sábado, 26 de diciembre de 2020

El Diablo de Segovia

Leyendo El País, me encontré con una noticia curiosa que me ha hecho gracia e inspirado a escribir sobre ella. 

La noticia da cuenta del fallo adverso del Tribunal Superior de Justicia (TSJ) a la demanda interpuesta por vecinos de Segovia en España, que solicitaban retirar una estatua instalada en la ciudad.  

La estatua de la discordia no hace homenaje a algún héroe o personaje destacado, es una escultura del mismísimo diablo.  Sí, como lo leyó.

Desde que el ayuntamiento la instaló en Segovia,  las aguas están agitadas para alegría del demonio y el pesar de sus ciudadanos.  La población se dividió en dos bandos: a favor y en contra de su permanencia.  No es de extrañarse.  Eso es lo que hace el demonio: dividir. 

Los ciudadanos que están en contra de la escultura se movilizaron, juntaron más de diez mil firmas, presentaron una demanda al juzgado local, aduciendo que dicha estatua ofende sus sentimientos religiosos. 

Los vecinos que aceptan al diablo -la escultura-, argumentan que no se trata de aceptar una alegoría al mal, sino una obra que representa la leyenda del Acueducto de la ciudad.  Por ello, están de acuerdo con que se quede y señalan que, además, ha potenciado el turismo y el comercio.

Como no conozco Segovia, y para poder comprender los motivos que llevaron a levantar un monumento a este vil personaje, y entender los argumentos de sus partidarios y detractores, me puse a investigar.

En Segovia se encuentra el Acueducto más grande y mejor conservado de la época romana.  Se estima que fue construido en la segunda mitad del siglo I y comienzos del siglo II.  Tiene una longitud de 15 kilómetros.

En 1985, tanto la ciudad vieja de Segovia como el Acueducto, fueron declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. 

Si bien la construcción del Acueducto se le atribuye al emperador romano Marco Ulpio Trajano, la leyenda dice otra cosa.

La leyenda cuenta que una niña subía todos los días hasta lo más alto de la montaña y bajaba con un cántaro lleno de agua.  Harta de aquello, le pidió al demonio que construyera algún medio para que no tuviera que subir y bajar todos los días con el cántaro.  Entonces, por la noche se le apareció el diablo y le concedió el deseo a cambio de que si conseguía terminar el acueducto antes de que cantara el gallo, ella  tendría que darle su alma.  La niña accedió, y el diablo comenzó a construir el acueducto.  Pero, arrepentida comenzó a rezar y para cuando el gallo cantó, faltaba colocar la última piedra.  El diablo fracasó, no lo terminó, y la niña salvó su alma.

Inspirado en esta leyenda, nace la idea de hacer una escultura del diablo.  Tiene sentido.  Las creencias son siempre más potentes que las evidencias. 

La obra es el aporte de un empresario y del artista escultor José Antonio Abella, a la ciudad.  La escultura fue donada en 2018, está hecha de bronce y mide 1,7 metros de altura.  Es un diablo moderno, está representado de modo sonriente, obeso, sentado pierna arriba, tomándose una selfie con un teléfono móvil.  No asusta a nadie.  Los turistas se fotografían sin problemas con este despreciable personaje. 

Después que el juzgado local rechazara la demanda para retirar la estatua, los vecinos insistieron ante el Tribunal Superior de Justicia, como última instancia. 

Pero el TSJ igual la desestimó argumentando que la escultura no ofende ningún credo religioso y no rompe la estructura urbana y arquitectónica de la zona. 

Los vecinos que entablaron la demanda están decepcionados de la justicia, no dan crédito a la decisión judicial, pero los que aceptan al demonio están contentos.  Ellos señalan que el TSJ no podía más que rechazar la demanda porque no ofende ni a Dios ni a la religión.  Queda claro -dicen ellos- que el poder de la oración de la niña, no permitió que el diablo se llevara su alma, y que Dios ganó esa batalla. 

