sábado, 11 de mayo de 2019

El Liceo de Patricia

El día 11 de Septiembre de 1973, fecha del golpe militar que cambió la historia del país, la profesora Patricia Inés se encontraba en casa con reposo médico desde el mes anterior, por una fractura del tobillo derecho.  Sucedió que al ingresar de prisa a su jornada laboral, perdió equilibrio al subir la escalera de ingreso, cayendo al piso con todo el peso de su cuerpo.  Calzaba sus zapatos negros preferidos con adornos de charol  y taco alto, que después descubriría tenían las tapillas gastadas.  Ese día todo empezó mal.  Más temprano, derramó sobre su blusa el habitual café con leche, que acompañado de tostadas con mantequilla y mermelada, acostumbraba desayunar.  Debió entonces cambiar la blusa, y cuando estaba lista para salir se percató que también tenía manchada la falda.  Todos esos cambios de ropa la atrasaron. 

La caída fue brutal.  Un par de alumnos la ayudó a levantarse.  Las medias se rompieron, el pañuelo de seda que llevaba al cuello quedó debajo de su cuerpo, la mano derecha rasmillada, y el bolso con documentos y libros se abrió quedando desparramado en el suelo.  Rápidamente llegó el director del liceo, quien la trasladó al hospital en su automóvil.  Horas después regresaba a casa con una bota de yeso, con el pie en 90°.  Tenía sólo 25 años, y era su primer trabajo en el Liceo Emiliano Figueroa de la ciudad.  

La noticia del golpe militar la conoció recién cerca del medio día cuando su padre, suboficial en retiro de la policía, llegaba desde el litoral dónde construía una casa de veraneo.  Esa mañana, ella y su madre prepararon el almuerzo, y en su entretenida conversación olvidaron encender la radio.  La noticia la dejó perpleja.  Lo que podría estar ocurriendo en el liceo, la empezaba a atormentar.  Su padre la calmó diciendo que sería algo pasajero, que no había por qué preocuparse, y que una vez restablecido el orden todo volvería a su cauce normal.

Pero los comunicados militares, transmitidos por las emisoras locales, que restringían libertades y solicitaban la presentación de ciudadanos al cuartel militar no la tenían tranquila.  El barrio estaba en orden.  Todo parecía normal, sólo que  algunos vecinos comenzaron a izar banderas chilenas.  Su madre propuso hacer lo mismo, pero su padre ignoró la sugerencia y preguntó si estaba listo el almuerzo.  Arreglaron la mesa y se sentaron a comer sopa de verduras, pastel de papas y manzanas asadas.  Recuerda que lo único que se habló fue si quedaban papas, harina y otros abarrotes, porque a su padre le preocupaba que el desabastecimiento existente pudiera  profundizarse.  No fue así.  Como por arte de magia los productos llegaron al comercio el día siguiente.

Con el paso de las horas, los rumores de detenciones ciudadanas empezaron a circular entre los vecinos y una ola de temor, por sus colegas revolucionarios con compromiso político, la invadió.  No podía salir con esa bota tan incómoda, no había teléfono en casa y si hubiese podido salir: ¿dónde ir?  Las horas y días siguientes estuvo pegada a la radio escuchando los nombres de quienes debían presentarse al destacamento militar.  Nadie conocido. 

A la semana siguiente llegaron visitas. Una para ella, y otra para su padre. La visitó Esteban, un alumno de su clase.  Tenía aproximadamente 17 años y por iniciativa propia era el encargado de conseguir cigarrillos a sus profesores en el mercado negro, cuando estos desaparecieron del comercio establecido.  Pero él nada sabía del liceo pues ya no asistía a clases.  Venía a despedirse.  Sus padres habían partido a Argentina horas después del golpe y él, con sus hermanos menores y abuela, viajarían a reunirse con ellos en Neuquén donde tenían familiares.  La escena aún la recuerda.  Esteban consideró que la despedida ameritaba confesar su secreto: estaba enamorado de ella, de su voz y su sonrisa.  Dijo que nunca la olvidaría e insistió en regalarle una pulsera que su madre dejó olvidada en el apuro por salir del país.  Patricia se emocionó hasta las lágrimas.  Él le puso la pulsera en la muñeca izquierda.  Se abrazaron por largo rato y se despidieron con un apretado beso.  Veinte años después se reencontrarían, pero esa es otra historia.

La visita de su padre tenía otro carácter.  Era un ex compañero de armas que venía a informarle que estaban reclutando personal en retiro y que, si le interesaba, tenía que presentarse en el cuartel policial.  No se interesó.  Estaba entusiasmado en terminar la casa de la playa.  Toda la obra de carpintería la hacía con sus propias manos. 

