvieron además otro privilegio: un retiro pactado en condiciones especiales de indemnización, puesto que cumplida la edad de retiro no se les podía desvincular.

Se iniciaba así una nueva etapa en el liceo, que tuvo de dulce y mucho de agraz.  Si hubiese habido un instrumento para medir el  temor  del personal, habría marcado una alta intensidad en los siete siguientes años. La convivencia alegre y  espontánea, y la libre expresión se apagaron tristemente. 

sábado, 30 de marzo de 2019

Ojalá...

Una semana antes del plebiscito de Octubre de 1988, Matilde inauguró la ampliación y remodelación de su casa.  Preparó un rico almuerzo e invitó a dos amigas  que no veía desde el año anterior, y a Isabel su amiga de infancia.  La casa, de sesenta metros cuadrados, la había adquirido en muy malas condiciones pero a un precio muy conveniente.  Ahora, la  inauguraba con ciento veinte metros cuadrados, re-construida  con  materiales más modernos, y mucho más iluminada. 

Mientras recibía los elogios por su buen gusto -la aplicación de los principios del Feng Shui en la decoración, la moderna grifería de los baños, la bonita cocina tipo americana y el enorme ventanal de madera de alerce en la sala de estar-, Isabel hizo un comentario entre dientes que Matilde decidió ignorar.  Se había atrevido a insinuar, en su propia casa, que su esposo Hans estaba realizando actividades ilícitas.  En ese momento pensó que debía ser otra de las locuras que hacía para llamar la atención o había aflorado esa envidia siempre latente, que Matilde había aprendido a soslayar con serenidad, paciencia y mucho afecto.

Cuando todo terminó y sus invitadas se retiraron, se desplomó en la silla de su elegante mesa redonda y empezó a tratar de dilucidar qué quiso decirle realmente.  Pensó que seguramente estaría atenta al teléfono esperando por su llamada para pedirle una explicación.  Pero no.  Esperaría que su marido regrese y lo conversaría con él.

Con Isabel fueron compañeras en el colegio y se encontraron varios años después en  actividades de voluntariado en el hospital principal. Le costó reconocerla.  Esa chica flaca que lideró la primera y única pandilla que hubo en la historia del colegio, era ahora una mujer gruesa, de pelo rubio, muy histriónica y de modales algo toscos.  El encuentro fue cordial, jocoso y lleno de recuerdos.  Al verla reír y gesticular, Matilde recordó cuando fue interceptada en la calle por su pandilla, de cómo le tiraron el pelo y arrojaron al suelo sus útiles escolares, toda una humillación por el capricho de un joven de un curso superior.  Isabel quedó sorprendida y dijo no recordar ese episodio tan lejano y rápidamente cambió de tema, lo que gatilló en Matilde el deseo de no volver a verla.  Sin embargo Isabel, a quien no le duraban las amigas, estaba dispuesta a todo lo contrario.  La invitó a su casa, le presentó su familia, le contó su vida, la pasaba a buscar en su automóvil los días de lluvia y poco a poco se fueron conociendo mejor, hasta llegar a considerarse amigas de infancia.

A Matilde le gustaba vestir bien y a la moda, salir de casa siempre maquillada, visitar la peluquería todas las semanas, y sabía que eso molestaba a algunas incluyendo a Isabel. Sabía también que era difícil de entender que ella creció entre telas y moda. De niña descifraba los moldes de la revista Burda para confeccionar vestidos a sus muñecas con los retazos de organdí, terciopelo, tul y tafetán que desechaba su madre modista.  Se pasaba horas leyendo los consejos de belleza de la revista Rosita, y sabía perfectamente cómo sacarse partido.  Confeccionaba con muy buen gusto sus faldas, blusas y vestidos, y sólo una vez, por tanto insistir, le confeccionó una blusa a Isabel sin recibir nunca comentario alguno.

Sin embargo, y después de un tiempo eran inseparables.  La actitud exaltada de Isabel y la serenidad de Matilde hacían que la amistad fuera siempre entretenida y balanceada.  Habían compartido muchas historias: cuando arrendaron en Blockbuster la película “Lo que el viento se llevó” y se amanecieron sufriendo entre bocadillos y vino navegado; cuando juntaron dinero para ir al Festival de Viña del Mar porque querían ver el show de Julio Iglesias; cuando viajaron a Villa Alemana para presenciar las curiosas apariciones de la virgen en Peñablanca a un joven del lugar e Isabel juró que también logró verla; o cuando descubrieron que podían ganar dinero yendo a Miami, a casa de una sobrina, para traer ropa, carteras y perfumes que vendieron rápidamente.

Una tarde Isabel la llamó para conversar algo muy delicado por lo que le pidió se juntaran en un café.  Matilde pensó que algo malo le pasaba.  Sabía que tenía problemas con sus hijos y que recientemente habían expulsado del colegio al menor de ellos, que era un niño muy rebelde.  Pero no.  Se trataba de ella.  Sabes que soy tu  mejor amiga y no me puedo guardar esto, le dijo.  Hans tiene una amante. 