Pero en términos legales, que son los que permitirán que la escultura permanezca en la ciudad, es evidente que ahora es el diablo  quien ganó.  Se quedará en Segovia, sentado pierna arriba, tomándose selfies con las almas incautas que se le acerquen para fotografiarse con él y todas esas fotos recorrerán el mundo entero alimentando su vanidad y soberbia.

Yo creo que el diablo metió su cola en los tribunales, como tantas veces lo ha hecho en el transcurso de la historia.  Usando su astucia y verborrea barata convenció a los jueces que ahora es un buen tipo; que lo hicieron de bronce y no se puede mover; que está obeso y permanecerá allí sentado y tranquilo adicto al celular; y que los segovianos no tienen nada que temer.  Debe haber prometido -una y mil veces- que no hará las maldades que le hemos visto hacer en otras ciudades del mundo.  Nosotros -en este lado del planeta- conocemos muy bien sus fechorías.  Lo hemos visto desplazarse en el estado de exaltación de la violencia,  quemando lo que encuentra en su desatada furia: iglesias, buses, todo, todo.

También ha metido su cola en nuestros tribunales permitiendo dejar libre a violadores y asesinos; se ha burlado con sentencias de clases de ética; con su cola enreda expedientes; se pierden evidencias y coletazo tras coletazo demora y atrasa los procesos judiciales.  Este tipo no es de fiar, pero si los jueces se dejaron engañar y no lo expulsaron de Segovia, allá ellos.  Es su problema.

Yo, le doy vueltas y vueltas a este caso.  Saber que está allí –aunque a miles de kilómetros- sentadito inocentemente, sonriéndole a todos, me tiene intranquila.  Y no es porque esté gordo, la comida chatarra tiene a la mitad de la población con obesidad; ni porque se presente con rostro sonriente, porque es sabido que con  amplia sonrisa se miente y estafa.

He descubierto que lo que me inquieta, es que haya cambiado el tridente por un celular.  Es eso, lo que no me gusta.  Desde la creación del mundo, miles de siglos, este personaje se ha paseado por la historia con un tridente en su mano.  Me resulta sospechoso el cambio, justo ahora que la humanidad transita peligrosamente por un destino incierto.  Todos sabemos lo que se puede hacer con ese aparato conectado a internet, y en manos del diablo mejor ni pensar. 

Se imaginan si llegara a vulnerar el sistema de seguridad de alguna gran potencia -ya ha ocurrido- no sería para robar datos.  La bomba atómica sería su objetivo, porque le gusta el fuego, grandes llamaradas destruyendo todo.  No olvidemos que su hábitat natural es el infierno.

También me preocupa la decisión de los jueces del máximo tribunal.  Igual como ocurre en todas partes, cuando entregan un fallo polémico, explican que han jurado fallar en justicia aplicando la ley y sólo la ley o como ellos la interpretan.  Y allí está el problema.  La interpretación.  Es cierto que no constituye delito tener un celular.  Pero un juez con más visión de futuro, más sagaz y con perspectiva se habría dado cuenta de la diferencia.  No es lo mismo un celular conectado a internet en manos de un ciudadano normal, decente y con valores, que en manos del diablo.  En manos de éste personaje, el celular pasa a tener la condición de arma tecnológica.  Y según la ley, las armas están prohibidas para la población civil.  Una sentencia justa habría permitido que el sujeto se quedara en Segovia, con el tridente que siempre lo ha acompañado, pero le hubieran incautando el celular.  Lamentablemente, eso no ocurrió.  Los demandantes tienen motivos para estar decepcionados de la justicia.

Como también es un artista del camuflaje y el engaño, les sugiero no confiarse de los mensajes que reciban por redes sociales.  No vaya a ser cosa que este diablo les mande mensajes seductores, ustedes se confundan con una conquista amorosa o novio virtual y entreguen su alma, sus claves y quizás que más.  