Cuando le sacaron el yeso y regresó a sus clases, nada era igual.  El director que la  trasladó al hospital ya no estaba.  Esa función la desempeñaba ahora un antiguo profesor, que años antes le había hecho clases en otro establecimiento educacional.  Tampoco estaban el inspector general, el alegre profesor de música, la extravagante profesora de historia, el misterioso profesor de matemática y otros docentes que poco   conocía.  Lo mismo pasó con alumnos que nunca más volvieron. 

Después de saludar a todos y contenta por volver a trabajar, ingresó a la sala N° 6 dónde la esperaban sus alumnos con asistencia completa. Hizo su clase con mucho entusiasmo, pero ansiosa de que sonara la campana que anunciaba el primer recreo.  Era el recreo más largo de la jornada y los docentes acostumbraban reunirse en la sala de profesores a tomar un café, fumar un cigarrillo, compartir experiencias y analizar la actualidad que -hasta cuando ella se accidentó- era sobre la situación económica y política, y la incertidumbre que amenazaba la convivencia nacional y el desarrollo del país.  A pesar de coexistir diferentes y antagónicos puntos de vista, las discusiones –aunque agudas- siempre se enmarcaban en el respeto, y terminaban con el toque de campana y con la frase: “pase lo que pase, tenemos que seguir trabajando”. 

Grande fue su sorpresa cuando a la sala de profesores no llegaron todos. Sólo cinco profesoras iniciaron el rito del café.  Ella quería saber el destino del director y de los otros ausentes, pero aparte de enterarse que los habían cesado en sus funciones por un decreto ministerial o algo parecido, nadie sabía más y tampoco querían inmiscuirse.  Patricia lo entendió y no volvió a preguntar.

El nuevo director la conocía muy bien. Había sido profesor jefe de sus dos últimos años. También conocía a su madre que había ocupado un cargo en la directiva del Centro de Padres.  En el último año, la había suspendido por hacer la cimarra con  una compañera.  Debían volver con apoderado, y por más que le rogaron y suplicaron volver a clases, no lograron convencerlo.  Su madre no quiso ir a pasar esa vergüenza y, como los días pasaban,  su padre fue a dar la cara. 

Cuando Patricia entró a la oficina del nuevo director para presentarse e informar que se reintegraba a clases por término de la licencia médica, él la recibió muy bien.  Conversaron de todo un poco, le contó con lujo de detalles el porrazo en la puerta del liceo, de como quedó su ropa y lo contenta que estaba  de retomar sus clases; incluso se atrevió a decirle en tono de broma que esperaba no la vuelva a suspender.  El la miró fijamente a través de sus redondos lentes y en tono muy serio, respondió: si es tan disciplinada como su papá, no tendrá problemas.

Patricia le tenía afecto y respeto porque había sido un buen profesor, y sentía que había reciprocidad.  Por eso, no le sorprendió que días después la invitara a una reunión que le dijo era secreta, y a la que asistirían sólo docentes de su entera confianza.

La reunión se realizó un viernes por la tarde en la oficina de un destacado dirigente gremial del agro, y tuvo por motivo organizar el nuevo cuerpo directivo del establecimiento, así como sondear si quedaban aún otros docentes con ideologías de izquierda.

Para ocupar los cargos, el director propuso a dos profesoras, pero sin hacer mención de sus antecedentes profesionales.  Patricia se sentía como pollo en corral ajeno.  Tampoco entendía por qué la involucraba en una decisión que pudiera haber realizado en forma personal.  Pero todo estaba ya arreglado.  Si bien las ubicaba, no las conocía del todo; una era presumida y chillona, mientras que la otra era una arribista melosa.  Cuando le pidieron su opinión sólo dijo que le parecía positivo que fueran mujeres.  

El cargo de Inspectora General y Jefe Técnico quedó resuelto en esa reunión de ocho participantes.  Definido el equipo, el director pidió colaboración para con ellas, que asumían una nueva función sin experiencia.  Por lo tanto, solicitó al grupo darles todo el apoyo requerido, así como lo harían él y las nuevas autoridades educacionales. 

El lunes siguiente el director llamó a reunión y anunció las nuevas designaciones y las funciones que asumirían. 

Lo que Patricia nunca supo es que en esa reunión se estaban eligiendo cargos directivos que serían inamovibles aún después de terminada la dictadura, y que tuvieron además otro privilegio: un retiro pactado en condiciones especiales de indemnización, puesto que cumplida la edad de retiro no se les podía desvincular.

Se iniciaba así una nueva etapa en el liceo, que tuvo de dulce y mucho de agraz.  Si hubiese habido un instrumento para medir el  temor  del personal, habría marcado una alta intensidad en los siete siguientes años. La convivencia alegre y  espontánea, y la libre expresión se apagaron tristemente.