sábado, 26 de diciembre de 2020

El Diablo de Segovia

Leyendo El País, me encontré con una noticia curiosa que me ha hecho gracia e inspirado a escribir sobre ella. 

La noticia da cuenta del fallo adverso del Tribunal Superior de Justicia (TSJ) a la demanda interpuesta por vecinos de Segovia en España, que solicitaban retirar una estatua instalada en la ciudad.  

La estatua de la discordia no hace homenaje a algún héroe o personaje destacado, es una escultura del mismísimo diablo.  Sí, como lo leyó.

Desde que el ayuntamiento la instaló en Segovia,  las aguas están agitadas para alegría del demonio y el pesar de sus ciudadanos.  La población se dividió en dos bandos: a favor y en contra de su permanencia.  No es de extrañarse.  Eso es lo que hace el demonio: dividir. 

Los ciudadanos que están en contra de la escultura se movilizaron, juntaron más de diez mil firmas, presentaron una demanda al juzgado local, aduciendo que dicha estatua ofende sus sentimientos religiosos. 

Los vecinos que aceptan al diablo -la escultura-, argumentan que no se trata de aceptar una alegoría al mal, sino una obra que representa la leyenda del Acueducto de la ciudad.  Por ello, están de acuerdo con que se quede y señalan que, además, ha potenciado el turismo y el comercio.

Como no conozco Segovia, y para poder comprender los motivos que llevaron a levantar un monumento a este vil personaje, y entender los argumentos de sus partidarios y detractores, me puse a investigar.

En Segovia se encuentra el Acueducto más grande y mejor conservado de la época romana.  Se estima que fue construido en la segunda mitad del siglo I y comienzos del siglo II.  Tiene una longitud de 15 kilómetros.

En 1985, tanto la ciudad vieja de Segovia como el Acueducto, fueron declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. 

Si bien la construcción del Acueducto se le atribuye al emperador romano Marco Ulpio Trajano, la leyenda dice otra cosa.

La leyenda cuenta que una niña subía todos los días hasta lo más alto de la montaña y bajaba con un cántaro lleno de agua.  Harta de aquello, le pidió al demonio que construyera algún medio para que no tuviera que subir y bajar todos los días con el cántaro.  Entonces, por la noche se le apareció el diablo y le concedió el deseo a cambio de que si conseguía terminar el acueducto antes de que cantara el gallo, ella  tendría que darle su alma.  La niña accedió, y el diablo comenzó a construir el acueducto.  Pero, arrepentida comenzó a rezar y para cuando el gallo cantó, faltaba colocar la última piedra.  El diablo fracasó, no lo terminó, y la niña salvó su alma.

Inspirado en esta leyenda, nace la idea de hacer una escultura del diablo.  Tiene sentido.  Las creencias son siempre más potentes que las evidencias. 

La obra es el aporte de un empresario y del artista escultor José Antonio Abella, a la ciudad.  La escultura fue donada en 2018, está hecha de bronce y mide 1,7 metros de altura.  Es un diablo moderno, está representado de modo sonriente, obeso, sentado pierna arriba, tomándose una selfie con un teléfono móvil.  No asusta a nadie.  Los turistas se fotografían sin problemas con este despreciable personaje. 

Después que el juzgado local rechazara la demanda para retirar la estatua, los vecinos insistieron ante el Tribunal Superior de Justicia, como última instancia. 

Pero el TSJ igual la desestimó argumentando que la escultura no ofende ningún credo religioso y no rompe la estructura urbana y arquitectónica de la zona. 

Los vecinos que entablaron la demanda están decepcionados de la justicia, no dan crédito a la decisión judicial, pero los que aceptan al demonio están contentos.  Ellos señalan que el TSJ no podía más que rechazar la demanda porque no ofende ni a Dios ni a la religión.  Queda claro -dicen ellos- que el poder de la oración de la niña, no permitió que el diablo se llevara su alma, y que Dios ganó esa batalla. 

Pero en términos legales, que son los que permitirán que la escultura permanezca en la ciudad, es evidente que ahora es el diablo  quien ganó.  Se quedará en Segovia, sentado pierna arriba, tomándose selfies con las almas incautas que se le acerquen para fotografiarse con él y todas esas fotos recorrerán el mundo entero alimentando su vanidad y soberbia.

Yo creo que el diablo metió su cola en los tribunales, como tantas veces lo ha hecho en el transcurso de la historia.  Usando su astucia y verborrea barata convenció a los jueces que ahora es un buen tipo; que lo hicieron de bronce y no se puede mover; que está obeso y permanecerá allí sentado y tranquilo adicto al celular; y que los segovianos no tienen nada que temer.  Debe haber prometido -una y mil veces- que no hará las maldades que le hemos visto hacer en otras ciudades del mundo.  Nosotros -en este lado del planeta- conocemos muy bien sus fechorías.  Lo hemos visto desplazarse en el estado de exaltación de la violencia,  quemando lo que encuentra en su desatada furia: iglesias, buses, todo, todo.

