viernes, 3 de febrero de 2023

El espejo ovalado


Lorenzo abrió la “Peluquería Loren” -como todos los días- a las nueve de la mañana. El salón se ubicaba en el primer piso de su vivienda, por lo que antes de desayunar, bajaba a abrir las cortinas y dar vuelta el letrero que señalaba “abierto”. Ese día, apenas abrió, el joven Francisco -apodado el marciano- ya había llegado.

Empezaba a llover, por lo que entró rápidamente, saludó, se quitó la boina negra, soltó su pelo aún mojado y se sentó en el sillón frente al espejo.

Lorenzo comenzó a cortarle su abundante cabellera, recordando que la atención anterior había ocurrido un día antes del trágico fallecimiento de su amigo de infancia, y ya habían transcurrido casi cinco meses. 

Estaban hablando del funeral, cuando se abrió la puerta interior del salón y entró Valeria con un mate en una mano y un termo en la otra. 

Francisco la miró con curiosidad a través del espejo ovalado que tenía enfrente y la siguió con la mirada en todos sus movimientos. Ella dejó el mate sobre una pequeña mesa y cuando giró su cuerpo, sus miradas se cruzaron a través del espejo del salón. Se saludaron cordialmente sin retirar las miradas que se detuvieron allí, por una eternidad. Valeria se sonrojó como sintiéndose culpable de algo y Francisco sintió acelerar su corazón.

No supo que más pasó. Cuando Lorenzo le volvió a hablar, Valeria ya se había retirado.  

Valeria era la hija menor de Lorenzo y tenía diecisiete años recién cumplidos. Era una joven muy bonita, dulce, cariñosa, de suaves modales y hogareña. Era la única hija que aún vivía con sus padres. Su hermano y una hermana ya habían dejado el nido para formar sus propias familias lejos del pueblo, cosa que ella había prometido jamás hacer. Nunca los dejaré solos, le decía a sus padres. Cuando tenía trece años, avisó a todo su círculo familiar que quería ser monja, pero cuando supo que debía estudiar para aquello, en la ciudad capital, cambió de idea. Un día quería ser profesora, otro día enfermera, pero jamás contadora como su hermana mayor. Lo que más le gustaba y disfrutaba, era adueñarse de la cocina e inventar recetas de todo tipo, aunque se inclinaba más por la repostería, siendo las galletas con calafate, sus favoritas. Cuando tenía quince años, una gitana le predijo que se casaría con un hombre extranjero que conocería en un viaje. Lo tomó tan en serio que deliró como tres días preguntándose si sería tan guapo como el actor James Dean, a quien amaba locamente, o como Paul Newman. En su desvarío, declaraba que tendría que garantizarle vivir en el pueblo, cerca de sus padres, porque nunca se iría a vivir a otro país, tendría cuatro hijos, todos seguidos para que no ocurra lo que a ella, que llegó tan atrasada a la familia que creció como hija única. Eso sí, ella misma criaría a sus niños, no como su hermana que delegaba la crianza de los suyos, en una mujer extraña que lo hacía por dinero, sin ternura y poca paciencia. No le gustaba aquello. No era justo crecer así.

Francisco había llegado a Chile en 1939, con siete años de edad, junto a sus padres y dos hermanos. Llegaron como refugiados de la guerra civil española, y ese mismo año se asentaron en el pueblo. Ahora, bordeaba los veintisiete y se había convertido en un soltero muy codiciado, de buena figura con recia y viril voz.  En el juego del deporte de los chismes, se tejían historias de amores y desamores con él, como protagonista. Le atribuían romances con señoritas decentes, otras no tanto, y hasta con la monja superiora. Verdad o mentira, poco importaba, había que entretenerse en algo porque en el pueblo ocurrían pocas cosas interesantes.

