sábado, 20 de mayo de 2023

Una misteriosa experiencia


El año escolar 1963 se inauguró con alegría y satisfacción.  Los diecisiete alumnos que iniciábamos el tercer año de humanidades en el Liceo San Felipe Benicio de Coyhaique habíamos aprobado -el año anterior- los exámenes de la comisión examinadora externa proveniente de Puerto Montt.  Era entonces, un Liceo particular que aún no tenía reconocimiento oficial de notas. 

Estar expuestos a exámenes -cada fin de año- aplicados por profesores desconocidos, que determinaban aprobar o reprobar curso, era muy estresante.  Algunos sufrían de ansiedad y pánico con esos señores tan serios y circunspectos, que nos entregaban una hoja con preguntas para resolver.  Se medía nuestro conocimiento, pero también era una inspección pedagógica del establecimiento.  Si no aprobábamos el examen escrito, venía un examen oral e individual.  Y ése, era temido por todos.  El año anterior, y por primera vez en la corta vida del liceo, ocho alumnos debimos dar examen oral de Historia.  No olvido aquel rostro cuadrado, severo e intimidante del examinador que, junto al resto de la comisión, me interrogó. 

Pero un contratiempo de esa magnitud, aunque fuese por vez primera, trae consecuencias.  Al joven profesor de Historia, recién titulado y de quien casi todas nos enamoramos, no lo volvimos a ver nunca más.

Mi curso estaba integrado por seis mujeres y once varones.  Los varones vivían su propio mundo de empujones, zancadillas, canicas, básquetbol y apodos o sobrenombres.  Teníamos en el curso una gran fauna: un gato, por los ojos claros; un pato, que se llamaba Patricio; un chancho Pancho, porque rimaba; un conejo, no supe por qué; un toro, ese era su apellido y a Segovia a quien llamaban cebolla.  Ellos se reconocían y convivían con sus apodos sin problema, aunque de pronto se producía un cortocircuito, saltaba una chispa, se iban de manotazos y unas cuantas patadas.  Dicen que defendían el honor de la hermana o de la madre, o de ellos mismos, por algún empujón pasado de revoluciones.  Pero a los cinco minutos, todo estaba superado, no había rencor, y seguían tan amigos como antes.

Nosotras vivíamos en un universo diferente, de buenas maneras y buen trato.  Queríamos ser princesas y construir nuestro propio castillo.  Cuidábamos los modales.  Nada de empujones ni gritos, menos decir groserías; nos enroscábamos las pestañas con una cuchara y nos teñíamos los párpados de color verde o azul.  Todas éramos amigas, pero cuando se trataba de trabajos escolares, siempre nos juntábamos tres: Marta, Eugenia y yo.  

En aquel tiempo, el plan de estudio contemplaba las asignaturas del idioma inglés y francés.  El padre Bruno era nuestro profesor de inglés, y el padre Anastasio el de francés.  Las clases de francés se iniciaban rezando el Padre Nuestro en dicho idioma: “Notre Père, qui est aux cieux…” que aún recuerdo. 

El padre Anastasio era amable, divertido y teatral.  Llegaba haciendo gala de su buena voz, cantando canciones de Edith Piaf.  Siempre era una sorpresa su llegada a la sala.  Si no cantaba, escribía en la pizarra frases de poemas que debíamos repetir en coro.  No olvido: “L’ amour est assis sur le crâne de l`humanité”.  Una vez aprendida y pronunciada correctamente, nos daba el significado que muchas veces ya intuíamos. 

El padre Bruno era diferente.  Tenía poca paciencia, y se inclinaba por la traducción de textos al español para luego leerlos en clase, en inglés y en voz alta.  Era su método para afinar y corregir la pronunciación.  En las lecturas en voz alta, Eugenia era quien lo hacía mejor en el curso.  Leía con soltura y fluidez.  Tenía elegancia y una voz tan particular -como las actrices en las películas- que todo el curso quedaba maravillado escuchándola y más de alguno la envidiaba.  Era la única que no recibía correcciones con uno o más varillazos en la mesa, de parte del padre Bruno.  

