miércoles, 15 de enero de 2020

Rebelión adolescente

Los estudiantes que quieren postular a una carrera universitaria deben enfrentarse a una selección que les permita acceder a ella.  Se trata de la Prueba de Selección Universitaria, conocida como PSU. 

Pero, la PSU tiene varios detractores que consideran -entre varias falencias-, que acentúa la brecha entre grupos socio-económicos.  Así lo señala el Informe Pearson del año 2013, y las opiniones del rector de la Universidad Central (en carta al Diario La Tercera el año 2014), del rector de la Universidad Diego Portales (en su columna de este Domingo en el Diario El Mercurio) y del rector de la Universidad de Los Lagos (hoy en el Diario Austral).  

Para los estudiantes secundarios, el fin de la PSU ha sido una demanda histórica.  Desde el 2006, en que iniciaron movilizaciones para mejorar la educación pública, vienen pidiendo un cambio al sistema de ingreso a las universidades, sin resultado alguno.

Este año, y producto del estallido social y la violencia no controlada, la autoridad postergó la PSU en dos ocasiones hasta que definió como fecha final este 6 y 7 de Enero.

Las organizaciones de estudiantes secundarios consideraron que era el momento oportuno para medir fuerza y protestar nuevamente.  Llamaron a suspender la PSU, denunciando que la autoridad quería mostrar una normalidad que no existe en el país.  De lo contrario, hacían un llamado a boicotearla; y lo hicieron.

Lo que ocurrió fue un lamentable, triste y bochornoso espectáculo: los estudiantes intentando impedir el derecho de sus pares a rendirla, y las autoridades endosándose públicamente la responsabilidad por la evidente falta de seguridad.

Esto me hizo recordar un episodio vivido cuando era profesora del tercero B el año 1985, y que les quiero contar.

Eran tiempos de recurrentes manifestaciones callejeras contra la dictadura militar.  En mayo de 1983 los trabajadores del Cobre llamaron al primer  paro y protesta en dictadura, a los que en forma espontánea se sumaron amplios sectores de la sociedad.  Desde esa fecha, las manifestaciones no pararon.  El año 1985 fue trágico, intenso y también esperanzador: un terremoto  dejaba en ruinas la zona central; un integrante de la Junta Militar debió renunciar por la investigación del caso de los degollados en Quilicura; los profesores volvíamos a elegir a los dirigentes -hasta entonces designados- del Colegio de Profesores; reaparecían las peñas folclóricas; a gimnasio lleno se presentaba Quelentaro en el Colegio San Mateo; la sociedad civil se organizaba; y la televisión comenzaba a informar… mejor. 

Sin embargo, los alumnos de secundaria estaban ajenos e ignoraban  la contingencia política y social.  Eso creíamos.  Después de todo, era una generación que había crecido  bajo la dictadura: que en sus años de escuela básica habían desfilado  orgullosos cada 11 de Septiembre celebrando la liberación de la  patria; seguían cantando cada lunes la tercera estrofa del himno nacional; nada sabían de educación cívica; se decía que no estaban ni ahí; y los profesores que deslizaban  algunas críticas al sistema, lo hacían como en el desierto, sin feedback.

Pero en el tercero B de 1985, la situación era algo diferente.  En mi calidad de profesora jefe conocía información familiar, económica y social de mis alumnos.  Los primos Javier y Hernán, que pertenecían al curso, tenían sus vidas marcadas por la dictadura: sus padres eran exonerados políticos.  Y como experimentaron la desesperanza de sus padres, al perder su trabajo sin oficio ni profesión, competían por ser los mejores alumnos del curso.  Se distinguían por su curiosidad intelectual y amor por la lectura.  Mientras sus cuerpos manifestaban los primeros signos de la madurez biológica, las emociones se columpiaban al vaivén de las olas del mar,  el intelecto, con recia voluntad, se alimentaba de todo conocimiento e información a su alcance.  Hoy son  destacados profesionales universitarios.  