Pero la única verdad -porque así lo contaría años después el mismo Francisco- es que aquel día salió confundido de la peluquería. Algo raro le había ocurrido en el cruce de miradas en el espejo. Se sintió cautivado de tal modo, que pensó era ella -y sólo ella- la mujer que había estado esperando. Un apacible regocijo lo invadió. Luego, vino un estallido de emociones e ideas que iban y venían a gran velocidad, junto al deseo de gritar a los cuatro vientos que Valeria había cautivado su corazón, con sólo una mirada. Cuando volvió a su casa, buscó a Romeo. Romeo era su gato regalón y fiel confidente. Conocia de todas sus andanzas. Jamás lo había traicionado, porque con una lata de sardinas compraba siempre su silencio. Le contó que había conocido a Valeria: una chica hermosa, trigueña, de rostro angelical pero con mirada embrujadora, con grandes atributos físicos, cuerpo de guitarra, divina, divina. Romeo, que ya conocía esa avalancha de caricias en el lomo, mientras hablaba y hablaba, sólo esperaba por las sardinas.

Un corte de pelo cambia la fisonomía de una persona, pero el cambio de Francisco fue total. Se levantaba con energías desconocidas; trabajaba hablando a si mismo; modificó el nombre  de la canción “La Malagueña” y cantaba a todo pulmón: “ que bonitos ojos tienes debajo de esas dos cejas… besar tus labios quisiera, Valeria salerosa ”. Cuando se dio cuenta que sólo él podría estar viviendo todas esas emociones, recurrió a su amigo de infancia. Lo visitó en el cementerio para pedirle ayuda del más allá.  Recordó -junto a la tumba- los tiempos en que se consideraban  invencibles, guitarreaban y cantaban la canción “El Aventurero”, que habían adoptado como  himno porque los identificaba: “yo soy el aventurero, el mundo me importa poco. Cuando una mujer me gusta, me gusta a pesar de todo. Me gustan las altas y las chaparritas… ” Y le contaba que nunca más la había vuelto a cantar, porque eso de que “el mundo me importa poco”, podría tener algo que ver con su accidente mortal. Rememoró también, las largas conversaciones, en que se auto-convencían que el amor a primera vista o el amor romántico, no existía. Sólo se trataba de la atracción bioquímica natural de todas las especies y además, pasajera. Cuando salían en plan de conquista y apostaban quién sería el elegido, tenían un lema: será pasajero y jamás nos enojaremos. Pero ahora -le decía- ocurre que tengo comprometido mi alma, mi corazón, mis pensamientos y todo mi ser. Creo estar verdaderamente enamorado. Necesito que por favor me ayudes a ser correspondido. Te prometo que si mi primer hijo es varón, llevará tu nombre. Será un homenaje a nuestra sincera amistad. Estoy seguro que nunca volveré a tener un amigo como tú. 

De la euforia de los primeros días, pasó a un estado de angustia. No sabía cómo debía abordar a Valeria. Nunca la había visto en la plaza donde se juntaban las jóvenes en el atardecer. Después de devanarse los sesos inventando escenarios -como hacer guardia afuera de su casa- decidió que si la quería como esposa, debía partir haciendo todo bien. Tenía que pedirle permiso a Lorenzo para cortejarla, lo que no era una tarea fácil. 

Lorenzo era un militar en retiro que había aprendido el oficio de peluquero en sus años de servicio. Cuando se jubiló, tenía claro que debía hacer algo más que arranarse en un sillón. Barajó la posibilidad de emprender varios negocios que entonces le ofrecieron, pero pensó que lo más apropiado, era hacer lo que sabía hacer. Además, tener un espacio propio en su misma casa donde pudiese escuchar los tangos de Gardel, la música que le gustaba sin contrariar a nadie, atender a sus amigos y vecinos, jugar unas partidas de cartas, escuchar por radio los partidos de fútbol, tener a la vista las Playboys que debía esconder  para no ser tratado de viejo pervertido, era la mejor idea para vivir los años que Dios le regalaría. Remodeló su casa, compró el mobiliario y los artículos necesarios, y se instaló. El nombre que eligió, nada tenía que ver con una abreviación del suyo, como algunos creyeron. La llamó “Loren” por el amor platónico y los sueños eróticos que de vez en cuando tenía con la actriz italiana Sofía Loren. Buscó la colección de fotos que de ella guardaba en un baúl -porque su esposa nunca las permitió en el dormitorio- y armó un collage que colgó en la peluquería, que resultó en todo un éxito porque no sólo él amaba así a Sofía. 

