lunes, 18 de noviembre de 2019

Mi alumno Jorge

Corría el año 1973.  Eran tiempos de efervescencia política.  Había ganado  la presidencia del  país –años antes- un socialista, y por vía democrática.  Algo inédito e imperdonable para un mundo polarizado por la guerra fría.  Los chilenos estaban divididos entre upelientos (partidarios del gobierno de la Unidad Popular) y momios (los contrarios).  Los periódicos tomaban partido.  El Clarín sacaba portadas extravagantes.  El Mercurio miente, decía un cartel colgado en el frontis de la Universidad Católica.  En los liceos, los centros de alumnos se elegían por listas políticas. Todo un caos social, político y económico.

Yo tenía 25 años y trabajaba en un liceo técnico profesional que funcionaba en tres jornadas: mañana, tarde y vespertino.  La matrícula del liceo era alta, con más de mil alumnos, y la jornada vespertina tenía cada vez más demanda.  Si bien la sociedad estaba convulsionada  y la economía era un desastre, había un genuino despertar cultural que se manifestaba en el creciente interés de la población más postergada por la educación y la cultura en todas sus dimensiones.  Cuando el gobierno tomó la  determinación de poner el libro al alcance de todos, y creó la Editora Nacional Quimantú, los profesores -en general- valoramos esa política cultural.  Clásicos de la literatura universal llegaron a los kioscos de periódicos y revistas, a precios módicos. 

Mi jornada era parcial, sólo doce horas pedagógicas.  Atendía tres cursos de secundaria: dos en la mañana y uno en la jornada vespertina.  Mis alumnos de la jornada vespertina –mayoritariamente de sexo masculino- oscilaban entre los 20 y 50 años de edad.  En general, trabajadores dispuestos a terminar la enseñanza secundaria con un título técnico que les permitiera mejorar sus condiciones  laborales.  Eran choferes, artesanos, cantores populares, empleados del comercio, carpinteros, dueñas de casa, electricistas, obreros y dirigentes sindicales.  Mujeres y hombres  sacrificados, de trabajo duro, afirmando la esperanza de un mejor vivir y un país mejor.

Mi falta de experiencia con alumnos adultos desarrolló en mí tal inseguridad que me volví obsesiva-compulsiva en la preparación de mis clases.  Cuidaba cada detalle y cronometraba el tiempo.  No debían quedar tiempos muertos.  Deseaba entrar a la sala, hacer la síntesis de la clase anterior en diez minutos, desarrollar el contenido y las actividades programadas para esa instancia, que todos entendieran, no quedaran dudas y que la campana sonara justo en el minuto final.

Entre los alumnos de la jornada vespertina -del año escolar 1973- se encontraba Jorge.  Tenía algo así como treinta y dos años, muy buen físico, pelo oscuro, nariz aguileña, cejas gruesas y tupidas,  un bigote al estilo Chaplín y un deseo ferviente por ser mi amigo.

Cuando llegaba el recreo, Jorge me seguía al pabellón principal como si fuese mi escolta.  Allí funcionaba la inspectoría general, donde debía quedar el libro de clases, que ocuparía el siguiente profesor.  La distancia entre la sala de clases y el pabellón principal, eran alrededor de cien metros.  Recorría esa distancia con Jorge a mi lado, preguntando algo que no entendió, halagando mi clase, pero siempre hablando y hablando y yo, tratando de avanzar con mis tacos altos que me impedían acelerar el tranco en un piso de baldosas brillantes. 

Esa escena, con él a mi lado hablando, murmurando cerca de mi oído, ocurrió por largo tiempo.  Yo diría que desde que se incorporó al curso, que no fue en Marzo, como el común de los alumnos, sino a mediados de Mayo. 

Tan repetitiva y agobiante se volvió esa rutina, que un día decidí conocerlo y saber qué pasaba por su loca cabeza.  Para ello, me quedaba en la sala todo el recreo y enviaba el libro de clases con el inspector del pasillo.