Ya es muy tarde, está sonando mi teléfono.  Es número desconocido.  ¡Dios mío!  ¿Y si es el diablo de Segovia que se enojó por ponerlos sobre aviso y quiere desatar su furia conmigo?  No contestaré.  ¡Ándate al diablo guatón  maligno!  En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo...  


sábado, 12 de diciembre de 2020

El Misterio del Níspero

No hay duda de que estamos llenos de misterios.  Misterios pequeños, y misterios grandes.  Cosas y situaciones que no tienen explicación.

El origen del universo –aunque existen teorías- sigue siendo el gran misterio que desvela y fascina a los científicos.  Nuestro planeta tierra, no se queda atrás con misterios sin resolver.  Así, el cine, la televisión y la literatura se inspiran en todo tipo de relatos para realizar obras de ciencia ficción. 

Hay misterios de todo tipo.  Misterios que se asumen con la alegría de un milagro, otros que preocupan e intimidan.

Misterios como el reciente vaciamiento completo en 36 horas del Lago Cachet II, en la región de Aysén o la aparición de un monolito metálico en las rocas rojas al sur del estado de Utah.

Misteriosas desapariciones de personas.  El teniente Luis Alejandro Bello, piloto que se esfumó en el aire en 1914, y que dio origen a la expresión popular “más perdido que el teniente Bello”; o nuestra alumna Hasper del Río, que en abril del 2008 salió de su casa rumbo al liceo, nunca llegó y hasta hoy nadie sabe qué pasó con ella.  

También los sueños son un misterio, más aún si anticipan sucesos que ocurren posteriormente.  Y he tenido sueños así. 

Objetos que surcan los cielos sin explicación, agujeros negros en el espacio, colapso de antiguas civilizaciones, misterios de vida extraterrestre, origen del Covid-19 y hasta alienígenas en el estallido social.

Misterios del amor.  Ese encuentro inesperado e inexplicable, en el lugar y el día menos pensado, que todo lo cambió.

También hay misterios financieros.  El caso de los Panama Papers; las misteriosas fortunas en paraísos fiscales; y el caso del pequeño comerciante de abarrotes de un diminuto pueblo, que llegó a tener una cadena de supermercados, casino y holding inmobiliario.  Mejor no sigo... 

Pero seguiré, porque todo este preámbulo, es para contarles el misterioso misterio que me ha ocurrido.  No piensen que es una historia de ciencia ficción.  Es real.  Aunque antes, un poco de contexto.

Cuando cursaba la enseñanza preparatoria, mi profesora Rossy MacKay –no olvido su nombre por la marca de galletas- nos enseñó la vida de las plantas en una clase de botánica.  La comparó con la vida animal, y cuando afirmó que también se alimentan pero sin boca ni estómago y respiran sin nariz ni pulmones, yo quedé desconcertada.  Eso, no lo sabía y no lo había advertido.  Empecé a observarlas con detención.  Dentro de mi casa había una begonia que poco me había interesado.  Se la habían regalado a mi madre, haciendo alarde de sus hojas de dos colores: verde el haz y rojizo el envés.  En el patio, una huerta, con acelgas, zanahorias, lechugas y hasta una melga de frutillas.  Era el mundo de mi padre, que mantenía cercado, lejos del trajín nuestro y de Rex, el pastor alemán que nos custodiaba. 

Comprender que las plantas también son seres vivos, cambió mi mirada hacia el mundo vegetal.  Desarrollé una relación cercana, de simpatía y protección.  Me ofrecí para regar la begonia y cuando la profesora nos dio la tarea de confeccionar un herbario, a cada planta que le arranqué una hoja, le solicité su permiso.  Logré recolectar y clasificar casi todas las diferentes formas de hojas: lanceoladas, elípticas, lobuladas, acorazonadas.  Un herbario muy completo, según mi profesora, que conservé hasta cuando me vine a estudiar al norte.

Pero hubo una tarea de la clase de botánica, que terminó por sellar mi fascinación por la naturaleza y vida de las plantas, que perdura hasta el día de hoy.  Consistía en hacer germinar un grano de trigo, observar su desarrollo en el tiempo y registrarlo.  La instrucción era: colocarlo en un algodón humedecido -que no debía secarse- dentro de un vaso transparente y cerca de una ventana. 