Francisco llegó a la peluquería calculando la hora de cierre con una plática aprendida en horas de insomnio. Lorenzo quedó desconcertado, creyó que era una broma y se puso a reír. Su hija era aún una nena y así se lo hizo saber severamente. La conversación se volvió áspera. Lorenzo le enrostró los chismes de sus amoríos y le pidió que jurara por la memoria de su amigo, que no tenía hijos. 

Pasaban las horas y Francisco no lograba la aprobación que esperaba. Argumentaba una y otra vez que era un hombre trabajador, sin vicios -ni cigarros ni alcohol-, que su única pero natural debilidad -como todo joven varón- era la atracción que sentía por las mujeres bonitas, pero que a todas respetaba y a ninguna forzaba hacer algo que no deseaba hacer. Le explicó reiteradamente que el sentimiento por Valeria jamás lo había experimentado, era un sentimiento nuevo, noble y bueno, y prometía respeto. Se hizo un largo silencio. Lorenzo recordó la conquista de su propia mujer, el enojo de sus suegros que tanto los hizo sufrir, y se rindió. Lo invitó a almorzar el domingo siguiente para que Valeria tomara la decisión. Tenía plena certeza de que Valeria sería indiferente, porque era una ingenua nena que aún vestía a sus muñecas, no le atraía salir a fiestas, menos pensar en esas cosas, y siempre había dicho que se casaría cuando fuera mayor de edad. Estaba seguro de eso. Además, pensó que era mejor tenerlo bajo control, a que se las rebusque para acosarla en otros lugares, porque conocía su fama de conquistador. 

La madre de Valeria dedicaba su tiempo libre a tejer para sus nietos, bordar ropa de cama y algunas costuras. Valeria la acompañaba y ayudaba. Estaban juntas bordando un mantel blanco de granité -cada una en un extremo- cuando su madre le comentó que Francisco estaba invitado a almorzar; que la invitación correspondía a las pretensiones de conocerla con fines amorosos y le preguntó qué opinaba. 

Valeria se sorprendió, dio una larga y falsa puntada que pinchó su dedo. 

-La madre esperaba una respuesta pero Valeria no dejaba de chuparse el dedo y quejarse del pinchón de la aguja.

-Te hice una pregunta, le dijo.

Sin despegar la vista del mantel, respondió que le parecía bien. 

-¿Nada más me dices? Según tu padre, él tiene pretensiones serias y podría pedirte matrimonio. No creo que estés pensando en casarte tan joven.  

Valeria soltó el mantel y se enderezó, puso sus manos tras el cuello, bajo su largo cabello, para levantarlas al cielo y estirarse mientras su columna se arqueaba, y con una mueca -entre risa contenida y sonrisa- le respondió:    

-¿Por qué no? 

Su madre -que no esperaba esa respuesta- la quedó mirando detenidamente mientras Valeria se estiraba, advirtiendo cómo el cuerpo de su niñita se había transformado con tanta velocidad.  Observó incrédula cómo le había aumentado el busto,  y hasta ahora ni cuenta se había dado. Fue como si el tiempo -ese compañero inseparable de día y noche- que a todos persigue sin permiso y nos transforman tan sigilosa y lentamente, le estuviese dando una gran bofetada diciéndole: ya la hice mujer y la sigues mirando como nena. Fue un latigazo.  Se sintió avergonzada y la madre más tonta del mundo. Enojada consigo mismo, le arrojó en tono molesto y fuerte, la siguiente advertencia:

-Espero recuerdes lo que conversamos tiempo atrás. Al matrimonio se debe llegar virgen. De lo contrario te pueden devolver como una cajetilla de cigarrillos que no está completa. Nada de pruebas de amor porque estoy segura te las pedirá. Es un engaño que todos los hombres utilizan para después: si te he visto, no me acuerdo. Y éste, tiene fama de mujeriego. 

Valeria la miró extrañada. Nunca le había hablado en ese tono, pero su madre reaccionó de inmediato y le dijo que olvidara lo dicho, porque confiaba en ella. 

