miércoles, 20 de octubre de 2021

Verano de 1960

Cuando mi padre llegó a casa aquella tarde jugando al misterio y me pidió los mapas que se guardaban arriba del ropero, no pensé que estaba a punto de cumplir mi sueño.

Eligió el mapa de Chile.  Lo desenrolló sobre la mesa de la cocina y me dijo: la próxima semana zarparemos desde este punto -señalado en el mapa- y llegaremos a este otro, a la casa de tu tía Clara. 

Mi padre era oriundo de la actual región del Bío-Bío y tenía prometido, desde hacía tiempo, llevarme a conocer el lugar donde él nació, creció y donde aún vivía su hermana mayor.

En el mapa todo se veía fácil.  Recorría una línea con su dedo y como si fuese magia, en menos de un segundo, llegábamos a destino.  Pero vivíamos en Coyhaique, a más de mil kilómetros de distancia y la promesa consistía en hacer el viaje en barco.

Mi madre lo quedó mirando con incredulidad, pero rápidamente agregó: está todo organizado, nos iremos en barco, haremos escala en Osorno, en casa de tus abuelos.  Sólo falta enviar telegrama y preparar el equipaje.

Para mi madre, que llevaba tres años sin ver a la suya, fue la mejor noticia que pudo recibir.  Para mí, un sueño que se hacía realidad.

Nunca había viajado en barco, ni siquiera en bote.  Tampoco conocía el mar.  No había respirado la brisa marina, ni pisado la arena de una playa.  Llegué a Coyhaique en avión, de la mano de mi tía Isaura, en las vacaciones de mi primer año escolar, un año después que mis padres se establecieran en ese austral lugar.  Cuando mi padre fue trasladado a ese pueblo, vivíamos en Santiago y sólo sabía que su nuevo destino se localizaba muy al sur.  No tenía idea de la ubicación geográfica ni cómo sería su nueva vida.  Fue entonces cuando tomó dos decisiones: comprar varios mapas para ubicarse en el mundo y aceptar dejarme por un año en Osorno, con mis abuelos maternos, para que inicie mi etapa escolar.

Tanto me alboroté con la noticia del viaje, que la imaginación se fue volando a ese universo paralelo de fantasía que me gustaba construir.  Lo hacía para entretenerme y soñar despierta mis propias películas, con fantásticas historias.  En segundos, ya estaba arriba del barco rodeada de  marineros que me protegían de malvados piratas; pulpos gigantes se encaramaban a cubierta con sus enormes tentáculos, y grandes ballenas enfilaban detrás del barco.  De vuelta a la cocina de mi casa, me dije: no debes olvidar llevar tu diario de vida.

Iniciamos el viaje por el hermoso camino de natural belleza escénica que conduce a Puerto Aysén, para embarcarnos en el único navío de carga y pasajeros que en ese entonces, hacía el trayecto hacia Puerto Montt. 

Mi primera gran sorpresa fue que el capitán del barco, no tenía cicatriz en el rostro, ni pata de palo como el capitán Ahab, en la novela Moby Dick.  Por el contrario, un risueño capitán nos recibió con amabilidad y un joven marino  nos condujo al camarote por unas angostas escaleras metálicas. 

El camarote era estrecho y tenía un ojo de buey justo en el medio de las dos literas.  Por esa ventanilla observé detenidamente la inmensidad del mar, mientras mis padres acomodaban las maletas y el barco anunciaba la partida.  

La tierra comenzó a desaparecer lentamente.  Todo era mar.  El incesante movimiento de las olas jugando con los rayos del sol, que a la vez jugaban escondiéndose detrás de las nubes, me mantuvo hipnotizada hasta que me avisaron que saldríamos a recorrer el barco. 

Los pasajeros no sumaban más de diez, y yo era la única niña en ese viaje.  Todos muy amables, me saludaban, preguntaban mi nombre, y en qué curso iba.  Me hicieron sentir como si fuese una princesa.  A mi  padre le entró el bichito de la curiosidad.  Quería averiguar cómo se comandaba un buque, conocer el puente de mando, y el funcionamiento de cada instrumento de navegación.  Mi madre se preguntaba dónde funcionaba la cocina y cómo se cocinaba en medio del mar.

Recorrimos todo el barco, de proa a popa, y cuando el capitán vio a mi padre observando -sin ningún disimulo- hacia el interior de su cabina, salió amablemente y nos invitó a entrar.  Mi padre, algo avergonzado por fisgonear de ese modo, argumentó que tenía un gran interés por conocer las tareas que él ejecutaba.  En segundos, el bochorno había pasado, y entablaban una cordial conversación como grandes amigos. 