Recuerdo ese experimento con especial cariño.  La inquietante espera de la germinación y aparición del brote me tuvo ansiosa, pero disfrutando la experiencia.  El trigo germinó y creció.

Una mezcla de fascinación y embrujo por las plantas y la naturaleza se apoderó de mí.

Me entusiasmé, y con la venia de mi madre, llené la ventana de la cocina de tarros conserveros con semillas de manzanas, guindas, cerezas, y cuanto fruto llegó a mi boca.

Era mágico.  De un día para otro, las pepitas enterradas decidían  asomarse a la vida.  Unas, lo hacían con timidez y recato; otras, con total desparpajo.  Cuando alcanzaban los 20 centímetros, recurría a mi padre.  Era difícil sacarlas por los bordes filosos y dentados del tarro.  Él, con su tijera de cortar latas, los abría y me ayudaba a trasladarlas cuidadosamente a una nueva cama.  Las que no se atrevían a salir, quedaban sumergidas en la oscuridad, mientras les rogaba que se atrevieran sin miedo, porque me comprometía a cuidarlas.  Mi madre, a modo de consuelo, me señaló que la germinación de las semillas era una cuestión del milagro de la vida, de la voluntad de Dios, y de una cuota de misterio que existe en todo el universo.

Esa afición -para alivio de mi madre con tanto tarro en la ventana- me duró hasta que otros intereses llegaron a ocupar mi tiempo.

Pero con satisfacción, puedo decir que le di existencia a guindos, manzanos y cerezos que habitaron en mi patio y en patios vecinos. 

Como la vida es cíclica -los viejos volvemos a ser niños-, ahora que estoy jubilada y con el tiempo a mi favor me dedico con entusiasmo a cuidar las plantas de mi jardín y retomé el afán, costumbre o manía, de sembrar pepitas de frutales.

Tengo casi una obsesión con ello.  Observo diariamente la tierra en la maceta y disfruto el momento que germinan.  Las acompaño mientras crecen y van acomodando sus hojas en busca de luz y rayos de sol.  No me deja de asombrar y maravillar el sutil movimiento que realizan -casi imperceptible- para recibir la energía del universo.  Para mí, es el poder de la vida y la expresión misma de Dios. 

Por ello, no me sorprenden los estudios de más de veinte años de Stefano Mancuso -neurobiólogo vegetal- que concluyeron que las plantas sienten, observan y escuchan con todo el cuerpo, resuelven desafíos, memorizan y se comunican.  Y, comparto con Ricardo Rozzi -biólogo y filósofo- que parte de la soledad y carencia existencial del ser humano, se debe a que rompimos nuestra relación con la naturaleza.  Para mantener nuestra salud sicológica, mental y física, como para no perder la alegría de la vida, nos recomienda dialogar con ella.  Entonces pienso: ¿cómo hemos construido las ciudades, poblaciones completas sin áreas verdes, y con tanto cemento? pero no es lo que deseo contar ahora.

Cuando mis semillas germinan y se asoman al escenario de la vida, las felicito, les transmito mi compromiso de cuidado, buena tierra y suficiente agua.  Aquellos diminutos árboles saben que cuando grandes, irán a vivir a campo abierto, protegidos de vacas y ovejas, porque tengo claro que no pueden huir, y vivirán quietos y en silencio imperturbable las inclemencias del clima.

Volviendo al misterio que quiero compartir, sucedió en el verano del 2015.  Compré –en la feria de Rahue- unas deliciosas ciruelas amarillas de la zona.  La  reacción instantánea que tuve al probarlas fue: quiero tener este ciruelo, sembraré las pepas. 

Busqué el macetero apropiado, compré tierra de hoja desinfectada y las sembré.

Brotó sólo una, de las seis pepitas.  Contenta de tener otra variedad de ciruelo, lo acompañé en su crecimiento.  Dos cosas me llamaron la atención: la estructura de sus hojas -grandes en comparación con otros ciruelos- y que no las perdiera con la llegada del invierno.  Un jardinero opinó que esa planta era un palto.  Busqué la morfología del palto y no.  No era un palto.  Pasé varios días investigando variedades de ciruelos y sus características, hasta que la razón me dijo: si sembraste una semilla de ciruela, brotó un ciruelo.  Caso cerrado.

