domingo, 6 de octubre de 2019

Frida

Hay historias difíciles de contar.  Esta es una, y la viví muy de cerca.  Mientras me detengo a pensar cómo iniciar este relato y cómo hilvanar la historia, miro hacia el jardín.  El dafne ha florecido.  Me sorprende cuánto ha crecido.  Hasta no hace mucho, era sólo una pequeña patilla que enterré en la mullida tierra y que cuidé con dedicación y esmero. ¡Cuánta fragancia despliega hoy! Segura estoy que ha superado en follaje, belleza y aroma a la planta matriz.  Debería pasar algo así con nuestros hijos.  Ellos son nuestra inmortalidad y como leí alguna vez “nosotros entregamos de mejor grado el emborronado manuscrito de nuestras vidas a las llamas, cuando vemos que el texto inmortal ha aumentado una mitad, en una copia más hermosa”.

No fue así para Frida con su hijo Joel.  Llevaba casada cuatro años y tenía una hija de tres, llamada Analía.  Como matrimonio habían decidido postergar la llegada de otros hijos, hasta terminar la construcción -a punta de esfuerzo y ahorro- de su primera casa.  Por eso, cuando Frida se percató del atraso menstrual de dos semanas, se asustó.  Recurrió a cuanta hierba con propiedades abortivas le sugirieron.  Las tomó por una semana –mañana, tarde y noche-  sin éxito, hasta que decidió suspenderlas y aceptar la voluntad de Dios, porque en ella también nacía el deseo de ser madre otra vez.  Cuando nació Joel, bello y sano con todas sus partes como correspondía, terminaron los miedos que acompañaron la gestación y dio gracias al Cielo.  Sin embargo, el primer llanto de Joel la descolocó y la remeció emocionalmente.  Fue tan potente y desgarrador que creyó era el reclamo por lo que pretendió hacer.  Desde ese momento, una culpa inmensa –de la que nunca se pudo liberar- se instaló como una espina en el inconsciente de Frida.  Joel  nunca más lloraría, allí estaría ella para mitigar cualquier sufrimiento, y jamás le daría un no por respuesta.

Conocí a Frida más que nadie.  Fui su mejor amiga y confidente.  Supe de sus secretos, anhelos, amores y dolores.  Era  encantadora, con un alto sentido del orden y la limpieza, y muy  preocupada por la educación de sus hijos.  Pero tenía un defecto que siempre me molestó.  Nunca iba de frente.  Si me quería decir algo medio complicado, lo ponía en boca de otro o daba mil vueltas.  Cualquier conflicto o discrepancia la amedrentaba, y la dejaba desvalida y temerosa.  No los sabía enfrentar.

Con todos sus exámenes médicos al día,  una molestia en el bajo vientre la llevó al médico una tarde de marzo.  Frida tenía un cáncer muy avanzado y no había nada más que hacer.  Cerró sus ojos una mañana de mayo del mismo año.  Todo fue vertiginoso.

Aunque Frida lucía bien físicamente, yo sabía que desde la muerte de su marido, su vida se había convertido en un caos.  Había cometido tantos errores y ya no tenía la fuerza ni el coraje de rectificar y detener lo que no supo parar a tiempo.  Me siento acorralada y sin salida, me dijo una vez.

Todo empezó con la adolescencia de Joel.  Un joven atractivo y con mucho potencial, que así de repente entró en rebeldía con todo.  Le ahogaban las normas,  no quería seguir estudiando.  Decidió abandonar su hogar para vivir de vagabundo, recorrer el país sin un centavo en los bolsillos, recurrir a la caridad de la gente y embriagar su conciencia con marihuana.  

Fue el primer gran golpe al corazón de Frida y la primera vez que la vi llorar por él, de tantas otras. Pasó noches desvelada pensando en las necesidades que podría estar pasando y los peligros que le acechaban.  Soñaba recurrentemente con él, pero   ningún contacto, ni carta, ni telegrama. ¿Qué hice mal? Se preguntaba.  Y ambos esposos se culpaban: que eres muy duro y lo criticas mucho; no, es que tú lo malcrías y mimas demasiado.  Y así era, ella le ocultaba a su marido todas las granujadas de Joel. 