Entre los controles de navegación había brújulas, radares, piloto de velocidad, uno que medía la profundidad del mar, un compás magnético y otros más.  Todos perfectamente empotrados en un bonito panel de madera barnizada.  Aunque parecía que el barco no avanzaba, el medidor de velocidad decía otra cosa.  Pero la más importante e inolvidable experiencia de aquella travesía, fue que el capitán me permitió sostener el timón y dirigir el barco en mar abierto por algunos minutos.  ¡Fue una vivencia maravillosa! 

Cuando encontramos la cocina, estaban preparando la cena y todo era vapor con diversos aromas.  Mi madre se asomó por la puerta que se encontraba abierta y con su mejor sonrisa saludó a los cocineros, todos vestidos de blanco.  Un hombre chico y panzón, le contestó con cortesía y sonriente la invitó a entrar.  Pero el calor era sofocante, así es que  desde el umbral de la puerta mi madre preguntó qué preparaban para la cena.  El panzón resultó ser un parlanchín -algo coquetón- que hizo buenas migas con ella.  Le contó que era oriundo de Chiloé y llevaba varios años trabajando en el buque, que se había ganado el puesto de cocinero jefe, encargado del menú y del aprovisionamiento, y bla, bla, bla.  Al darse cuenta que yo estaba aburrida, el panzón me regaló una manzana que me comí de inmediato porque ya tenía hambre y aún faltaba tiempo para que sirvieran la cena. 

Mientras me disponía a dormir como un bebé mecido en su cuna, la luz de la luna iluminaba el camarote.  El viaje fue tranquilo, con mar en calma.  Aunque había lugares prohibidos de acceder, conocimos todos los otros rincones y vericuetos del barco.

Como en otras ocasiones, mis fantasías no se materializaron, no nos persiguieron ballenas, tampoco vi pulpos gigantes y no nos asaltaron piratas.  Sólo mar y cielo en toda su majestuosa enormidad.

En Osorno, los planes cambiaron.  Mi abuela se encontraba recuperándose de un tratamiento experimental contra el cáncer, al que se había sometido voluntariamente en Santiago.  El tratamiento había sido tan exitoso, que los médicos tratantes y mi abuela fueron filmados para el noticiero que se exhibía en los cines, antes de la proyección de las películas.  Así, mi abuela que no había perdido el sentido del humor, se vanagloriaba contando a todos que era una estrella más del cine, toda una diva, a lo Greta Garbo.  Pero mi madre, al verla tan delgada, desconfió del éxito del tratamiento y decidió no continuar viaje porque necesitaba   acompañarla y regalonearla.

Mi padre estuvo de acuerdo y continuamos solos nuestro itinerario.  Llegamos en tren a San Rosendo para seguir viaje en el único y estropeado bus que existía, por un camino de tierra y polvo.  El paisaje era diferente,  extensas zonas de trigales se observaban a ambos lados del camino.  Me preocupaba el recibimiento de mi tía y mis dos primos porque si las cosas no salían bien, mi mamá me haría mucha falta.

Nos bajamos del bus a medio camino, en el lugar indicado: un poco más allá de la escuela rural y la capilla, pasado el puente, donde había una hilera de grandes álamos y una tranca celeste.  La casa no estaba a orilla del camino, ni siquiera se veía.  Debimos caminar un largo trecho bajo un sol ardiente, hasta que cuatro amenazantes perros alertaron a mi tía y primos a salir a nuestro encuentro.

No pasó mucho tiempo para sentirme parte de aquella familia.  Mi madre -en el sermón de despedida- me había pedido que ayudara a mi tía en las tareas de la casa, que hiciera mi cama, lavara mi ropa y siempre pidiera permiso antes de sacar o tomar algo.  Por eso, cuando descubrí la quinta de frutales, con duraznos, peras, manzanas, brevas y otras frutas, le pedí permiso para entrar a sacarlas.  

Me respondió que podía tomar toda la fruta que quisiera y recorrer todos los lugares del predio. Sólo tendría prohibido entrar al bosque que se divisaba a lo lejos, ir sola al río, entrar a su dormitorio y tocar las plantas de litre.  Luego, me explicó por qué: en el bosque andaban duendes transparentes poco amistosos que raptaban niñas; en el río me podía ahogar como le había ocurrido a otros niños; su dormitorio era un lugar sagrado; y el litre me dejaría llena de ronchas y tendrían que llevarme a un hospital. 