La cuestión es que, en una de esas llamadas a protesta nacional del año 1985, Javier y Hernán decidieron que debían actuar y lograron convencer a todo el curso que los apoyara.  El modo elegido fue atrincherarse en la sala después de un recreo, sin dejar salir o entrar a nadie. 

Recuerdo que cuando llegué a la sala, tenían la puerta cerrada y afirmada con bancos, sillas y nadie respondía.  Después de unos minutos -por debajo de la puerta- apareció un papel donde comunicaban que se quedarían allí, que era una toma de la sala en adhesión a la protesta nacional para poner fin a la dictadura militar; y comenzaron a tirar panfletos por la ventana -hechos por ellos mismos-, gritando consignas  contra el régimen.

La voz corrió por todo el establecimiento y se armó una increíble batahola.  Hasta entonces, no había antecedentes de una acción similar en liceos de la  comuna.  El director, después de intentar sin éxito ingresar a la sala, llamó a reunión a su  equipo, yo incluida  en calidad de profesora jefe, y seguramente principal sospechosa.  Escuché de todo: buscar los adultos responsables –porque seguro alguien incitó esa acción-, llamar a los apoderados, suspensión con pena máxima, ubicar los cabecillas y separarlos de curso etc, etc, etc.  El director, que era un hombre sensato, decidió esperar.  Conversaría con los alumnos al día siguiente porque yo garantizaba que la toma sería sólo por ese día.  Aún pienso por qué lo hice... 

Terminada la jornada de clases y pasadas unas horas, los alumnos entregaron la sala sin problemas y sin daños.  Todo en orden, como que aquí nada ha pasado.  Pero, pasó… 

A la siguiente convocatoria de protesta nacional de 1985, el Liceo completo no volvió a las salas después del recreo.  Los gritos de “y va a caer” retumbaban por todos los rincones.  Javier y Hernán se habían elevado a la categoría de ídolos,  algo así como el ché Guevara o Martin Luther King.  Y aunque ellos ya no eran responsables de la protesta, se desplazaban con una aureola de respeto y admiración, principalmente de las jóvenes.  Violeta Parra y Víctor Jara resucitaron en espontáneos guitarreos; conocí las canciones de Los Prisioneros, y el patio se inundó de música y jolgorio.

La más compungida fue la inspectora general.  Su principal preocupación: que se enteraran las autoridades superiores.  Era información que no debía salir del Liceo.  Nada anormal ocurría.  Y si el alcalde o el DAEM se enteraron, no fue por el canal oficial.  Después de todo, ella era la responsable del orden y la disciplina escolar, y dato no menor: se jugaba el cargo designado.  

Pero en ese tiempo, los alumnos querían a su Liceo y aunque no obedecían nuestras órdenes para ingresar a la sala, sí nos respetaban.  Y la protesta, o más bien la jornada de cantos y de sacar la vuelta, terminaba cuando las puertas se abrían para regresar a sus hogares.  Los inspectores de pasillo o los profesores, porque no tenían autoridad sobre los alumnos, eran señalados como responsables, y así la recriminación caía en punto muerto.  Pero, al día siguiente, las clases continuaban con normalidad.  Olvidábamos lo ocurrido, re-calendarizábamos las pruebas y más de alguno aprovechaba la instancia de entablar un diálogo con sus alumnos, intentando educarlos para una democracia, que sentíamos que más temprano que tarde, llegaría.  Ningún daño que lamentar.  Nada de nada.  Perdón, en el baño no quedaba rincón sin  garabatos para el General, curiosamente, similares a los que hoy veo escritos en las  calles de mi ciudad….

¿Similitudes?  Adolescentes en masa desafiando la autoridad y haciendo uso de su incipiente autonomía. 

¿Las diferencias?  Varias y ya expuestas.  Además, no teníamos como Liceo un petitorio que atender, ni ellos años que esperar…