Alrededor de la mesa del profesor, con Jorge, Eliana y otros alumnos que se acercaban nos quedábamos conversando los veinte minutos de recreo y a veces más tiempo, si el siguiente profesor no llegaba.  Pronto pasamos de hablar de los temas de la clase, a hablar de otros.  Compartíamos ideas, íntimas aspiraciones, y por supuesto, discusiones de la contingencia política sin que faltara el cigarrillo  conseguido en el mercado negro, por uno u otro varón del curso.

Descubrí que Jorge -hasta entonces mi odioso escolta-  tenía una simpatía arrebatadora, era carismático, divertido, contaba buenos chistes e increíbles historias.  Nos contó que era buzo de profesión, se había formado y vivía en Iquique, y ahora se desempeñaba como instructor en Bahía Mansa.  Por eso –me explicó- llegaba generalmente atrasado y se ausentaba con frecuencia.  Pero que no me preocupara, porque Eliana, su compañera de pupitre le prestaba los apuntes y se ponía al día.  Su esposa y dos hijas –cuyas fotos lo acompañaban en su billetera- seguían en el norte, donde pretendía retornar a fin de año. 

Nos describía las profundidades del mar con pasión y poesía.  Tenía un afán por conocer gente porque se sentía muy solo en este lugar del mundo.  Quería saber todo de sus compañeros de curso y de los otros cursos.  Le intrigaba el inspector de pasillo con su pelo largo colorín, figura de quijote, y su andar pausado y vigilante por las salas.  Me preguntó varias veces por  él, pero yo sólo sabía que en el día, era un estudiante de la sede de la Universidad de Chile. 

Tanta curiosidad tenía por todo, que al poco tiempo de conocernos ya sabía de mi, más de lo que yo conocía de él.  Sabía dónde vivía; quién era mi novio y dónde trabajaba; quiénes eran mis padres, y otras cosas similares con las que gustaba de sorprenderme.  Con la vanidad propia de mi juventud, llegué a pensar que estaba interesado en mí, y por eso se empeñaba en investigar mi vida.  Una idea que inflaba mi ego femenino y que disfrutaba secretamente. 

No recuerdo el día preciso que Jorge –muy serio- me pidió conversar en privado; y tenía que ser ese día.  Solo recuerdo que fue a fines de Agosto.  Hacía poco habíamos estado polemizando de la “funa” que le hicieron las mujeres del escalafón de oficiales al general Prats.  Como en todo el país, las opiniones a dos bandas: entre que eran viejas ociosas, momias y pitucas; y otros señalando que había sido una buena acción para que se ponga los pantalones.  Prats renunció días después y el presidente nombró al general Pinochet en su reemplazo.  Todo eso había ocurrido sólo días antes que Jorge me pidiera hablar en privado. 

Pedí al inspector del pasillo que me cediera su minúscula oficina para conversar con Jorge.  Estaba intrigada, asustada y curiosa por saber de qué se trataba.  Si me declaraba su amor, como creía que iba a suceder, no sabía cómo debía responder.  Jorge era encantador, pero no me gustaba.  Lo quería sólo como amigo.  Estaba segura de aquello.  Además, odiaba sus bigotes de cepillo dental.  Le tenía cariño y no quería herir sus sentimientos.  Mi cerebro funcionaba a mil y buscaba las palabras adecuadas como respuesta.  Entré a ese cuchitril, pensando y pensando cómo salir airosa sin que Jorge sufriera, que hasta llegué a sentir vértigo.

Era viernes. Nos sentamos frente a frente en una pequeña mesa con sillas escolares.  Él habló primero.  Me dijo que el domingo regresaba definitivamente a Iquique; que estaba contento de haberme conocido; que era muy buena profesora y que por todo eso, me quería hacer un regalo.  Me entregó una caja cuadrada envuelta en papel color rosa, que portaba en su bolso. 

