viernes, 22 de febrero de 2019

¿Qué hice mal?

Sentado y acomodado en su sillón favorito, Juan Eduardo mira hacia el jardín de su casa. Tiene en sus manos el control del televisor que lo acompaña en las noches.  Aún no oscurece y no lo ha encendido.  Se ha quedado mirando la araucaria que plantó cuando terminaron de construir su casa.  Alcanza un poco más arriba de la reja, y se asombra cómo ha crecido.  Fue un regalo de su hermano, y la plantó sin mucha esperanza de que sobreviva. 

No se encuentra bien.  Está triste y desilusionado de todo.  No entiende, o no quiere entender, por qué su matrimonio se desmoronó.  Lleva dos meses sin ella.  Dos meses de incertidumbre, de extrañarla; la casa está vacía y parece que la siente transitar en la cocina.  Ella ordenó sus cosas una tarde, y se fue con la intención de olvidar los 30 años que juntos pasaron, hasta en el trabajo.  Debió darle razones, pero no se convence, y absorto-mirando la araucaria- vuelve a buscar en su memoria esa pista que le de una respuesta, porque seguro hizo algo mal. 

Todo comenzó en la oficina donde ejercía el cargo de subgerente de una empresa distribuidora de alimentos.  Bordeaba los 35 años, soltero, buena situación económica, un terreno en la costa, casa propia en la ciudad y un automóvil fiat 600 color rojo que lo acompañaba a todas partes. Enamorado de su trabajo, las mujeres pasaban a segundo plano, sin compromiso, y sin dejar huella.  Permanentemente le señalaba al personal a su cargo el valor de la responsabilidad y del trabajo bien hecho.  El amor, algún día llegaría.  Además, el hombre se casa cuando quiere, la mujer cuando puede.

Sí. Siente que tuvo carencias afectivas.  Llegó a la ciudad siendo casi un niño para realizar sus estudios secundarios.  Vivió en pensiones oscuras, sin calor de hogar.  Toda la enseñanza media y universitaria a punta de sacrificio, solucionando sus problemas solo y con recursos escasos.  Se sonríe con orgullo.  Venció todos los obstáculos y logró salir adelante.

Su dolor es Verónica, esa chica 12 años menor, bonita figura, locuaz y muy agraciada, que un día llegó a la empresa para cambiar su vida.  Venía de terminar sus estudios de administración, golpeada por el desprecio del padre de su pequeño hijo, con el estigma de madre soltera e hijo no reconocido, y una familia preocupada por el futuro de ese nieto que no tendría el hogar que ellos entendían debía cobijarlo.

Su encanto lo atrapó en una relación que, como todas las anteriores, sería sin compromiso.  Pero al poco tiempo ella anunció estar embarazada, que su vida se derrumbaba, que cómo lo tomarían sus padres, no lo soportarían.

Con el control en su mano, que golpea suavemente contra el brazo del sillón, recuerda nítidamente ese instante.  Quedó paralizado, no sabía que decir: si era su hijo no podía negarlo.  Ella le gustaba, pero la conocía poco, otro hijo negado por su padre no le parecía justo, trabajaban en la misma empresa y podría tener repercusiones.  Pasaron varios días, estuvo con vértigo, no coordinaba bien las instrucciones ni las decisiones que el cargo le exigía, y el tiempo empezaba a jugar en contra.

Una noche y en los brazos de ella, decidió su matrimonio. Sería para toda la vida y hasta que la muerte los separe.  Su hijo y el de ella, tendrían un padre.  Era un hombre responsable y era tiempo de formar familia.  

Cambia el control a la otra mano, se limpia los ojos, se ha emocionado y como en una película, en el televisor que aún no enciende, sigue recorriendo sus días de matrimonio. Evoca un momento que lo estremece: el embarazo que lo llevó al altar no llegó a término. Fue un aborto espontáneo dijo el médico, tabletas de quinina e infusiones de ruda, dijeron sus compañeras que poco la querían.  Se detiene en su recuerdo, se saca los zapatos, una duda lo atormenta, siente que se ahoga.  ¿Acaso fue una señal divina para haber terminado el matrimonio?  La corta convivencia avisoraba algunas dificultades: no compartían intereses; las cosas que a él lo motivaban eran consideradas como pérdida de tiempo; y la familia de ella lo era todo mientras que la suya sólo problemas. 