Valeria que ya no sabía cómo disimular la alegría que la desbordaba, se perdió del lugar. Tenía secretos que no estaba dispuesta a compartir.  A Francisco  lo  había visto jugar un partido de fútbol en la cancha del pueblo y desde ese día había estado averiguando de él.  A sus padres les contó el  curioso nombre del arquero. Le gritaban: ataja Marciano.  Su padre le aclaró que era un apodo, que se llamaba Francisco y otros detalles. No había sido casualidad llevar el mate aquel día. Ella había visto estacionar frente a su casa la inconfundible camioneta Opel azul que él conducía y rápidamente se arregló el pelo, el vestido, y salió con el mate y el termo. Cuando cruzaron sus miradas a través del espejo, sintió mariposas en el estómago y estuvo a un punto de desmayarse de emoción. Cuando Francisco se retiró, ella volvió para recoger un mechón de cabello que aún estaba en el piso. Se arrancó un mechón propio y junto al de Francisco, los envolvió en un pañuelo blanco que colocó bajo su almohada. Era un hechizo para enamorar. Se lo había enseñado su abuela cuando le contó que le gustaba un compañero de curso y no era correspondida, sólo que esa vez, nunca pudo quitarle ni una hebra de pelo. Ahora, estaba sorprendida y feliz que el hechizo funcionara. Francisco se presentaría, nada menos, que en su propia casa. 

El domingo llegó y Francisco se presentó muy elegante y perfumado con un obsequio para Valeria y otro para su futura suegra.

Lorenzo, sentado en la cabecera de la mesa rectangular, se dispuso a observar el comportamiento de su hija ante aquel galán, disfrutar de la indiferencia que le iba a propinar y el rotundo NO que le daría a sus tontas pretensiones. Pero no pasaron muchos minutos para darse cuenta de que había cometido un gravísimo error. Era cosa de ver el rostro radiante de Valeria. Para ella, sólo Francisco estaba en la mesa. Lorenzo habló muy poco. Su esposa llenó los silencios con acotaciones sobre la comida, las zanahorias del huerto, las gallinas, el tiempo y otras trivialidades. Apenas terminado el almuerzo se retiró amargado y con un gran peso encima. Debe ser el peso de la derrota, pensó. Nunca antes la había experimentado, al menos, no así. 

El retiro de Lorenzo le produjo a su esposa un alivio. Quería preguntarle a Francisco muchas cosas, pero su marido le había advertido que no fastidiara de ese modo porque ya habían tenido una larga conversación de hombre a hombre. Le puso más yerba al mate de la sobremesa y se dispuso a interrogar: 

-Dígame Francisco: ¿Por qué lo apodan “marciano”?

Francisco se puso a reír.  

-Ese apodo me lo gané en mi primer día de escuela cuando la profesora me presentó ante mis compañeros de curso. Me presentó como el compañero español y yo agregué en voz alta, que también era murciano.  

Todos me miraron con una risita escondida bajo sus manos. Pero así era, nací en Murcia, ciudad de España. Sin embargo, mis compañeros entendieron que dije “marciano” y así me llamaron y así me quedé.  No me molesta. 

Después de contar lo poco que recordaba de Murcia, pues vivían en Valencia cuando se desató la guerra civil, relató la tragedia que envenenó el alma del pueblo español y lo dividió en dos bandos. Fue un veneno que se esparció por todos los rincones, que llegó a muchas familias, también a la mía, sostuvo. Produjo una rivalidad irreconciliable con el hermano de mi padre, por eso decidió huir a Francia con todos nosotros. Empezaban a surgir en Valencia las denominadas “sacas” que eran grupos desquiciados que procedían al registro y saqueo de viviendas. Varios de los amigos y conocidos de mi padre terminaron prisioneros o fusilados en plena calle. Lo peor, es que mi padre sospechaba de su hermano. No confiaba en él, era un fanático insoportable.  En el ultimo encuentro que ellos tuvieron, se produjo una discusion tan fuerte, que si no llegaron a los golpes, fue  por la intervencion de su cuñada. Estando en Francia, se enteró de un barco que zarparía con refugiados a Chile y no lo pensó dos veces. Movió todos los hilos que tenía que mover hasta lograr los cupos para embarcarse. España se convertía en un horror, en una catástrofe humanitaria que se advertía muy difícil de reconciliar y reconstruir. Sólo había que marcharse, olvidar todo, rehacer la vida y el fin del mundo planteaba esa oportunidad.