Después de cinco años, el ciruelo lucía hermoso con unas enormes hojas largas y onduladas y, una copa redondeada.  Una planta muy bonita, digna de ornamentar un jardín y tan alta que ya era tiempo de llevarla a su hogar definitivo.

Llegado el otoño, le dije: misterioso ciruelo, que te vistes de modo extravagante, ha llegado la hora de salir de la maceta que te aprisiona.  Irás a vivir tu propia vida en libertad y en el lugar prometido.  Te dejaré junto a manzanos, guindos y hermosas plantas nacidas igual que tú, de éstas, mis manos.  Ellos te acompañarán y alegrarán tus días.  Yo, a pesar de mis años, confío que llegaré a degustar tus frutos.

Elegí llevarlo un día nublado que prometía lluvia.  Estaba preparando la tierra cuando   llegó a saludarme el vecino.  

-Que lindo está el níspero, me dijo.

¿Es un níspero, está seguro? Le pregunté.

-Claro que estoy seguro.  Mi cuñado tiene varios en su parcela del norte.

Rápidamente busqué en Wikipedia; todo indicaba que era un níspero.

Sin aceptar aún el bochornoso descubrimiento, decidí cambiar el lugar y dejarlo más cerca de un ciruelo.  No quería perder la ilusión que se reconociera con su especie y asumiera de una vez por todas, la identidad que debía tener según las reglas de la lógica elemental. 

Lo trasladé y miré nuevamente a cierta distancia.  Mientras yo lo examinaba vacilante y perpleja, se levantó una leve brisa.  Hizo gala de su descollante majestuosidad cimbrando lentamente sus grandes hojas.  Era como si se inclinaran para pedirme perdón y dijera: no estés triste, disfruta mi belleza, y no tengas dudas que vivirás la alegría de gozar de mis frutos. 

Éste es, el misterio que quería compartir.

Porque les confieso que, en pleno uso de mis facultades mentales y con certeza absoluta, sembré seis pepas de ciruelas amarillas, grandes y carnosas en tierra limpia y no logro comprender que haya brotado -nada menos- que un níspero. 

Y, como no encuentro respuesta razonable, ni quiero vivir con la duda permanente de este enigma, me he convencido que el espíritu de todos los frutales, arbustos y plantas a quienes les he dado nueva vida, se confabularon para gastarme esta broma y pudiese así, escribir esta historia.



viernes, 26 de junio de 2020

Reflexiones de Charlie

En el transcurso de la historia muchos de mis congéneres se han destacado, ocupando páginas noticiosas de algún diario o revista.  Se han hecho famosos ya sea como actores, por fortunas que han heredado, como líderes políticos, o por los personajes que los criaron y mimaron.

No sé si han oído o conocen la historia de Bob.  Él fue  un gato callejero que vivió en Londres.  Un día, un joven músico llamado James Bowen lo encontró herido al llegar a su hogar.  Lo atendió, lo adoptó y pronto se convirtieron en una sorprendente pareja artística e inseparables compañeros.  Vivieron tantas y extraordinarias anécdotas, que James decidió escribir una saga de libros, inspirados en Bob.  “A Street Cat Named Bob”, fue éxito de ventas, traducido a varios idiomas, y llevado al cine, donde el mismísimo Bob participó como actor. 

Les cuento esto, porque esta mañana me enteré que Bob falleció.  La noticia recorrió el mundo, y emol.cl la publicó en nuestro país.  Si bien nunca nos conocimos -lo vi una vez en internet- teníamos cosas en común: al igual que él, fui rescatado de la calle y también  inspiré a mi mamiau.  Ella tiene un blog donde escribe historias, y tituló una: “Mi gato es un político”, donde yo soy el personaje principal.