También ha metido su cola en nuestros tribunales permitiendo dejar libre a violadores y asesinos; se ha burlado con sentencias de clases de ética; con su cola enreda expedientes; se pierden evidencias y coletazo tras coletazo demora y atrasa los procesos judiciales.  Este tipo no es de fiar, pero si los jueces se dejaron engañar y no lo expulsaron de Segovia, allá ellos.  Es su problema.

Yo, le doy vueltas y vueltas a este caso.  Saber que está allí –aunque a miles de kilómetros- sentadito inocentemente, sonriéndole a todos, me tiene intranquila.  Y no es porque esté gordo, la comida chatarra tiene a la mitad de la población con obesidad; ni porque se presente con rostro sonriente, porque es sabido que con  amplia sonrisa se miente y estafa.

He descubierto que lo que me inquieta, es que haya cambiado el tridente por un celular.  Es eso, lo que no me gusta.  Desde la creación del mundo, miles de siglos, este personaje se ha paseado por la historia con un tridente en su mano.  Me resulta sospechoso el cambio, justo ahora que la humanidad transita peligrosamente por un destino incierto.  Todos sabemos lo que se puede hacer con ese aparato conectado a internet, y en manos del diablo mejor ni pensar. 

Se imaginan si llegara a vulnerar el sistema de seguridad de alguna gran potencia -ya ha ocurrido- no sería para robar datos.  La bomba atómica sería su objetivo, porque le gusta el fuego, grandes llamaradas destruyendo todo.  No olvidemos que su hábitat natural es el infierno.

También me preocupa la decisión de los jueces del máximo tribunal.  Igual como ocurre en todas partes, cuando entregan un fallo polémico, explican que han jurado fallar en justicia aplicando la ley y sólo la ley o como ellos la interpretan.  Y allí está el problema.  La interpretación.  Es cierto que no constituye delito tener un celular.  Pero un juez con más visión de futuro, más sagaz y con perspectiva se habría dado cuenta de la diferencia.  No es lo mismo un celular conectado a internet en manos de un ciudadano normal, decente y con valores, que en manos del diablo.  En manos de éste personaje, el celular pasa a tener la condición de arma tecnológica.  Y según la ley, las armas están prohibidas para la población civil.  Una sentencia justa habría permitido que el sujeto se quedara en Segovia, con el tridente que siempre lo ha acompañado, pero le hubieran incautando el celular.  Lamentablemente, eso no ocurrió.  Los demandantes tienen motivos para estar decepcionados de la justicia.

Como también es un artista del camuflaje y el engaño, les sugiero no confiarse de los mensajes que reciban por redes sociales.  No vaya a ser cosa que este diablo les mande mensajes seductores, ustedes se confundan con una conquista amorosa o novio virtual y entreguen su alma, sus claves y quizás que más.  

Ya es muy tarde, está sonando mi teléfono.  Es número desconocido.  ¡Dios mío!  ¿Y si es el diablo de Segovia que se enojó por ponerlos sobre aviso y quiere desatar su furia conmigo?  No contestaré.  ¡Ándate al diablo guatón  maligno!  En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo...  


sábado, 12 de diciembre de 2020

El Misterio del Níspero

No hay duda de que estamos llenos de misterios.  Misterios pequeños, y misterios grandes.  Cosas y situaciones que no tienen explicación.

El origen del universo –aunque existen teorías- sigue siendo el gran misterio que desvela y fascina a los científicos.  Nuestro planeta tierra, no se queda atrás con misterios sin resolver.  Así, el cine, la televisión y la literatura se inspiran en todo tipo de relatos para realizar obras de ciencia ficción. 

Hay misterios de todo tipo.  Misterios que se asumen con la alegría de un milagro, otros que preocupan e intimidan.

Misterios como el reciente vaciamiento completo en 36 horas del Lago Cachet II, en la región de Aysén o la aparición de un monolito metálico en las rocas rojas al sur del estado de Utah.

Misteriosas desapariciones de personas.  El teniente Luis Alejandro Bello, piloto que se esfumó en el aire en 1914, y que dio origen a la expresión popular “más perdido que el teniente Bello”; o nuestra alumna Hasper del Río, que en abril del 2008 salió de su casa rumbo al liceo, nunca llegó y hasta hoy nadie sabe qué pasó con ella.  