La madre de Valeria -que poco entendía de los dolores de una guerra- siguió con el interrogatorio:    

-¿A qué se dedica?

-Usted sabe que mis padres empezaron con un pequeño almacén y luego instalaron el aserradero que hoy trabajan. Yo trabajo con mi padre y me encargo de repartir la madera que se vende. También tengo afición por la carpintería. Este afán empezó cuando tenía doce años y con restos de madera, hice un pequeño camión que mis compañeros elogiaron y lo cambié por canicas. Después hice otros, que vendí por algunas monedas. La monja superiora se enteró de mis habilidades y un día me preguntó si podía hacer un estante muy sencillo para ordenar libros. Después me pidió otros estantes y cuando tenía como veinte años, se le ocurrió que yo podía hacer una sala de clases. Eso me asustó, pero ella se comprometió ser la jefa de la obra y todo resultó muy bien. Buena jefa y buen aprendizaje. Me gusta mucho la carpintería,

-No es que crea en chismes, pero cuando el río suena… Dicen que tiene amores con hijos que se niega a reconocer, y que la monja lo besó, ¿qué hay de verdad….? 

- No tengo ninguna relación amorosa, ni hijos. Le doy mi palabra. Lo de la monja es verdad. Me dio un beso pero en la frente, no en la boca como han calumniado.  Ocurrió hace poco, cuando le entregué la puerta tallada de un mueble que me pidió. Ella hizo el diseño -un cáliz con una hostia- y nunca pensé lo iba a lograr tan bien. Quedó como si lo hubiese hecho un artista experimentado y era mi primer tallado en madera. Cuando lo vio terminado, ella dio un salto de alegría, me tomó la cabeza y besó mi frente. Mi frente. Estaba demasiado contenta. 

Pero no quiero seguir hablando de rumores mal intencionados. Quiero decir que hablé con su marido porque me interesa conocer a Valeria, le pedí permiso -y ahora se lo pido a usted- para invitarla a salir. Tengo buenas intenciones, se lo prometo.

-Es Valeria quien debe dar la respuesta. Tiene mi permiso y el de su padre, sostuvo.

Valeria que no había abierto su boca y parecía extasiada sobre una nube de algodón, en realidad no dejaba de observar cada detalle de Francisco. Estaba imaginando cómo acariciarían esas manos que movía al hablar, cuando escuchó que su madre le habló y sólo dijo: estoy de acuerdo. 

Seis meses después, anunciaban matrimonio. Un matrimonio sencillo, con la bendición de ambos padres y un almuerzo familiar en casa de los padres del novio.  

Antes del año, llegó el primer hijo a quien llamaron Juan Francisco, cumpliendo la promesa hecha a su amigo en el cementerio. Lo que entonces no sabían ni se imaginaban, era que en el firmamento había una fila de bebés deseando llegar a sus vidas. Se presume que Juan Francisco envió alguna señal de lo bien que lo recibieron sus padres y abuelos, porque se produjo tal alboroto de los bebés no repartidos, que la cigüeña encargada del sector, debió poner orden y formarlos. Los formó en fila india y elegió a quince bebés para el hogar de Valeria, calculando los años de fertilidad y reposo. Determinó que los llevaría uno a uno -no por partida doble o triple como ellos pedían- y que el criterio del reparto sería, cada vez que el último bebé entregado estuviese caminando con plena seguridad.  Para ello, cada cierto tiempo -en completo sigilo- pasaba a espiar si se cumplía el requisito, para entregar al siguiente.  Alcanzó a entregar nueve bebés, todos sanos y robustos: 6 varones y 3 niñas. Y cuentan que no pudo llevar al resto, porque cuando murió Romeo, a Francisco le regalaron un perro pastor alemán que -una noche que la cigüeña pasó a espiar- la enfrentó a ladridos, le dió un mordisco en una de sus flacas patas y la persiguió por todo el gran patio de la casa antes que pudiera emprender vuelo y escapar. Tanto se asustó, que no se atrevió a volver nunca más.