Quedé aturdida.  Me había pasado una escena romántica increíble y allí estaba, sentada como una idiota sin saber qué decir.  Me miraba de modo extraño y por segundos sentí que estaba leyendo mis pensamientos con esa intensa mirada.  Rápidamente reaccioné y le pregunté por qué no esperar hasta el término del año escolar.

Siempre me llamaba con el nombre de profesora.  Pero esta vez, respondió llamándome por mi nombre y acercándose por sobre la mesa dijo: ya no cuidaré mi secreto.  Y, en voz baja pronunció: soy militar.

No entendí de inmediato.  Más bien dicho no entendí, hasta como diez años después.

Con cara de incredulidad y con una risita tonta –para liberar el peso de mi estupidez- le pregunté por qué me decía eso.  Se río.  Es que soy buzo, pero buzo táctico del ejército, sostuvo.  Pensé que me tomaba el pelo y le dije: los buzos son de la Armada, estás mintiendo.  Estás equivocada, el ejército también los tiene.  Soy buzo táctico del ejército y regreso a Iquique.

Convencida que sólo trataba de impresionarme con esa historia y para reponerme de tan gran chasco,   decidí abrir el regalo.  Era una estrella de mar disecada de cinco brazos,  textura granulada, y color naranja.  Nunca había tenido en mis manos algo así.  Me contó que no tenían sangre ni cerebro (yo tampoco, pensé) y que sus ojos eran una mancha roja ubicada al final de cada brazo.  Entre avergonzada y emocionada, por la noticia de su partida, agradecí el regalo.  Nos despedimos con un abrazo lleno de cariño.  Lo vi salir con paso firme por el largo pasillo y nunca más nos vimos.

No tuve tiempo de echarlo de menos.  El golpe militar se produjo días después y las clases estuvieron suspendidas por un breve tiempo.  Regresar a clases fue complicado.  Experimentaba una montaña rusa de sentimientos y emociones por el desenlace político  del país.  El pupitre de Jorge y Eliana estaba vacío, otros también.  La sala olía a desconfianza.  Yo estaba en funciones.  Otros fueron despedidos.  Del inspector colorín, nunca más supe.  Sólo quedó en su cuchitril un banderín de su equipo de futbol favorito colgado en la pared, que Jorge advirtió con entusiasmo el día que estuvimos allí. 

Años más tarde –como diez- cuando ya no existía la jornada vespertina y estaba sentada en el hall del liceo, vi pasar a  Eliana a la oficina del Director.  La esperé a la salida.  Después de saludarnos, pusimos al día nuestras vidas: no volvió a estudiar por razones personales; su hija menor era ahora mi alumna; y sí tenía noticias de Jorge. 

Jorge no volvió a  Iquique en la fecha que me dijo.  Efectivamente era militar.  Eliana lo vio patrullar su población después del golpe: conducía un vehículo con soldados armados.  Ella mantenía aún decepción y enojo, y también culpa.  Le había contado secretos que conocía de sus compañeros que –coincidencia o no- fueron detenidos.  Era un mentiroso, un espía infiltrado, me dijo.

Retrocedí en el tiempo.  Até cabos.  Era muy probable que hubiese sido un agente de inteligencia.  El ejército los tiene.  Aunque no puedo afirmarlo.  Lo que sí puedo afirmar, es que después del golpe militar y por algunas semanas, hubo personal del ejército infiltrado en algunas salas de clases de la jornada vespertina.  En mi clase, hubo un joven teniente. 

viernes, 1 de noviembre de 2019

Octubre

Octubre es un mes que me agrada.  En latín significa “ocho meses” pero es el décimo mes de nuestro actual calendario.  Me gusta Octubre porque, en este lugar del planeta, estamos iniciando la primavera y el intenso frío del invierno inicia lentamente su retirada.  Florece la camelia de mi jardín, los pensamientos, cardenales, azaleas, y las lilas de color blanco y lila.  La naturaleza comienza a expresar su generosa belleza bajo un sol tibio y prolongado.  Llegan a los mercados las frutillas, duraznos, espárragos,  papas nuevas y habas. 