Aunque no quedé del todo contento con el título -pues ya nadie quiere que lo tilden de político- me conformé pensando en la posibilidad de que, al igual que Bob, pudiese llegar al cine y lograr fama internacional.  Pero hasta ahora, nada de eso ha ocurrido.  Los lectores de su blog, aunque han traspasado las fronteras, no se han interesado por traducir la historia a otros idiomas, y ni pensar en que Pablo Larraín o Quentin Tarantino quisieran convertirla en un film o un cortometraje. 

He perdido toda esperanza de protagonizar una película.  Sé que tengo buena facha para ser actor; actuaría con mis propios atributos.  Soy diferente a Bob: no tengo ese horrible color zanahoria y no presumo de colocarme bufandas.  Mi estilo es otro.  Soy un gato mestizo, con características de la raza American Wirehaire, pero con un suave y semi-largo pelo.  Mi cuerpo es atigrado y mis patitas son blancas, como si usara guantes y botas.  Mi pecho y la punta de mi cola también son blancos.  Soy un gato muy hermoso, y mucho mejor que Bob.  Mamiau dice que la conquisté con la mirada de mis hermosos ojos verdes, por los que tiene una debilidad emocional, pues su primer amor así los tenía. 

La muerte de Bob me tiene inquieto porque se produjo antes de los catorce años de edad, y yo ya tengo doce.  Me refugié en mi lugar favorito a dialogar conmigo mismo y reflexionar.  Hasta ahora, nunca me había planteado la idea de la muerte.  Siendo un gato tan listo, no entiendo cómo había ignorado algo tan obvio.  Soy heredero de las pertenencias de Sarita, la gata que me antecedió en este hogar y que está sepultada bajo la azalea del jardín; es decir: la cama de mimbre, el plato de comida, la caja de arena, los juguetes y las sábanas.  No me creerán, pero después de más de once años viviendo en esta casa aún no me compran sábanas nuevas y debo dormir con unas de color rosado: toda una humillación para un gato macho como yo; porque aunque castrado estoy, clara y firme tengo mi identidad.

Tengo un buen vivir y el buen vivir no da lugar a pensar cosas tristes.  La muerte no está en el horizonte si tienes una vida placentera.  Nadie conversa de eso, siempre es un tema tabú porque nadie sabe qué ocurre después.  Los humanos piensan que su alma viaja al cielo si se han portado bien, de lo contrario desciende a los infiernos.  Pero los gatos no tenemos alma, según ellos…  Es probable que Bob, lleno de gloria y fama, tampoco pensara que un día iba a morir. 

He estado enfermo, pero nunca de gravedad.  Llegué a esta casa, no herido como Bob, pero con una condición complicada: gingivitis.  Esto ha significado que en los últimos años deban hacerme limpiezas dentales, con ultrasonido y qué se yo, porque me anestesian y no sé de mi vida.  Pero siempre ocurre en el mismo lugar, con la misma bruja con cara de sapo a quien me gustaría darle unos zarpazos en el rostro, de no ser que me inmovilizan entre dos. Y así me duermo para despertar con un diente menos en cada ocasión.  Ya van cuatro menos. 

Averiguando cuantos años vive un gato, me enteré que en promedio viven doce.  Se me erizó la cola.  Pero, que bien cuidados, pueden llegar hasta quince y hasta se han reportado casos en que han llegado a los veinte años. 

Confieso que estoy muy bien cuidado.  Mamiau me regalonea tanto que a veces abuso de su cariño.  Con cuatro dientes menos ha cambiado mi alimentación.  Todo debe ser blando, paté de pescado con atún y galletas remojadas.  A veces, no quiero comer hasta que mamiau me toma en brazos y me da la comida como a un bebé.  Sé que me quiere y yo la quiero.  Los gatos también tenemos sentimientos y sabemos retribuir el cariño recibido, y por eso esquivamos a los humanos de malos sentimientos.  Ronronear es nuestra manera de decir: te quiero…y yo le ronroneo todos los días acurrucado a su lado o sobre sus piernas. 