No. No pudo ser una señal, no cree en eso.  Además, empezaba a quererla, su nueva vida era entretenida, ella iluminaba la casa, planificaba y tomaba decisiones, su familia lo integraba como un miembro más, se sentía bien y lo querían como a un hijo.  Sólo era cosa de esperar, sus propios hijos tendrían que llegar.  Y así fue. Llegaron dos hijos, que crecieron, y como todos -porque es ley de vida-, se fueron a hacer sus propias vidas.

Sigue sentado en el sillón, el control pasa de una mano a otra, la luz del día se ha ido, es hora del noticiero que le gusta ver, pero aún no enciende el televisor porque no logra descubrir qué hizo mal para que ella lo dejara…




viernes, 1 de febrero de 2019

Las dictaduras de Rizos.



Rizos es una mujer.  No es su verdadero nombre.  Así la llamaba su abuela paterna, que la crío desde los 4 años cuando su madre cerró los ojos y se fue a vivir la vida eterna. 

La llamaba así, porque mientras ella después de cada lavado debía enroscar su pelo con bigudies,  su nieta lucía unos rizos naturales que le daban a su rostro un encanto especial.  

Fue hija única,  nada material le faltó.  Su padre, empleado público, era un hombre bueno pero poco cariñoso, de costumbres y pensamiento rígido.   La educó lo mejor que  pudo, en un colegio privado de monjas y sólo para niñas,  hasta que éstas olvidaron la palabra perdón.

Su abuela paterna, una mujer católica formada en la culpa y el pecado, miembro de la Legión de María, la cuidaba casi las 24 horas del día, en una rutina cronometrada de casa y colegio.

Para su cumpleaños número quince, medía un metro y setenta y dos centímetros de estatura, una silueta de modelo y una hermosa melena rizada, negra azabache.  Ese día, y después de apagar las velas de la torta de hojas con manjar y mermelada de mosqueta hecha por su abuela, decidió hacer un discurso que venía preparando para esa ocasión.  Agradeció que la acompañaran sus amigas. Si bien no cumplía la mayoría de edad,  quince años era un tiempo suficiente para derrocar la dictadura y empezar a conceder algunas libertades, y dirigiéndose a su padre le solicitó autorización para salir los fines de semana, porque ella tenía muy claro lo correcto de lo incorrecto y se sentía capacitada para tomar sus propias decisiones.  Su padre, desconcertado pero admirado de lo bien que se expresaba, en un silencio que ella encontró eterno,  aprobó por  decreto frente a cinco testigos que la llegada a casa debía ser siempre antes que el alumbrado público funcionara.

No llevaba más de tres meses de libertad vigilada, cuando una tarde de enero, se enfermó. Un germen, desconocido hasta entonces, la invadió de cabeza a los pies.  Quedó aturdida pero más despierta que nunca, sin juicio pero más lúcida, inestable pero armoniosamente segura.  En la plazuela Yungay,  había conocido a Julio, un mochilero del norte con rumbo al sur, con guitarra a cuestas y una melena similar.   Era el primer joven a quien podía mirar a los ojos, sin tener que agacharse.

Pocos días después, y como una ladrona con un pequeño bolso, abandonaba su hogar  para  vivir con Julio las escenas románticas de las películas, novelas e historias que había escuchado. 

Su padre casi enloquece y la abuela no paraba de llorar.  Que va a decir la gente; ya no podrá vestir de blanco si alguna vez se casa; el hippie la obligó, estoy segura.  Pasaron 8 días, cuando carabineros de Puerto Aysén la encontró. 

Desconectada del mundo, llegó marzo. Las monjas, sin dar razones, le negaron la matrícula.  Fue un  duro golpe.  Terminó sus estudios en  el Liceo de Niñas, y  posteriormente hizo un curso de secretariado en una academia.  Entró a trabajar en la cooperativa agrícola y lechera de la ciudad.  Allí  conoció a Ignacio, un joven contador, alto, flaco, desgarbado, que un año más tarde, en el otoño del 73, la convirtió en su mujer.  A pesar que se vivían tiempos revueltos, y para satisfacción de la abuela, llegó al altar del brazo de su padre y vestida de blanco. 