También los sueños son un misterio, más aún si anticipan sucesos que ocurren posteriormente.  Y he tenido sueños así. 

Objetos que surcan los cielos sin explicación, agujeros negros en el espacio, colapso de antiguas civilizaciones, misterios de vida extraterrestre, origen del Covid-19 y hasta alienígenas en el estallido social.

Misterios del amor.  Ese encuentro inesperado e inexplicable, en el lugar y el día menos pensado, que todo lo cambió.

También hay misterios financieros.  El caso de los Panama Papers; las misteriosas fortunas en paraísos fiscales; y el caso del pequeño comerciante de abarrotes de un diminuto pueblo, que llegó a tener una cadena de supermercados, casino y holding inmobiliario.  Mejor no sigo... 

Pero seguiré, porque todo este preámbulo, es para contarles el misterioso misterio que me ha ocurrido.  No piensen que es una historia de ciencia ficción.  Es real.  Aunque antes, un poco de contexto.

Cuando cursaba la enseñanza preparatoria, mi profesora Rossy MacKay –no olvido su nombre por la marca de galletas- nos enseñó la vida de las plantas en una clase de botánica.  La comparó con la vida animal, y cuando afirmó que también se alimentan pero sin boca ni estómago y respiran sin nariz ni pulmones, yo quedé desconcertada.  Eso, no lo sabía y no lo había advertido.  Empecé a observarlas con detención.  Dentro de mi casa había una begonia que poco me había interesado.  Se la habían regalado a mi madre, haciendo alarde de sus hojas de dos colores: verde el haz y rojizo el envés.  En el patio, una huerta, con acelgas, zanahorias, lechugas y hasta una melga de frutillas.  Era el mundo de mi padre, que mantenía cercado, lejos del trajín nuestro y de Rex, el pastor alemán que nos custodiaba. 

Comprender que las plantas también son seres vivos, cambió mi mirada hacia el mundo vegetal.  Desarrollé una relación cercana, de simpatía y protección.  Me ofrecí para regar la begonia y cuando la profesora nos dio la tarea de confeccionar un herbario, a cada planta que le arranqué una hoja, le solicité su permiso.  Logré recolectar y clasificar casi todas las diferentes formas de hojas: lanceoladas, elípticas, lobuladas, acorazonadas.  Un herbario muy completo, según mi profesora, que conservé hasta cuando me vine a estudiar al norte.

Pero hubo una tarea de la clase de botánica, que terminó por sellar mi fascinación por la naturaleza y vida de las plantas, que perdura hasta el día de hoy.  Consistía en hacer germinar un grano de trigo, observar su desarrollo en el tiempo y registrarlo.  La instrucción era: colocarlo en un algodón humedecido -que no debía secarse- dentro de un vaso transparente y cerca de una ventana. 

Recuerdo ese experimento con especial cariño.  La inquietante espera de la germinación y aparición del brote me tuvo ansiosa, pero disfrutando la experiencia.  El trigo germinó y creció.

Una mezcla de fascinación y embrujo por las plantas y la naturaleza se apoderó de mí.

Me entusiasmé, y con la venia de mi madre, llené la ventana de la cocina de tarros conserveros con semillas de manzanas, guindas, cerezas, y cuanto fruto llegó a mi boca.

Era mágico.  De un día para otro, las pepitas enterradas decidían  asomarse a la vida.  Unas, lo hacían con timidez y recato; otras, con total desparpajo.  Cuando alcanzaban los 20 centímetros, recurría a mi padre.  Era difícil sacarlas por los bordes filosos y dentados del tarro.  Él, con su tijera de cortar latas, los abría y me ayudaba a trasladarlas cuidadosamente a una nueva cama.  Las que no se atrevían a salir, quedaban sumergidas en la oscuridad, mientras les rogaba que se atrevieran sin miedo, porque me comprometía a cuidarlas.  Mi madre, a modo de consuelo, me señaló que la germinación de las semillas era una cuestión del milagro de la vida, de la voluntad de Dios, y de una cuota de misterio que existe en todo el universo.

Esa afición -para alivio de mi madre con tanto tarro en la ventana- me duró hasta que otros intereses llegaron a ocupar mi tiempo.

Pero con satisfacción, puedo decir que le di existencia a guindos, manzanos y cerezos que habitaron en mi patio y en patios vecinos. 

Como la vida es cíclica -los viejos volvemos a ser niños-, ahora que estoy jubilada y con el tiempo a mi favor me dedico con entusiasmo a cuidar las plantas de mi jardín y retomé el afán, costumbre o manía, de sembrar pepitas de frutales.