La última vez que estuvimos juntas, en casa de Marta, fue para traducir al español el famoso discurso de Gettysburg que pronunció Abraham Lincoln y que contiene esa frase tan conocida: “and that govermment of the people, by the people, for the people…”  que cuando Eugenia lo leyó en clases, lo hizo perfecto.  Ningún error en la pronunciación y leído con todo el énfasis que requiere un discurso. El padre Bruno la felicitó una y otra vez, y de paso, nos regañó para que aprendiéramos a modular como ella.  No hay que martillar las palabras, nos dijo.  

Mientras hacíamos la traducción, Eugenia nos contó que viajaría a Santiago unos días antes de las vacaciones de invierno -que ya se acercaban- para una intervención quirúrgica, pero no recuerdo de qué se trataba.  En todo caso, no debía ser algo grave pues ella se encontraba bien.

Cada fecha del calendario guarda una historia personal, familiar o un gran hito de la humanidad.  La que contaré, ocurrió el lunes 17 de junio de ese año y dejó huellas en mi vida.  

Era una mañana helada, y como siempre, me dirigí al liceo caminando las diez cuadras que lo separaban de mi casa.  Los charcos de las calles tenían una gruesa capa de escarcha, que disfrutaba ir rompiendo en vez de esquivarlos.  Cuando llegué a la puerta de ingreso del liceo, no había nadie.  Los sacerdotes que nos recibían cada mañana no estaban, y tampoco se veían en el patio.  Alguien nos avisó que el acto de todos los lunes estaba suspendido.  Teníamos que pasar a las salas y esperar a nuestros profesores que se encontraban reunidos con el rector.  Nadie sabía lo que estaba ocurriendo, nunca había pasado algo así, pero en nuestro jolgorio de volver a encontrarnos, poco importaba.  Recuerdo que estuvimos solos por largo tiempo, hasta que llegó el padre Anastasio, con el rostro muy serio.  Nos informó que se suspenderían las clases de la tarde porque la congregación estaba viviendo un momento muy difícil y doloroso.

El día anterior, el avión que trasladaba al obispo, monseñor Cesar Gerardo Vielmo, junto a otros pasajeros, había sufrido un accidente.  Quedamos consternados ya que el obispo, más de una vez, nos había visitado.  Nos señaló que en circunstancias tan penosas, no se debía perder la esperanza y nos invitó a elevar una oración pidiendo que todos los pasajeros estuviesen bien y pronto fuesen rescatados sanos y salvos.  

El más afectado con la noticia fue Toro.  Después de unos minutos se dirigió al padre, con los ojos llorosos, y señaló que Eugenia también viajaba en ese avión.  Quedamos en shock.  Eugenia no estaba en la sala y no había llegado a clases.  El padre no sabía quiénes eran los otros pasajeros y le preguntó si estaba seguro.  Sin dejar de sollozar, contestó que sí.  Toro era vecino de Eugenia y dijo que el día anterior la había saludado y había alcanzado a despedirse cuando la fueron a buscar para tomar el avión. 

Nos desbordamos de angustia, llanto, zozobra y aflicción.  Una nube de tristeza entró a la sala y nos envolvió a todos.  El padre, atónito ante aquel desborde de emociones, llamó a la calma y nos habló con el corazón en la mano: que la esperanza no se pierda y que confiáramos en que pronto todos serían rescatados.  Nos informó la formación de varios equipos de rescate con sacerdotes, policías, militares y autoridades.  Dijo estar seguro que a Eugenia la tendríamos de vuelta en clases. 

No olvido la cara de Marta, y seguramente ella no olvida la mía.  Nos abrazamos y lloramos pidiendo a Dios que Eugenia tuviera la fuerza para resistir hasta el rescate.  Nos sentíamos desorientados y, como zombies, íbamos de un lugar a otro de la sala. Nos sentábamos, nos poníamos de pie, nos abrazábamos, e implorábamos a Dios que ella estuviese bien, con comida y abrigo.  Eugenia era nuestra compañera desde los cursos de primaria, en el colegio de las monjas. 