Cuando Joel dio por terminada sus andanzas se presentó una mañana en casa de sus padres con doce kilos menos, el pelo sucio y enmarañado hasta más abajo de los hombros y una larga barba que lo hacía ver mayor, pidiendo que lo recibieran porque estaba muy arrepentido.  El corazón de Frida se descongeló y disparó mil melodías de amor en un abrazo eterno. Son errores de juventud le dijo a su marido.  Pero éste puso condiciones.  Lo recibía sólo si seguía  estudiando, y sin que Frida lo supiera, hizo gestiones para que ingresara al servicio militar, en el programa especial del ejército para estudiantes.

Terminado el servicio militar, Joel ingresó a la universidad a estudiar pedagogía.  Todo iba bien. Faltaba sólo un semestre para finalizar la carrera y Frida ya pensaba en la ceremonia de titulación –en qué le regalaría, cómo la celebraría y las fotos que quería tomar para el álbum familiar- cuando Joel dio un gran golpe: anunció que abandonaba sus estudios. Se lo dijo primero a ella.  Frida quedó desconcertada y le pidió los motivos.  Lo que dijo rayaba en la inmadurez e infantilismo.  Frida se preocupó entonces por la salud mental de su retoño, pero él se veía bien, saludable y contento.  Su marido no se sorprendió.  Hacía tiempo que observaba la inmadurez de su hijo y temía que fuera uno de esos hombres incapaz de gestionar su propia vida.  Tampoco le gustaban las reacciones iracundas frente a cualquier problema o dificultad, situación que él llamaba cobardía y su mujer sensibilidad.  Pero Frida lo convenció que había que apoyarlo.  Le ofrecieron costear un cambio de universidad, gestionar el ingreso a las fuerzas armadas, empezar otra carrera y hasta compraron un automóvil para que lo trabajara de taxi.  Nada.  Era como hablar con una piedra.  Su padre volvió a poner condiciones.  Tendría que trabajar.

Por sus conocimientos y pasión por la música -aunque sin saber tocar instrumento alguno- consiguió trabajo como programador musical en una incipiente radioemisora de música selecta.  Pasado un tiempo, le propuso matrimonio a su polola y ex compañera de carrera. 

Frida, se resignó.  Su amado hijo formaría su hogar y sus expectativas de verlo convertido en un importante catedrático, habían sido sólo una quimera. 

Los dolores del alma se apaciguaron con el tiempo y  la llegada de los nietos.  Primero un varón que le dio su hija, y luego la hermosa hija de Joel.  Fue un periodo muy feliz para Frida.  Casi todos los domingos y fiestas especiales, reunía a sus hijos con sus nietos en largos almuerzos con mate incluido.  Ella siempre contenta y dispuesta a disfrutar cada momento, de reír con el ingenio de sus nietos, y darles y recibir su cariño.

El trabajo tenía contento a Joel.  Había encontrado su vocación.  Programaba y escuchaba la mejor música, y además le pagaban.  A la empresa también le iba bien.  Más auspiciadores, más publicidad.  Todo sobre ruedas. ¿Qué más pedir? Pero transcurridos unos años, un nuevo directorio reestructuró la emisora.  Contrataron un nuevo programador y a Joel le asignaron otras funciones.  No aceptó y renunció.  Frida quedó helada con la noticia.  Se preguntaba qué pasaría.  Tenía una hija que educar y si bien su mujer trabajaba, el presupuesto familiar obviamente se iba a resentir.  No te preocupes, le dijo Joel.  Ya encontraré algo.

Pero su amado hijo, nunca más volvió a trabajar.  Cada vez que nos juntábamos, Frida no hacía otra cosa que quejarse de la flojera de Joel.  Pero yo sabía que eso era sólo un decir, porque le encantaba que Joel la visitara todas las tardes.  Disfrutaban las películas que ella arrendaba como si fuesen dos adolescentes.  Además, Joel era su chofer para ir de compras y salir a pasear.

Sin aportar al presupuesto familiar, la relación matrimonial de Joel empezó a naufragar.  No por las quejas de su esposa, sino por las de su hija que empezaba a transitar hacia la adolescencia, y se avergonzaba que su padre fuera un holgazán.  Ya no era grato llegar a casa.  Su hija no le hablaba y su mujer muy poco.   