La tía Clara y su marido Samuel, se levantaban de madrugada y no paraban de trabajar.  Ella preocupada de alimentar sus gallinas, preparar el desayuno con pan recién horneado -que acompañaba de queso fresco y mermelada que ella misma hacía- y un buen jarro de leche recién hervida.  Mi tío Samuel, acompañado de mi entusiasta padre, salían temprano a ordeñar las vacas, alimentar los cerdos, regar las siembras, atender los caballos y recorrer el terreno.  

La mañana pasaba rápido.  Me gustaba ayudar  en la cocina a desgranar arvejas, habas, choclos y sobretodo conversar con mi tía.  Me contaba  divertidas y amenas historias de mi padre cuando era niño, de sus maldades y anécdotas de sus hermanos; yo le contaba cosas de Coyhaique: de la piedra del indio tallada por la naturaleza que se observaba desde el puente colgante; la plaza de armas con forma pentagonal; las excursiones al campo lleno de frutillas silvestres y calafate; la pesca de grandes salmones  en el río Simpson; la escalada de fin de semana al cerro Mackay y la larga temporada invernal de hielo y nieve. Ella conocía muy bien su región, de cordillera al mar, pero nada más al norte, ni nada más al sur.  Las preocupaciones del campo ya no  permitían ausentarse.  

Un día me contó lo que consideraba su más íntimo secreto: que si no fuese por la crianza de caballos de su padre, aún estaría soltera.  Samuel, a quien conocía desde la escuela pero que no veía muchos años, se presentó un día con la intención de comprar unos potrillos.  Fue entonces, cuando cupido lanzó la flecha con punta de oro, se encendió la chispa del amor, y meses después ya eran marido y mujer.  De los nueve hijos de mis abuelos paternos -a quienes no alcancé a conocer- sólo ella se quedó en esas tierras para trabajarlas y cuidar a sus padres.   

Después del almuerzo, cuando el sol abrasaba la tierra, la tía Clara y su marido se retiraban a descansar y dormir una corta siesta. 

La puerta trasera de la cocina daba a un  corredor exterior que se unía a un parrón.  Bajo el parrón, una mesa grande y rectangular con dos bancas a los lados: era el comedor de verano.  Cien metros más allá, un bonito estero denominado Los Sapos, corría cristalino para desembocar más abajo, en el río Claro.

Casi nada había que comprar en esa casa.  Todo estaba allí.  Sólo había que ir al huerto: tomates, arvejas, cebollas, albahaca, etc. etc.  En otro sector, cientos de melones y sandías terminaban su proceso de maduración para ser comercializados.  Más allá, un gran trigal, mucho trigo.  En las faldas del cerro, un pequeño viñedo de tiempos inmemoriales, les permitía elaborar vino y aguardiente.  

Mi prima era una niña muy bonita, un año menor, algunos centímetros más alta,  rezongona y siempre chascona.  Montada en su potranca llamada Reina, salía a cabalgar todas las mañanas y aunque tenía prohibido saltar obstáculos, era lo que más disfrutaba como si fuese una amazona profesional.  Me instalaron en su pieza.  Una noche, intrigada por los duendes transparentes del bosque, tuve la mala ocurrencia de preguntarle si eran fantasmas.  Argumentó que eran familia de los fantasmas, pero más pequeños y armó una historia con espíritus y otros duendes de colores que también habitaban el bosque, jurando que la habían  perseguido más de una vez.  No le creí, pero igual se instaló la duda.  Mientras se durmió plácidamente, yo no logré conciliar el sueño sino hasta muy tarde.

Mi primo bordeaba los nueve años.  No miraba de frente, sino por el rabillo del ojo y casi no hablaba.  Llevaba colgado al cuello unos binoculares infantiles que le habían regalado recientemente y todo lo miraba a través de los prismáticos.  Así me auscultó.  Algo huraño, esquivo, pero también burlón.  Se presentaba ante sus padres como un dulce ángel, acurrucándose a su mamá.  Sin embargo, no pasaron muchos días para descubrir su verdadera naturaleza: experto en maldades y delitos menores.  

Ocurrió una tarde mientras mis tíos descansaban.  Entré a la cocina y lo vi encaramado en una silla con una caja metálica en sus manos, con billetes y monedas. Asustado, comenzó a rogarme que no lo acuse.  Era la caja donde mi tía guardaba el dinero proveniente de la venta de huevos.  La caja se guardaba arriba de un mueble de la cocina y no se veía a simple vista.  Como no guardé silencio, pensando que me podían culpar por el robo, se generó en él una tirria que duró muchos años y que desencadenó una guerra fría que me hizo detestarlo.