Hans era transportista.  Cuando se casó su padre le regaló un viejo camión que lo acompañó hasta que, con el tiempo, nostalgia y trabajo, lo cambió por uno más nuevo, y así otro más nuevo, hasta llegar a tener cuatro camiones Mercedes Benz que conformaban la flota de su empresa.  Los fletes eran principalmente al norte y últimamente a Argentina.  Los viajes al país vecino los hacía él personalmente y en contadas ocasiones oficiaba de copiloto.

La noticia de una amante, la dejó paralizada.  Después de un rato preguntó: ¿cómo lo sabes?  Escuché a mi cuñado decir que Hans andaba en malos pasos.  Podría ser. Pasaba varios días fuera de casa y compensaba sus ausencias con bonitos regalos: aros de plata argentina, collares y piedras preciosas traídas de Brasil habían llegado a sus manos.  El manual para conocer un marido infiel, así lo señalaba.  Pero, ¿dónde estaba esa  mujer? ¿Aquí en la ciudad o en otro lugar?…..Hans llegaría el sábado y recién era martes. Mucho tiempo de incertidumbre.  Entre qué hacer, cómo era esa mujer, dónde vivía, si tenía hijos de él, si le pedirían el divorcio, llegaron a la conclusión que había que consultar a los astros, y terminado el café se fueron a ver el Tarot.  El problema lo tenía Matilde, pero por solidaridad femenina, ambas consultaron las cartas.  Los astros estaban juguetones ese día y señalaron que Matilde conocería a un hombre maduro y muy rico, pero de otro país. Que se enamoraría de ella a tal punto de pedirle deje todo para irse con él. Y que una mujer joven amenazaba el matrimonio y la estabilidad económica de Isabel. ¿Cómo era eso?  La anciana tarotista tiene años de experiencia y prestigio bien ganado, dijo Isabel.  Es difícil que se equivoque y buscó esta explicación que Matilde no cuestionó porque la encontró genial: sufro tanto que te estén engañando, que estoy segura que este sentimiento de empatía te traspasó toda mi energía; por eso la confusión; y el hombre rico lo conoceré yo, porque ambas sabemos que es tú marido quien te engaña.  Fin del veredicto de los astros.

Cuando Hans llegó, Matilde había pasado todas esas noches haciendo un análisis exhaustivo de sus años de matrimonio y el balance le resultaba positivo. Eran muchas las señales de profundo amor y sincera amistad por lo que la idea de otra mujer le resultaba difícil de aceptar. Además, ella también participaba del control financiero de la empresa y todo parecía estar en orden.  Pero no se confiaría.  Su madre que la estaba acompañando también opinó lo mismo y aprovechó una vez más de criticar a Isabel: esa amiga tuya está desequilibrada emocionalmente.  No es normal que le den esas rabietas y ande por la vida tan altanera anunciando infidelidades. Estoy segura que es el marido de ella el que tiene más de una amante, porque no creo que la soporte. Tú eres la única que lo hace.

Recibió a Hans como siempre.  Fundidos en un abrazo y un beso apasionado todas sus dudas se disiparon.  Cuándo él le entregó un colgante con una esmeralda, ella le preguntó: ¿esto hacen los maridos infieles para expiar sus culpas?  Pero la respuesta y su mirada la dejaron tranquila.  Nunca, nunca tocó ese tema. 

Pero ahora era diferente.  Isabel había insinuado que Hans llevaba madera de alerce fuera de la frontera, lo que entendía era un delito, y que si ganaba el NO en el plebiscito se le terminaría ese negocio tan rentable.

El alerce es un árbol milenario, uno de los más antiguos del planeta. De crecimiento lento,  puede alcanzar hasta 22 metros de altura. Es una especie protegida, pero por un simple decreto del año 1976.

Cuando Hans llegó, la conversación fue extensa. Su amiga tenía razón: transportaba madera de alerce; pero lo hacía con todos los documentos y permisos legales correspondientes; él sólo la transportaba, no era el dueño del negocio y además, había otras empresas en igual operación.  ¿Y cómo es eso?, ¿cuál es el destino? preguntó Matilde.  Son muchos, muchos millones de pesos y personajes de mucho poder los que la comercializan, sólo te digo que en el último mes salieron como un millón y medio de tejuelas de alerce con destino a Alemania.

¿Y si gana el NO en el plebiscito se termina el tráfico?, volvió a preguntar.  Hans se sonrió y le dijo: ojalá, ojalá.

En el año 1992 ingresó al Congreso Nacional de Chile un proyecto de ley para regular, proteger y recuperar los bosques nativos. Fue promulgada recién en el año 2008, bajo el número 20.283.  Es la ley que hasta ahora tiene el récord de ser la que más tiempo ha demorado en ser tramitada en el Congreso Nacional.  Según los grupos ambientalistas presenta forados y falencias.   Ojalá nuestro alerce no siga saliendo rotulado como otra especie de características parecidas.  Ojalá!

lunes, 4 de marzo de 2019

Mi cita con Kim


Aunque es una función fisiológica natural y normal, hay quienes la niegan o dicen no recordar.  A mí me gusta que ocurra.  Cuando no sucede siento que al día le faltan colores. Es misterioso, placentero y entretenido, pero a veces angustiante y tormentoso.  Nunca se sabe cómo resultará. Siempre es una sorpresa.