Pero Joel tenía una carta bajo la manga.  Un nuevo amor llegaba a su vida.  Una antigua amiga lo  ilusionó con una vida llena de bienestar y comodidades como él soñaba, y sin pensarlo mucho  se fue a vivir con ella.  La nueva nuera le prometió a Frida hacer feliz a Joel, levantar su espíritu de superación ya que la infelicidad matrimonial  lo tenía deprimido, sin ilusión ni esperanza.  Ese fue su diagnóstico y Frida lo compartió.  Pero se equivocó.  Antes del año, su nueva nuera se presentó una tarde con dos maletas conteniendo las pertenencias de Joel y comunicó a Frida que no podía seguir viviendo con un hombre así.  La relación había terminado.  Joel volvía ahora a vivir en casa de sus padres.

Joel vestía siempre impecable y tenía buena estampa. Muy preocupado de proyectar una imagen de persona perfecta y admirable, exhibía una amabilidad y afectividad exagerada, pero carecía de todo compromiso.  Para mí, era sólo un monstruo de finos modales.  Pero la familia y los amigos no lo veían así, y hacían notar la diferencia entre sus hijos: Analía era demasiado seria, y por el contrario Joel era pura simpatía.  

De regreso en casa de sus padres -ahora mayores- Joel se mostró diferente.  Frida creyó que estaría avergonzado y abatido por el fracaso de su relación amorosa.  Después de dormir hasta pasado el medio día -por sus largas veladas televisivas hasta la madrugada- Joel solía invitar a caminar a su anciano padre.  Eran largas caminatas que tenían una doble intención.  La rutina se prolongó por tiempo, hasta que el marido de Frida se fastidió por las incesantes peticiones de Joel: quería le traspasara a su nombre, una propiedad habitacional.

Frida quedó desconcertada.  Su marido, aunque de avanzada edad, estaba lúcido.  Si se molestaba con las demandas de Joel, habría que poner atención.  Ya había notado el malhumor en Joel, pero lo atribuyó a su orgullo herido.  También había advertido que alguien hurgaba en sus cosas personales. La invadió la duda. No quería que Joel conociera de sus ahorros: la libreta bancaria la guardó en casa de su hija y devolvió la tarjeta de crédito que Analía tenía a su nombre, ya que Joel conocía su clave y ella no sabía cambiarla.

Con esa preocupación en mente, despertó de súbito en su cabeza una pregunta que anteriormente le habría hecho su nueva nuera, la cual no supo responder: ¿por qué Joel no soportaba al hijo de Analía? Su nieto era un joven estudioso, extrovertido y muy cariñoso con sus abuelos.  Recientemente había ingresado a la universidad a estudiar ingeniería.  Frida comenzó a observar,  recordar, y con dolor se percató que Joel estaba celoso de su sobrino.  Su marido y su nieto tenían una hermosa relación, con largas pláticas, y no exenta de complicidades.  Su marido veía con enorme satisfacción como su nieto se convertía en el hombre con los atributos que él soñó desde que lo vio nacer.  Con orgullo contaba los pequeños logros del joven a quien quisiera  escucharlo.  Eso indignaba a Joel.  Nunca había hablado así de él.  Ni con tanto entusiasmo o devoción.  Nunca escuchó que su padre se sintiera orgulloso de él.

Frida era once años menor que su marido, quien ya había cumplido los ochenta y dos.  Seguramente partiría antes que ella, y no estaba dispuesta a asumir la responsabilidad de administrar los bienes que habían adquirido.  Buscaba ser ecuánime.  Consideró conveniente repartir los bienes en vida, y así lo propuso a su marido.  Se haría bajo la modalidad de venta, de un modo justo y equitativo.  Se quedarían sólo con el inmueble que habitaban.  Su marido estuvo de acuerdo, y puso una condición.  Traspasaría directamente a su nieto su propiedad más querida: la que había heredado de sus padres.  No tiene sentido, dijo Frida.  Es hijo único e igual llegará a sus manos. El insistió: es mi regalo para el primer ingeniero de la familia.  Encargaron a Analía arreglar los trámites, pero Frida exigió que Joel no se enterara.  Si la repartición es justa y él va a recibir lo suyo, no tiene sentido que lo mío sea secreto, dijo Analía.  Frida respondió: cuando tu padre o yo no estemos en este mundo, ahí se enterará Joel.  No quiero que suceda antes.  Así, Joel creyó que sólo él recibió bajo esa figura legal dos inmuebles, y que los otros tres -incluida la casa de sus padres- formarían  parte  de los bienes de la sucesión.