Si ese día llega, como a Bob le llegó, escribo estas líneas para dejar testimonio y decirle que es la mejor mamiau que pude tener.  Ya sé que me sepultará bajo el Dafne del jardín, y que siempre me recordará como el gato más hermoso que pudo tener…




miércoles, 15 de enero de 2020

Rebelión adolescente

Los estudiantes que quieren postular a una carrera universitaria deben enfrentarse a una selección que les permita acceder a ella.  Se trata de la Prueba de Selección Universitaria, conocida como PSU. 

Pero, la PSU tiene varios detractores que consideran -entre varias falencias-, que acentúa la brecha entre grupos socio-económicos.  Así lo señala el Informe Pearson del año 2013, y las opiniones del rector de la Universidad Central (en carta al Diario La Tercera el año 2014), del rector de la Universidad Diego Portales (en su columna de este Domingo en el Diario El Mercurio) y del rector de la Universidad de Los Lagos (hoy en el Diario Austral).  

Para los estudiantes secundarios, el fin de la PSU ha sido una demanda histórica.  Desde el 2006, en que iniciaron movilizaciones para mejorar la educación pública, vienen pidiendo un cambio al sistema de ingreso a las universidades, sin resultado alguno.

Este año, y producto del estallido social y la violencia no controlada, la autoridad postergó la PSU en dos ocasiones hasta que definió como fecha final este 6 y 7 de Enero.

Las organizaciones de estudiantes secundarios consideraron que era el momento oportuno para medir fuerza y protestar nuevamente.  Llamaron a suspender la PSU, denunciando que la autoridad quería mostrar una normalidad que no existe en el país.  De lo contrario, hacían un llamado a boicotearla; y lo hicieron.

Lo que ocurrió fue un lamentable, triste y bochornoso espectáculo: los estudiantes intentando impedir el derecho de sus pares a rendirla, y las autoridades endosándose públicamente la responsabilidad por la evidente falta de seguridad.

Esto me hizo recordar un episodio vivido cuando era profesora del tercero B el año 1985, y que les quiero contar.

Eran tiempos de recurrentes manifestaciones callejeras contra la dictadura militar.  En mayo de 1983 los trabajadores del Cobre llamaron al primer  paro y protesta en dictadura, a los que en forma espontánea se sumaron amplios sectores de la sociedad.  Desde esa fecha, las manifestaciones no pararon.  El año 1985 fue trágico, intenso y también esperanzador: un terremoto  dejaba en ruinas la zona central; un integrante de la Junta Militar debió renunciar por la investigación del caso de los degollados en Quilicura; los profesores volvíamos a elegir a los dirigentes -hasta entonces designados- del Colegio de Profesores; reaparecían las peñas folclóricas; a gimnasio lleno se presentaba Quelentaro en el Colegio San Mateo; la sociedad civil se organizaba; y la televisión comenzaba a informar… mejor. 

Sin embargo, los alumnos de secundaria estaban ajenos e ignoraban  la contingencia política y social.  Eso creíamos.  Después de todo, era una generación que había crecido  bajo la dictadura: que en sus años de escuela básica habían desfilado  orgullosos cada 11 de Septiembre celebrando la liberación de la  patria; seguían cantando cada lunes la tercera estrofa del himno nacional; nada sabían de educación cívica; se decía que no estaban ni ahí; y los profesores que deslizaban  algunas críticas al sistema, lo hacían como en el desierto, sin feedback.

Pero en el tercero B de 1985, la situación era algo diferente.  En mi calidad de profesora jefe conocía información familiar, económica y social de mis alumnos.  Los primos Javier y Hernán, que pertenecían al curso, tenían sus vidas marcadas por la dictadura: sus padres eran exonerados políticos.  Y como experimentaron la desesperanza de sus padres, al perder su trabajo sin oficio ni profesión, competían por ser los mejores alumnos del curso.  Se distinguían por su curiosidad intelectual y amor por la lectura.  Mientras sus cuerpos manifestaban los primeros signos de la madurez biológica, las emociones se columpiaban al vaivén de las olas del mar,  el intelecto, con recia voluntad, se alimentaba de todo conocimiento e información a su alcance.  Hoy son  destacados profesionales universitarios.  