Fue un día de Octubre el elegido para casarme.  Se celebra en este mes el día mundial de los animales; día del profesor en mi país; y tres de mis buenas amigas tienen cumpleaños en Octubre. Todas ellas del signo zodiacal Libra,  que aman el equilibrio y la belleza, igual que la Virgo que yo soy. 

En Octubre también ocurrieron hechos registrados en la historia universal: en Chile, con un lápiz y un papel derrotamos la dictadura de Pinochet; en Portugal derrocaron al rey y establecieron la República; en Paris, los ciudadanos marcharon hasta Versalles para protestar ante el rey por falta de alimentos; y en Rusia se produjo la revolución bolchevique, llamada Revolución de Octubre, por desabastecimiento de combustibles y alimentos.

Pareciera que algo tiene este mes asociado al deseo de justicia y libertad.  Porque ahora –el 17 de Octubre- mi país se remeció.  De tanto caminar con un saco a cuestas lleno de deudas, angustias, burlas, problemas y malos tratos, los ciudadanos se cansaron y dijeron ¡Basta!.  El alza de $30 en el Metro de Santiago produjo una rebelión, un estallido social nunca visto, que se ha extendido a todo el país con marchas multitudinarias pidiendo transformaciones al modelo político y económico.

El poder político quedó descolocado.  Como si nunca hubiesen conocido los estudios e informes que la academia venía publicando desde hace tiempo: hay problemas urgentes que solucionar porque se está incubando descontento social. 

También la televisión venía realizando programas de denuncia: de abusos, desfalcos, impunidad, colusión, fraudes y justicia desigual.

Sabíamos de las penas de cárcel para unos y clases de ética para otros.  Todas las instituciones desprestigiadas: iglesias, policía, fuerzas armadas, congreso, poder judicial, registro civil, sociedades de todo tipo para evadir impuestos, empresas coludidas, empresas privadas dueñas del agua, y suma y sigue…

El gobierno quedó aturdido; la clase política también; la primera dama pensó en una invasión alienígena; y no hubo   conducción por largas horas.  El presidente era fotografiado en una pizzería, mientras vándalos  destruían y quemaban estaciones del Metro de Santiago. 

Luego, reuniones urgentes en La Moneda.  La delincuencia se había desatado.  La televisión mostraba los saqueos a tiendas y comercio en general.  Los militares a la calle, y toque de queda para la población. 

Pero la ciudadanía siguió en las calles en marchas familiares y pacíficas pidiendo lo negado por tanto tiempo.  Un millón doscientas mil personas en la marcha más multitudinaria de la historia de Santiago.  ¡Impresionante! También impresionantes las manifestaciones en todas las regiones del país.

Después de un cambio de gabinete ministerial, la ciudadanía sigue aún en las calles pidiendo nueva Constitución, mejor salud, jubilaciones dignas, educación de calidad, recuperar el agua,  no más TAG, no más AFP, entre tanta demanda no atendida.

Se cancelaron dos cumbres internacionales agendadas en Santiago para estos días: APEC y COP25.

Nadie sabe qué pasará y cómo terminará esta protesta social. Las élites empresariales están preocupadas y asustadas. Prometen mejorar salarios y también se reúnen. Los políticos cambian el discurso. Ya han transcurrido quince días y la ciudadanía no cesa de manifestarse.

Yo –como todos los ciudadanos- quiero una pronta definición gubernamental para responder a las justas demandas.  Todos  entendemos que las soluciones no son inmediatas.  Pero queremos ver, sentir y apreciar verdadera voluntad de cambio, ese que  hasta ahora no se vislumbra con claridad. 

¿Quién diría que Octubre sería el mes de la rebelión incubada por tanto tiempo?