Frida enviudó tres años más tarde.  Cuando Analía observó que Joel tenía proyectos para con los inmuebles que suponía como masa hereditaria, le recordó a Frida que debía sincerar la realidad.  Debes contarle la verdad o lo haré yo.  Frida entró en pánico y le pidió tiempo.  Si decía la verdad, Joel se disgustaría, y eso la afligía.  Si Joel  tenía proyectos con esas propiedades, igual lo iba a saber.  Estaba aterrada y angustiada.  No sabía cómo salir airosa, sin que Joel se enojara con ella.  En su desesperación encontró la peor salida: mentir.

Le dijo a Joel, que su hermana había llevado a su padre engañado a una Notaría para que le traspasara por venta ciertas propiedades, y que ella nunca estuvo de acuerdo.  Joel no pudo haber creído esa versión, porque en un matrimonio de sociedad conyugal la esposa debe dar su consentimiento y firmar.  Joel se enfadó, y mucho; y como hacía siempre, le dejó de hablar.  Aún en duelo, vulnerable y desesperada por la soledad, Frida resolvió entregar a Joel, bajo la figura de venta, sus derechos de cónyuge, de la propiedad que se habían reservado.  Pocos días después, Joel era dueño de esos derechos y Frida ya nada tenía. Nada. Porque Joel hizo inventario de los bienes muebles que también recibió por venta.

Frida omitió esta parte de la historia.  La supe tiempo después y por casualidad.  Iba a retirar unos exámenes médicos cuando me encontré con Analía, quien venía saliendo de una consulta médica.  No la veía desde el funeral de su madre.  La invité a tomar un café para conversar.  Me contó que estaba en terapia psicológica.  

Aunque Analía, siempre fue muy reservada, ese día estaba dispuesta a desahogarse conmigo.  Sabía de mi amistad con Frida  y que conocía la historia de Joel.  Así empezó el relato:

-Son tantas cosas incomprensibles que ocurrieron desde la muerte de mi padre, sostuvo.  Seguramente sabes que Joel me echó de la casa de mis padres.  Y lo hizo en una escena estudiada y premeditada delante de mi madre, quien no movió un músculo ni dijo palabra para detenerlo.  Fue terrible.  Al día siguiente y a escondidas de Joel, llegó mi  madre a mi casa llorando desconsolada, pidiéndome perdón, que Joel estaba loco.  Tuvimos una fuerte discusión.  Le advertí que mi hermano estaba tomándose atribuciones que no le correspondían y que lo echara, antes que sea demasiado tarde.  Joel la manipulaba emocionalmente y ella estaba consciente de aquello, pero no entiendo por qué lo permitía.  No me gustaba verla llorar y la perdoné.  Puesto que se me impedía llegar a su casa, ella me visitaba frecuentemente en mi trabajo.  Se quedaba largo rato conmigo, yo le mostraba en el computador las fotos y correos que mandaba mi hijo y conversábamos de todo un poco. Intentaba hacerla reír.  Pero era evidente su sufrimiento.  No sé cómo Joel no lo advertía.  Ninguna madre es feliz así.  Yo la veía a veces como un zombi.  Tenía miedo le fallara el corazón. Nunca pensé en un cáncer. 

Le expresé que Frida me había contado muy afectada que sus hijos se habían peleado, pero nada más.  Y que me llamó la atención, porque siempre me contaba todo con lujo de detalles.  Ella continuó:

-Los celos de Joel son enfermizos.  Pero no es conmigo, es con mi hijo.  Eso creo.  El psicólogo me ha dado algunas pistas y pienso que es así.  Cuando no hay realización personal, los celos y la envidia son frecuentes.  Me  duele mucho que a toda la familia y amigos les contara que yo había engañado a mi padre para quedarme con sus bienes.  A otros les dijo que  yo estaba loca y andaba hablando tonteras.  Y eso no se hace, me dijo. 