Lo hago en la noche sin que nadie de la familia se entere, ni siquiera el gato.  A veces sucede en casa, en lugares cercanos o muy lejos.  Lo hago sin pudor alguno.  Freud diría que doy rienda suelta a mis deseos reprimidos; Canetti, que hay cosas que he olvidado de gritar; y la Teoría de la Activación de Síntesis: que mi cerebro intenta darle sentido a estímulos percibidos.

La verdad es que cuando sucede, casi siempre me gusta.  Y cómo no me va a gustar, si puedo volver a tener 15 años, voy a lugares que con el dinero de mi jubilación sería imposible costear, soy artista, bailo, me enamoro, también me enojo y hasta me reúno con los que ya han partido. 

Anoche.... me fui a Corea del Norte.  Sí ...al continente asíatico.  Puede ser que este viaje se explique por la  teoría antes señalada, porque en la tarde estuve conversando con unas amigas, y nos acordamos del encuentro en Hanoi, entre Donald Trump y Kim Jong-Un.  Una de ellas es profesora de historia y se apasiona con estos temas.  Nos empezó a explicar sobre el origen de las dos Coreas,  la invasión japonesa, la hambruna que sufrieron, la dinastía de los Kim y lo hermético y oscuro que es en algunos aspectos.

¿Y cual es su población? pregunté.  Pasa mi cartera! Sacó su teléfono y todas hicimos lo mismo.   Entre el café y el kuchen de arándanos nos pusimos al día con lo que encontramos en el maravilloso mundo de internet, con fotos incluídas. Tiene una población de 25 millones de habitantes.  La capital es Pyonyang, que significa tierra plana, y está cercana al mar amarillo. Tiene una antigüedad de más de 2.000 años y la cruza el río Taedong.  La ciudad tiene edificios emblemáticos como la Torre del Ideario Juche, el Arco del Triunfo  (más  grande que el de Francia), el gran monumento en la Colina Mansudae, el Palacio de Estudios del Pueblo (una biblioteca con más de 30 millones de libros), 30 parques, 40 m2 de áreas verdes por habitante..., y conserva intacta su cultura ya que no está expuesta a la globalización.  Según la Organización Mundial de la Salud tiene un extenso y eficiente sistema de salud. Es un Estado basado en la ideología Juche, que es una combinación de autarquía, autodependencia, tradicionalismo y socialismo.  Su ejército es el cuarto más grande del mundo, y lo que ya todos sabemos: la ONU y EE.UU. le aplicaron sanciones económicas porque decidieron desarrollar tecnologías de misiles y armas nucleares. 

Pero volvamos a mi alucinante viaje...  Fue aproximadamente a la una de la mañana, cuando atravesando el océano pacífico en línea recta -porque no me gusta zigzaguear-, llegué a Pyonyang a una cita con Kim Jong-Un.  

El encuentro fue en un lugar muy elegante.  Yo era periodista de una revista con cobertura internacional llamada Anysur.  Me esperaba con su tradicional traje negro y su sonrisa de chico bueno.  Yo también con un vestido negro muy corto, cinturón y zapatos rojos taco aguja. Tenía como 40 años menos y me sentía muy bien.  Había química entre los dos, se preocupaba por atenderme, y dada  la hora de mi llegada me invitó a almorzar: comida típica con champagne francesa.

Durante el almuerzo, conversamos de todo, me contó que estudió en Suiza, habla inglés, alemán y francés, que Donald le cae bien pero cree que lo está utilizando, que el abrupto término de la reunión en Hanoi es una estrategia electoral y que no entregó a la prensa la verdadera solicitud que él hizo a cambio de desnuclearizar el país. 

Terminado el almuerzo ya eramos amigos y me invitó a recorrer la ciudad en su limusina negra. Mientras hacíamos el recorrido y me mostraba lugares específicos, empezó a acercarse demasiado y no dejaba de mirar mis piernas, que con vestido tan corto no podía ocultar. Pensé que estaba juzgando mal y busqué una explicación: le gustaban mis zapatos por el color. 

Habían pasado varias horas, comenzaba a sentir el ruido de mi ciudad pero también, cada vez más, la cercanía de Kim a mi cuerpo. Una sensación perturbadora pero a su vez de agradable tibieza me empezaba a arropar. Debía actuar con prontitud, hacer la pregunta que quedó pendiente en Hanoi y salir de la limusina:

-yo: el mundo quiere saber si después de esta fracasada reunión con Donald,      ¿vas a seguir desarrollando capacidad misilística y nuclear?
-Kim: ¿Sabes lo que le pasó a Libia e Irak por...

Y entonces un carro de bomberos con la alarma de emergencia me despertó. Mi gato se había acurrucado a mi lado y dormía plácidamente.  Algo dormida aún, lo acaricié pensando en Kim, en el misterio de mi sueño, lo real que fue...,  porque juro que toqué sus manos en el saludo y su mirada aún la tengo presente.  La cita fue real.