Días después, tomó venganza.  Violó el pequeño candado de mi diario de vida para arrugar las hojas; cortó la correa de mi carterita rosada; arrojó al chiquero mi pulsera con chiches de fantasía e hizo desaparecer todos los lápices que tenía en mi estuche.  No me dejó otra opción que volver a acusarlo con mi padre, quien le dio un buen sermón y santo remedio.   

Pero cuando descubrió que la gata Pelusa me seguía a todas partes, que permitía la abrazara y acariciara su panza, comenzó a maltratarla sólo con la intención de provocarme.  La tiraba de la cola y la chuteaba como a una pelota, esperando mi reacción.  Aunque me dolía el alma, nunca me metí ni le dije nada.  Pobre gata, no le quedaba otra cosa que desaparecer. 

Todas las tardes nos permitían ir al río.  Partíamos chapoteando por el estero, recogiendo insectos, buscando sapos, grillos, hormigas, lagartijas, corriendo y jugando de mil maneras.  En el verano, bajaba el caudal del río y había una parte muy bonita con playa incluida que corría por la propiedad de mis tíos.  Era el lugar más seguro, y allí llegaban también otros niños -entre primos y parientes- que vacacionaban en predios vecinos.  Nos juntábamos un grupo grande.  Mi padre se asomaba recurrentemente a vigilarnos montado a caballo con chupalla de paja, de ala grande.  Guardo una imagen casi fotográfica: yo en la ribera del río y él en la altura, montado en Capitán observando lo que hacíamos.  Se veía tan imponente, como un actor de cine del “far west”.   

Sólo en dos ocasiones estuve ausente en el río.  Cuando fui a conocer la casa natal de mi padre,  y el 20 de Enero cuando fuimos a Yumbel a la    fiesta de San Sebastián.  

Según la historia, San Sebastián fue un joven soldado mártir, de origen romano, que murió atravesado por flechas en el año 288 por defender su fe cristiana.  Es venerado en muchos países.  La imagen del santo, que está hecha de madera de cedro y mide 73 centímetros, la trajeron los españoles y la instalaron en una capilla de Chillán.  Cuando los mapuches atacaron Chillán, la trasladaron a Yumbel para evitar que fuera profanada.  Luego vino una larga disputa entre los fieles de ambas localidades, hasta que un juez eclesiástico tomó la determinación final.  Ganó Yumbel.  Las peregrinaciones a este santo tan milagroso, datan desde 1878.

La casa natal de mi padre quedaba bastante lejos, en una colina, y al otro lado del río.  Nos fuimos a caballo con mi tía y sin mis primos.  Sólo algunas vigas en pie y escombros entre la vegetación delataban que allí hubo, alguna vez, una vivienda.  El devastador terremoto de Chillán de 1939, que cobró una cifra estimada de 24.000 vidas, también se hizo sentir en la zona y destruyó buena parte de la casa de adobe.  El resto, lo hizo el tiempo.  Mi tía recordó el momento justo cuando la tierra se movió y todo se empezó a desmoronar.  Fue  una noche de Enero.  

Para esa fecha, mi padre se encontraba realizando el servicio militar en Chillán y vivió la cara más brutal de la catástrofe.  Con más de la mitad de la ciudad derrumbada y muertos por todas partes, las Fuerzas Armadas tomaron el control: se dispuso toque de queda y pena de muerte para quien no acate.  Los soldados de aquella generación tuvieron la pesarosa misión de limpiar la ciudad de escombros y cadáveres, en extensas y agotadoras jornadas.  Las altas temperaturas comenzaron a descomponer los cuerpos bajo los escombros y la orden era actuar con rapidez.  Los muertos fueron depositados en una gran fosa común y se procedió a vacunar a la población contra la fiebre tifoidea.  Aunque se sentía orgulloso de haber colaborado en esa desgracia, habían dos cosas que no podía olvidar: el impacto de encontrar pequeños niños muertos bajo los escombros, y el hedor de los cuerpos en descomposición.  Sin saber qué decir, nos quedamos un largo rato en silencio.   