La cuestión es que, en una de esas llamadas a protesta nacional del año 1985, Javier y Hernán decidieron que debían actuar y lograron convencer a todo el curso que los apoyara.  El modo elegido fue atrincherarse en la sala después de un recreo, sin dejar salir o entrar a nadie. 

Recuerdo que cuando llegué a la sala, tenían la puerta cerrada y afirmada con bancos, sillas y nadie respondía.  Después de unos minutos -por debajo de la puerta- apareció un papel donde comunicaban que se quedarían allí, que era una toma de la sala en adhesión a la protesta nacional para poner fin a la dictadura militar; y comenzaron a tirar panfletos por la ventana -hechos por ellos mismos-, gritando consignas  contra el régimen.

La voz corrió por todo el establecimiento y se armó una increíble batahola.  Hasta entonces, no había antecedentes de una acción similar en liceos de la  comuna.  El director, después de intentar sin éxito ingresar a la sala, llamó a reunión a su  equipo, yo incluida  en calidad de profesora jefe, y seguramente principal sospechosa.  Escuché de todo: buscar los adultos responsables –porque seguro alguien incitó esa acción-, llamar a los apoderados, suspensión con pena máxima, ubicar los cabecillas y separarlos de curso etc, etc, etc.  El director, que era un hombre sensato, decidió esperar.  Conversaría con los alumnos al día siguiente porque yo garantizaba que la toma sería sólo por ese día.  Aún pienso por qué lo hice... 

Terminada la jornada de clases y pasadas unas horas, los alumnos entregaron la sala sin problemas y sin daños.  Todo en orden, como que aquí nada ha pasado.  Pero, pasó… 

A la siguiente convocatoria de protesta nacional de 1985, el Liceo completo no volvió a las salas después del recreo.  Los gritos de “y va a caer” retumbaban por todos los rincones.  Javier y Hernán se habían elevado a la categoría de ídolos,  algo así como el ché Guevara o Martin Luther King.  Y aunque ellos ya no eran responsables de la protesta, se desplazaban con una aureola de respeto y admiración, principalmente de las jóvenes.  Violeta Parra y Víctor Jara resucitaron en espontáneos guitarreos; conocí las canciones de Los Prisioneros, y el patio se inundó de música y jolgorio.

La más compungida fue la inspectora general.  Su principal preocupación: que se enteraran las autoridades superiores.  Era información que no debía salir del Liceo.  Nada anormal ocurría.  Y si el alcalde o el DAEM se enteraron, no fue por el canal oficial.  Después de todo, ella era la responsable del orden y la disciplina escolar, y dato no menor: se jugaba el cargo designado.  

Pero en ese tiempo, los alumnos querían a su Liceo y aunque no obedecían nuestras órdenes para ingresar a la sala, sí nos respetaban.  Y la protesta, o más bien la jornada de cantos y de sacar la vuelta, terminaba cuando las puertas se abrían para regresar a sus hogares.  Los inspectores de pasillo o los profesores, porque no tenían autoridad sobre los alumnos, eran señalados como responsables, y así la recriminación caía en punto muerto.  Pero, al día siguiente, las clases continuaban con normalidad.  Olvidábamos lo ocurrido, re-calendarizábamos las pruebas y más de alguno aprovechaba la instancia de entablar un diálogo con sus alumnos, intentando educarlos para una democracia, que sentíamos que más temprano que tarde, llegaría.  Ningún daño que lamentar.  Nada de nada.  Perdón, en el baño no quedaba rincón sin  garabatos para el General, curiosamente, similares a los que hoy veo escritos en las  calles de mi ciudad….

¿Similitudes?  Adolescentes en masa desafiando la autoridad y haciendo uso de su incipiente autonomía. 

¿Las diferencias?  Varias y ya expuestas.  Además, no teníamos como Liceo un petitorio que atender, ni ellos años que esperar…