Yo la escuchaba estupefacta, sabía cuan flojo era Joel y cómo manipulaba a Frida, pero llegar tan lejos, me parecía increíble. Pero había más:

-¿Supiste que me quiso golpear? Afortunadamente estaba mi hijo en casa, quien lo empujó.  Perdió equilibrio, cayó al suelo y se esguinzó la muñeca. Puso una demanda contra él, y a todos les dijo que lo agredió.  Eso fue muy fuerte para mi madre.  La puso entre él y su nieto.  Pero lo peor, ocurrió cuando mi madre estaba hospitalizada.

En ese momento ambas estábamos emocionadas.  Sólo yo me había servido el café y Analía continuó: 

-Joel ha entrado en un estado tan carente de valores que cuando mi madre estaba hospitalizada, la utilizó para engañarme.  Ella me llamó desde el hospital, para pedirme una alta suma de dinero para un procedimiento hospitalario.  Según me dijo, el dinero debía depositarlo en la cuenta de Joel.  Como tuve dudas, me fui al hospital muy temprano a verificar si ese pago se debía hacer.  Era mentira.  Cuando iba saliendo de la oficina con los documentos solicitados en la mano, que acreditaban la farsa, Joel iba llegando al hospital y me vio.  Apuró el tranco y se fue a la sala hospitalaria donde estaba mi madre.  Cuando llegué, había una visita y Joel tenía el rostro desencajado. Sabía que mi madre se iba a enterar del engaño.  Rápidamente llamó a la enfermera.  Apenas alcancé a saludar a mi madre, cuando la enfermera ya estaba en la sala.  Con los ojos desorbitados se atrevió decir a la enfermera que mi madre no quería mi presencia, que era una extraña, que le hacía daño y que debía retirarme.  Yo quedé atónita.  No pude articular palabra.  Sentí que el corazón se me detuvo.  Que se vaya esa mujer, que se vaya, decía desenfrenado y en voz alta.    

Pero Frida ¿Qué hizo, qué dijo? Le pregunté.  Analia continuó:

-Sentada en la cama hospitalaria, miró a Joel.  Estaba blanca como un papel, la mandíbula le temblaba, los ojos vacíos sin expresión.  La enfermera le preguntó si eso quería.  Ella asintió con la cabeza y bajó la vista. Me quise morir.  Era mi madre.  Me estaba negando.  Otra vez me fallaba.  Estaba consciente y en sano juicio.  Le quedaba tan poca vida y se volvía cómplice de una acción tan miserable.  No podía entenderlo.  Me emocioné, di media vuelta y me retiré decidida a no volver a ver -a ninguno de los dos- nunca más en mi vida.

Tomé sus manos y guardamos un largo silencio.  Le conté que la última vez que fui a ver a su madre después que estuvo hospitalizada, Joel no se movió de la sala y no nos dejó a solas ni por un minuto.  Eso me llamó la atención.  Parecía que Joel hubiese tomado el control de la casa y de ella.  Fue todo muy raro.  Analia continuó:

-Tú sabes cómo mi madre amó y consintió a mi hermano.  Ella me quería, pero Joel eran sus ojos.  Era un amor a prueba de todo, pero no correspondido. No era recíproco.  Si la hubiese amado no le habría dado esa pena: tener a sus hijos enemistados.  En toda su vida, no le dio más que dolores de cabeza.  Por no ver sufrir a mi madre, intenté dialogar con mi hermano, pero se burlaba de mí.  Nunca supe y hasta hoy aún no sé, el por qué de su enojo.  Hasta pienso que los celos también son conmigo.  Una vez el psicólogo me dijo que la historia de la humanidad comienza cuando Caín mata a Abel por celos.  Pero ahora, con el intento de estafa ya no más.  Traspasó todos los límites.  Lamentablemente mi hermano es un sinvergüenza.  Si hasta tuvo la desfachatez de  acogerse a la ley de reparación económica para exonerados políticos de la dictadura.  Engañó nada menos que al fisco y consiguió ese beneficio.  Es una remuneración mensual de por vida.  Es de no creer.