Luego vinieron los alegres recuerdos de infancia, de sus juegos, cuando iban juntos a la escuela seguidos por sus perros y etc. etc.  Recordaron que mi bisabuelo había donado el terreno para levantar la escuela y capilla, preocupado por dar a su descendencia la educación que él no pudo tener.  La tierra había pertenecido a la familia desde mucho tiempo, pero ignoraban la línea de sangre, del primero de nuestros ancestros con este apellido.  El árbol genealógico sólo llegaba hasta mi tatarabuelo.  Sin registros familiares ni estudios genealógicos, sólo quedaba confabular.  Mi tía dijo que nuestro apellido llegó con un apuesto, valiente y aventurero joven procedente del norte de España, que un día se embarcó rumbo a América, y sin saber cómo, llegó a la zona y se adueñó de todo lo que pudo.  Nos reímos.  Mi padre advirtió la posibilidad que hubiese sido un forajido, enviado como muchos otros desalmados, por la corona española a conquistar y poblar las nuevas tierras.  Eso no gustó.  Se miraron y ambos  negaron admitir algo así, menos ante mi presencia.  Debía quedarme muy claro, que no descendíamos de malhechores ni delincuentes.  Nuestro apellido era honorable. 

Fue un reencuentro con el pasado.  Emotivo y necesario.  Cerramos la visita al lugar con la petición de mi tía de rezar un padre nuestro y tres ave marías dedicados a mis abuelos, bisabuelos y todos nuestros antepasados. 

El viaje a Yumbel fue distinto.  Fue también, la primera vez que vi a mi tía sin los delantales sueltos tipo pintora y chancletas viejas.  Soltó su ondulado cabello que siempre llevaba tomado, eligió un vestido celeste con cinturón negro que marcaba su diminuta cintura, zapatos de tacones y labios pintados.  Era otra tía.  Mi prima se peinó, se puso sus zapatos nuevos de charol negro y calcetines blancos, y yo,  también me apituqué.   

En Yumbel, todo era un caos.  Fieles y comerciantes se habían tomado la plaza y todo el pueblo.  Mi tía logró colocar su aporte de dinero en la vistosa alcancía de la iglesia, encender las velas que compró, e hincada en una banca con toda su devoción, dio gracias al santo por los favores concedidos.  Mi prima y yo, sólo queríamos alejarnos de la gente y que nos compre los helados prometidos. 

Antes de regresar, una vuelta para ver las ofertas de los devotos comerciantes de otras ciudades y comprar: parches curita, un mantel, una olla enlozada y otros artículos de cocina.  Para nosotras, unos pinches de colores. Una pelota y un pito para mi primo que se había quedado en casa.  Pito que después de unos días se lo robé y lo pisé con enojo hasta hacerlo añicos.  Fue la única batalla que emprendí en nuestra guerra declarada.

En la vida, todo tiene un comienzo y un final.  Las vacaciones terminaron, regresamos a casa, mi padre al trabajo, mi madre a organizar y administrar el hogar, y yo al colegio.    

Han pasado décadas.  Muchas, muchas cosas han cambiado.  La tierra de mis antepasados se fue fraccionando de forma paulatina, y aceleradamente con el Decreto Ley 701 de 1974, que bonifica con un 75% las plantaciones de pino y eucalipto.  Las empresas forestales aprovecharon la legislación y comenzaron a adquirir tierras para el desarrollo de su industria.  Por desconocimiento de este incentivo u obnubilados por las luces de las grandes ciudades, los herederos fueron sucumbiendo a las tentadoras ofertas económicas de compra.   Ya no se ven los grandes trigales, maizales, ni bosque nativo, o extensiones de melones y sandías.  Sólo pinos y eucaliptos conforman el actual paisaje.  El estero Los Sapos se ha secado.  Enormes camiones con acoplado transitan con madera, por caminos ahora pavimentados.

Tampoco están mis padres, tíos y abuelos.  Sólo queda el refugio de los recuerdos, y a través de ellos, resucitar lo vivido.  Si hago el ejercicio de  cerrar los ojos, los veo: estamos desayunando todos juntos bajo el parrón; bebo leche en el jarrito verde enlozado con saltaduras en el  borde; luego estoy empinándome para sacar duraznos del árbol; camino bajo el sol con una enorme sandía preocupada que no se me caiga; o voy corriendo hacia el estero en competencia de quien llega primero. 

Me invade un sentimiento de nostalgia, plácido y dichoso. 

¡Bendita memoria! Eres sin duda, la fuente de nuestras vidas, de lo que somos y sentimos.  Es un privilegio poder recordar aquel feliz verano del 60.