Tengo casi una obsesión con ello.  Observo diariamente la tierra en la maceta y disfruto el momento que germinan.  Las acompaño mientras crecen y van acomodando sus hojas en busca de luz y rayos de sol.  No me deja de asombrar y maravillar el sutil movimiento que realizan -casi imperceptible- para recibir la energía del universo.  Para mí, es el poder de la vida y la expresión misma de Dios. 

Por ello, no me sorprenden los estudios de más de veinte años de Stefano Mancuso -neurobiólogo vegetal- que concluyeron que las plantas sienten, observan y escuchan con todo el cuerpo, resuelven desafíos, memorizan y se comunican.  Y, comparto con Ricardo Rozzi -biólogo y filósofo- que parte de la soledad y carencia existencial del ser humano, se debe a que rompimos nuestra relación con la naturaleza.  Para mantener nuestra salud sicológica, mental y física, como para no perder la alegría de la vida, nos recomienda dialogar con ella.  Entonces pienso: ¿cómo hemos construido las ciudades, poblaciones completas sin áreas verdes, y con tanto cemento? pero no es lo que deseo contar ahora.

Cuando mis semillas germinan y se asoman al escenario de la vida, las felicito, les transmito mi compromiso de cuidado, buena tierra y suficiente agua.  Aquellos diminutos árboles saben que cuando grandes, irán a vivir a campo abierto, protegidos de vacas y ovejas, porque tengo claro que no pueden huir, y vivirán quietos y en silencio imperturbable las inclemencias del clima.

Volviendo al misterio que quiero compartir, sucedió en el verano del 2015.  Compré –en la feria de Rahue- unas deliciosas ciruelas amarillas de la zona.  La  reacción instantánea que tuve al probarlas fue: quiero tener este ciruelo, sembraré las pepas. 

Busqué el macetero apropiado, compré tierra de hoja desinfectada y las sembré.

Brotó sólo una, de las seis pepitas.  Contenta de tener otra variedad de ciruelo, lo acompañé en su crecimiento.  Dos cosas me llamaron la atención: la estructura de sus hojas -grandes en comparación con otros ciruelos- y que no las perdiera con la llegada del invierno.  Un jardinero opinó que esa planta era un palto.  Busqué la morfología del palto y no.  No era un palto.  Pasé varios días investigando variedades de ciruelos y sus características, hasta que la razón me dijo: si sembraste una semilla de ciruela, brotó un ciruelo.  Caso cerrado.

Después de cinco años, el ciruelo lucía hermoso con unas enormes hojas largas y onduladas y, una copa redondeada.  Una planta muy bonita, digna de ornamentar un jardín y tan alta que ya era tiempo de llevarla a su hogar definitivo.

Llegado el otoño, le dije: misterioso ciruelo, que te vistes de modo extravagante, ha llegado la hora de salir de la maceta que te aprisiona.  Irás a vivir tu propia vida en libertad y en el lugar prometido.  Te dejaré junto a manzanos, guindos y hermosas plantas nacidas igual que tú, de éstas, mis manos.  Ellos te acompañarán y alegrarán tus días.  Yo, a pesar de mis años, confío que llegaré a degustar tus frutos.

Elegí llevarlo un día nublado que prometía lluvia.  Estaba preparando la tierra cuando   llegó a saludarme el vecino.  

-Que lindo está el níspero, me dijo.

¿Es un níspero, está seguro? Le pregunté.

-Claro que estoy seguro.  Mi cuñado tiene varios en su parcela del norte.

Rápidamente busqué en Wikipedia; todo indicaba que era un níspero.

Sin aceptar aún el bochornoso descubrimiento, decidí cambiar el lugar y dejarlo más cerca de un ciruelo.  No quería perder la ilusión que se reconociera con su especie y asumiera de una vez por todas, la identidad que debía tener según las reglas de la lógica elemental. 

Lo trasladé y miré nuevamente a cierta distancia.  Mientras yo lo examinaba vacilante y perpleja, se levantó una leve brisa.  Hizo gala de su descollante majestuosidad cimbrando lentamente sus grandes hojas.  Era como si se inclinaran para pedirme perdón y dijera: no estés triste, disfruta mi belleza, y no tengas dudas que vivirás la alegría de gozar de mis frutos. 

Éste es, el misterio que quería compartir.

Porque les confieso que, en pleno uso de mis facultades mentales y con certeza absoluta, sembré seis pepas de ciruelas amarillas, grandes y carnosas en tierra limpia y no logro comprender que haya brotado -nada menos- que un níspero. 

Y, como no encuentro respuesta razonable, ni quiero vivir con la duda permanente de este enigma, me he convencido que el espíritu de todos los frutales, arbustos y plantas a quienes les he dado nueva vida, se confabularon para gastarme esta broma y pudiese así, escribir esta historia.