Pero estuviste en el funeral, eso quiere decir que la perdonaste, le dije.  Cogió la taza de café, ya fría, y continuó:

-Cinco días antes de su muerte –y a escondidas de Joel- mi madre me mandó a buscar con su empleada.  Yo estaba decidida a no volver a verla.  Había empezado mi terapia y tenía claro que Joel era un perverso manipulador y ella su víctima.  Pero la empleada estaba decidida a no volver sola: ya no le queda mucho tiempo en este mundo y no deja de llorar, me dijo.  La fui a ver.  Estaba en cama.  Su rostro lucía demacrado.  Levantó sus brazos cuando me vio y empezó a llorar.  Me acerqué, la abracé y me acosté a su lado.  Perdóname hija, por favor, me repetía.  También lloré.  Lloré por mí, lloré por ella, lloré mucho.  No la recriminé por su actuar en el hospital.  Tampoco le dije del engaño de su hijo.  Se fue sin saberlo.  Nos despedimos.  Sin rencor, sin nada que reprochar.  En paz con lo vivido.  No la volví a ver con vida. 

Quedamos en silencio.  Analía terminó el café y  continuó:

-Muchos años atrás había comprado una sepultura familiar, pensando en mis padres.  Allí están los dos.  El día de su muerte, su empleada llamó a mi oficina para avisarme, mi hermano ni siquiera tuvo ese gesto.  Suspendí una reunión que tenía esa mañana y me fui al baño.  Allí me encerré.  No quería salir, no quería ver su cuerpo inerte y una fuerza extraña me detenía.  Me miré al espejo y no me vi llorando como estaba, sino que el rostro apacible de mi madre se deslizó fugazmente de derecha a izquierda por el ancho espejo.  Quedé esperando se repitiera, pero nada pasó.  Dejé de llorar, me lavé la cara y mojé mi pelo.  Entonces decidí ir a verla.  Me sentía conmovida pero muy confundida.  Joel estaba con ella y me preocupaba cómo iba a recibirme, ya me había intentado  agredir.  Me demoré en llegar.  La empleada abrió la puerta.  Pasé directo al dormitorio donde yacía su cuerpo.  Mi hermano estaba en la sala.  Después de unos minutos, llegó al dormitorio.  Pensé que me abrazaría, necesitaba ese abrazo.  No.  No hubo ni saludo.  Nada.  Indiferencia total con mi pesar. También era mi madre. Con arrogancia y por sobre su cuerpo muerto, Joel estiró el brazo derecho para entregarme el carné de identidad, para los trámites funerarios.  Quedé tiesa, petrificada.  Su mirada fría me provocó inquietud y quise arrancar a toda velocidad.  No quería estar allí.  Sólo quería desaparecer y no hacerme cargo de nada, dejarlo solo.  La sepultura es mía.  Sería mi venganza.  Es un ser despreciable; lo merecía.  Pero… allí estaba el cuerpo de mi madre y no lo hice.  Mientras yo escogía la urna y contrataba el servicio funerario, él estaba en un cajero automático sacando el dinero de mi madre y no para pagar el servicio funerario.  Eso también lo pagué.  Desde ese día nunca más hemos hablado.  Lo he visto en la calle pero no me da la cara.  La esposa de Joel llegó ese día a acompañarlo y nunca más se fue.  Se reconciliaron y ahora viven juntos.  Cuando los veo me pregunto si ella sabe realmente quién es su marido y  todo lo que hizo.

Empezaba a oscurecer.  Quise decirle que estaba segura que a su madre la traicionó un sentimiento de culpa respecto de Joel; que inconscientemente fue prisionera de esa emoción; que por eso lo sobreprotegió sin límites convirtiéndolo en un ser egocéntrico, tirano y despiadado. Pero no correspondía.  Analía estaba en terapia y debía recuperarse.  Era una buena mujer. 

Las culpas son sentimientos dolorosos, destructivos y muchas veces falsos e infundados.  Estoy segura que a Frida eso le ocurrió, y así se desató esta tragedia.