Pero ese matrimonio dejó un herido peligroso: el orgullo de su jefe.  Ignorante de esa relación, fue una  sorpresa que lo dejó con sabor a derrota.  Era un hombre acostumbrado a ganar en todo terreno y a tomar venganza. Bien parecido, más que la doblaba en edad, practicaba tenis  para mantenerse en forma y vestía muy bien. Se sentía un seductor.  La había acosado desde el primer día, y tal era su descaro, que frente a ella misma se jactaba de ser un hombre que sabía esperar, que tarde o temprano lo iba a aceptar. 

Cuando se produjo el golpe militar, la cooperativa aprovechó de deshacerse  de los  dirigentes del sindicato.  Bajo acusaciones que le dieran sentido a las fuerzas militares,  los entregó para su detención. Todos los dirigentes fueron detenidos. Y fue ese el momento, en que la idea de venganza tomó forma, porque veinte días después una patrulla de carabineros fue a detener sólo a Ignacio, bajo cargos que nunca se supieron.     

Cuesta creerlo, pero en todo el dolor, injusticias y atrocidades de la dictadura, hubo civiles que participaron para cobrar cuentas del modo más indigno. El actual Presidente tiene razón cuando en un discurso señaló que hubo cómplices pasivos. 

Ella supo de inmediato quien estaba detrás.  Aún recuerda su mirada. Le pidió permiso para hacer una llamada larga distancia, para avisarle a su familia  y dejar su puesto de trabajo por el día.  Fue una aprobación con  ironía.  Al  día siguiente le solicitó un adelanto de sus vacaciones y la respuesta la dejó helada,  nunca había escuchado tanta crueldad.  Se retiró para no volver.  No hubo pago alguno, ni de los días trabajados, ni finiquito, nada, nada, al igual que los dirigentes sindicales.

Lo que pasó con Ignacio, detenido  en el local  de una fábrica de calle Mackenna, nunca se sabrá.  La abuela, que conocía personalmente al obispo, pidió su ayuda para liberarlo. Se logró dos meses después.  Encontrar trabajo,  una quimera.  Por eso, cuando el obispo les contó la posibilidad de salir a Venezuela, ella lo aceptó de inmediato.  Lo difícil fue convencer a Ignacio.  Sería un tiempo corto, lo que  dure la dictadura.

La llegada a Caracas no fue fácil, pero se adaptaron. Tuvieron tres hijos varones.  A todos les dieron una profesión y todos les dieron nietos.  Los dos menores viven actualmente en  Miami. 

Una tarde, en conversación telefónica con su padre, éste le propuso regresar.  Ignacio había fallecido en un accidente automovilístico y ella se quejaba de estar muy sola.  Y como se había preparado, le entregó los argumentos para convencerla:  que estaba solo y viejo, cada vez con menos fuerzas; que se viniera a disfrutar la vista al lago del terreno comprado con su indemnización;  que entendía su rechazo a  las dictaduras,  pero que el país la había derrocado hace 23 años; que le había prometido volver y estaba seguro que Venezuela caminaba a paso decisivo a una dictadura.  Infórmate mejor: no es Chávez quien gobernó, fueron los militares, y ahora Maduro seguirá con ellos; están robando y traficando, sacando ilegalmente las reservas del país, principalmente oro.  No te equivoques. No será Maduro quien gobierne, serán los militares.

Pasó una semana dándole vueltas, a que decisión tomar. Otra dictadura, por ningún motivo. Que sería de sus nietos. Su padre no se equivocaba,  había pronosticado el golpe militar del 73, casi un año antes.  

Llamó a reunión familiar y decidió regresar.  La acompañó su hijo mayor, con su esposa y dos hijos.  Hoy  junto a su padre, a  quien  dedica parte importante del día, recuerda esta historia, y sigue con asombro el acontecer noticioso de Venezuela y Maduro, como antes en Caracas, se informaba de las tristes noticias de Chile y Pinochet.   Pero..….con un mismo deseo….   Que caiga!.