Si alguien piensa que Valeria vivió amargada, malhumorada o abatida criando tanto chiquillo, se equivoca. Era una madre dedicada, siempre alegre, organizada y preocupada de cada detalle de sus niños. Francisco era un apoyo entusiasta e incondicional en las tareas del hogar y de crianza. Por las tardes, tocaba la guitarra para que todos cantaran y bailaran, los hacia dormir leyendo o inventando cuentos y les enseñaba a rezar el “angel de mi guarda” para dormir protegidos. Formaban una pareja de aquellas que se dice: almas predestinadas para ser muy felices. Las condiciones materiales siempre fueron adversas, pero salvadas con ingenio y voluntad.

Era un gusto ver a todos los niños sentados en la larga mesa dando gracias a Dios por el alimento recibido; pidiendo permiso para retirarse a jugar cuando terminaban de comer; o salir con su padre tomaditos de la mano formando una escalera. Cada mañana, se detenía en su casa el carretón repartidor para entregar leche fresca. Las gallinas y los pavos se criaban en casa, igual que la huerta con zanahorias, lechugas y otras verduras. La vestimenta no constituía un problema porque se heredaba y reparaba: a los zapatos se les cambiaba la suela y los pañales se lavaban hasta que terminaban en hilachas.  

Los padres de Francisco acogieron a su nuera como a una verdadera hija. En las reuniones familiares, Valeria fue descubriendo el dolor de sus suegros lejos de su patria y la profundidad de la tragedia que los llevó a escapar. En cada encuentro su suegro les contaba cómo se estaba desarrollando la vida en su amada tierra y mostraba una carpeta con los últimos recortes de diarios y revistas que coleccionaba con noticias de España. Decía que lo único que podría salvar a Franco del infierno, era su neutralidad durante la guerra de Hitler. Respecto a su hermano, daba por hecho que se había alistado en la División Azul, para ir a morir congelado. Así lo había soñado: con uniforme y tirado en tierra nevada. Contaba los días esperando que Franco fuera derrotado para celebrar en grande. De pronto, la nostalgia lo invadía.  Necesitaba volver a recorrer las calles de Murcia, recordar su niñez y depositar un hermoso ramo de flores en la tumba de sus padres. Recitaba en voz alta “La cogida y la muerte” que sabía de memoria: “A las cinco de la tarde. Eran las cinco en punto de la tarde…”   Era el poema que más le gustaba de García Lorca, porque señalaba un tiempo preciso, una hora determinada , ese instante o aquella hora que nunca se olvida.  Porque él, no olvidaba que, no fue a las cinco de la tarde sino a las cuatro de la mañana, cuando habían logrado cruzar la frontera. Estaba consciente de que a esa hora, podría haber encontrado la muerte, aunque ningún niño llevaría una sábana blanca, como señalaba el poema. En cada celebración de un nuevo año, y junto al brindis de champaña, repetía: éste año cae Franco.  Esa noticia no logró llegar porque cuatro meses antes de la muerte del dictador, él también partió de este mundo.

Tras la muerte de su padre, Francisco empezó a retomar la idea de volver a su tierra natal y cumplir el deseo de su padre que también era su deseo. Pensó que sería un merecido regalo para su amada Valeria que sólo había viajado lejos en pocas ocasiones: para visitar a su hermana y para despedir a su hermano cuando inició el viaje de instrucción como marino. Entonces, empezó a urdir un plan financiero y de negocios que ya tenía en vista, para concretar a largo plazo dicho propósito.

Cuando faltaba poco para que cumplieran treinta años de matrimonio, Francisco anunció a Valeria que celebrarían dicha ocasión con un viaje a Europa.

¿Primer destino? Sí... Murcia. La desdibujada Murcia en la memoria de Francisco, los recibió con todo su esplendor arquitectónico de pasados ​​siglos y gran modernidad. Luego visitaron Venecia, Florencia y no podía faltar Paris, la ciudad del amor. Fue en un crucero por el Sena, cuando Francisco, abrazado a Valeria, reconocería en voz alta -casi gritando al cielo para que lo escuche su amigo- que existía el amor a primera vista,  era romántico y lo había vivido por treinta años con igual intensidad.  Empieza con una mirada que trastorna el juicio.  Y si no me creen tengo un testigo cómplice:  un antiguo espejo ovalado, de marco dorado.