No recuerdo qué más pasó en el liceo, ni cómo llegué a casa.  Mi madre ya sabía del accidente, pero desconocía que Eugenia iba como pasajera.  

Esa noche me acosté muy temprano.  Era una noche demasiado helada, y de tanto llorar mi cuerpo había perdido energía.  

Estaba sentada en mi cama, con la lámpara del velador aún encendida, cuando sin causa aparente, ni fuerza o energía alguna que lo provocara, el crucifijo que tenía colgado en la pared de la cabecera de mi cama se movió de lado a lado, en movimiento pendular, por unos segundos. 

De inmediato supe que era Eugenia, y que había muerto.  No hubo otro pensamiento que aflorara en mi mente.  Me quedé quieta, esperando otra señal, pero nada más ocurrió.  Como si ella estuviese ahí, le expresé mi cariño y la conmoción del curso.

El crucifijo era un regalo que nos hizo el colegio cuando terminamos la enseñanza primaria.  Medía unos treinta centímetros, y después de inspeccionarlo una y otra vez, no pude descifrar el origen de su oscilación.  Tampoco he podido comprender que se haya metido en mi cabeza la idea de que el corazón de Eugenia había dejado de latir, y que su alma había abandonado su cuerpo en ese preciso momento.  Fue como una revelación que venía de lo más profundo de mi ser y de mi conciencia.

Pasaron varios minutos, me negaba a admitir que ya no estaría con nosotros y que pasara a ser un recuerdo.  Desconcertada aún por la extraña experiencia, me acomodé en la cama y recordé tantas jornadas de amistad, risas y complicidades.  Como una película, fluían sus imágenes: leyendo frente al curso con su innata elegancia y encantadora sonrisa; repartiendo las calugas que su madre le hacía; o cuando se sorprendió al encontrar en su pupitre un papel con un corazón dibujado que decía “te amo” sin descubrir al autor.  Así estuve por largo rato, hasta que me dormí.

Fue la primera y única experiencia misteriosa e inexplicable que he tenido en mi vida.  Conocer, a través de un hecho que no tiene explicación, una verdad aún no descubierta me dejó por mucho tiempo haciéndome mil preguntas sobre qué ocurre en ese tránsito entre vida y muerte, y qué pasa con el alma. 

Tiempo después -siendo adulta- me he encontrado con libros que buscan esa respuesta, pero ningún autor ha vivido la muerte.  Hasta ahora, las explicaciones se pueden encontrar en la fe religiosa.  Al fin y al cabo, la vida misma es una experiencia religiosa. 

En los días siguientes, la comunidad liceana siguió abrigando la esperanza de encontrarlos con vida, reuniéndose para celebrar misas y oraciones.  Como yo tenía la certeza absoluta que Eugenia ya no estaba en este mundo, me mantuve a cierta distancia.  

No recuerdo los días que pasaron hasta que los encontraron.  El avión se estrelló, para luego incendiarse, dentro de un sector de bosque espeso.  Aquellos que no murieron calcinados, cayeron lejos de la aeronave, y murieron heridos y congelados.  

Aunque oficialmente nunca se pudo determinar el día que fallecieron aquellos pasajeros que resultaron heridos, estoy convencida que Eugenia murió esa noche, cerca de las 21 horas, del 17 de junio de 1963.  

Ha pasado mucho tiempo.  Pero aquí estoy, sesenta años después, contando esta enigmática historia y recordando a Eugenia, porque los amigos nunca olvidamos.  Además, y después de todo, ha sido la única persona -en este largo camino de mi vida- que ha tenido la gentileza de pasar por mi casa para despedirse de ese modo, antes de ingresar al coro celestial de ángeles dónde seguramente habita en la eternidad.