sábado, 20 de abril de 2024

Hija de Kirk Douglas

Carmen terminó de desgranar los choclos que había comprado para preparar, al día siguiente, un pastel. Se encontraba sola. Su marido Alberto y su hijo mayor, habían viajado a Santiago en busca de unos repuestos para uno de los camiones de su pequeña flota de transporte. Su hija Sofía, una adolescente de dieciséis años, se encontraba a tres cuadras de distancia, en casa de una amiga. La habían invitado a la cena familiar de despedida de la hermana mayor, que se iba a la capital para iniciar su formación como auxiliar de vuelo o azafata. Habían acordado que Carmen la iría a buscar a las doce de la noche, como cenicienta, y recién eran las diez.

Había sido un día muy caluroso, como era el verano en Chillán. Carmen se encargaba de la parte administrativa de la empresa, pero ante la ausencia de Alberto, debió coordinar la carga de los camiones. Estaba cansada. Se tendió sobre su cama y se quedó dormida profundamente.

Despertó desesperada. Parecía que un ejército de zancudos la había atacado. Tenía picaduras en el rostro, brazos y manos. La más complicada, en el párpado derecho. Buscó en el velador una cajita de Mentholatum para aliviar la picazón. Se miró al espejo. El párpado se ponía oscuro y muy inflamado.

Eran exactamente las 23,30 horas. Decidió que así, con el ojo negro, no se presentaría ante nadie. Llamó por teléfono a la amiga de su hija para pedir, por favor, que vinieran a dejar a Sofía, porque no se encontraba bien para ir a buscarla. Contestó la mamá. Le señaló que las jóvenes estaban muy entretenidas, que no se preocupara porque cuando los invitados se retiren, la pasarían a dejar a su casa.

Aliviada de esa preocupación, Carmen se dispuso a tomar venganza y cazar a las atrevidos visitantes nocturnos. Los buscó por toda la pieza, detrás de las cortinas, bajo la cama, sin resultado. Recordó que tenía un fumigador con Tanax y lo aplicó en todo el dormitorio, cerró la puerta y se fue a la pieza de Sofía.

A esas horas, Carmen estaba totalmente desvelada. Metió sus pies en la cama y sentada con las almohadas en la espalda, escudriñó el dormitorio de su hija. Era amplio, tapizado con papel mural de pequeñas bailarinas, predominaba el color rosa, un estante de cielo a suelo albergaba las muñecas y peluches de la reciente infancia: osos, perros, gatos, conejos y otros, todos muy ordenados y quietos, esperando quizás, las atenciones y mimos de antaño.

Sentado en una poltrona, la miraba Kirk, el enorme y querido oso de peluche que Carmen cuidó y guardó para sus hijos. Sintió como si Kirk estuviese triste suplicando por un abrazo. Carmen se enterneció, se levantó y lo abrazó con la misma delicadeza y ternura de cuando era niña. Emocionada y abrazada a Kirk, afloraron los recuerdos de su infancia.

Tendría unos siete años, cuando después de una pelea con niñas mayores, una de ellas le gritó: gringa huacha, no tienes padre.

Su reacción fue el llanto. Se sintió indefensa. Fue un golpe revelador porque hasta ese momento, no estaba consciente de aquella realidad o no había advertido que aquello fuese un pecado o un agravio.

Llegó llorando a su casa. Su madre la sentó en sus piernas y le dijo lo siguiente: ningún niño o niña nace sin tener padre y madre. Para que un niño llegue a este mundo, padre y madre lo han creado con la voluntad de Dios. Tú tienes padre, él está trabajando en el norte, ya te conté que se llama Kurt, es un hombre bueno, inteligente y buen mozo, pero no tengo fotos de él. Entones, se levantó a buscar una revista, le mostró al actor Kirk Douglas y le dijo: así es el rostro de tu padre y tú eres igual a él. No tengas dudas, que pronto regresará.

En el proceso de asimilar lo que su madre le dijo, Carmen generó la fantasía de que Kirk Douglas era su padre, y la foto recortada la presentó a sus compañeras, quienes no sabiendo quién era, no lo cuestionaron.

Una tarde de otoño, llegó Carmen de la escuela y encontró a su madre tomando once con un hombre grande que se parecía a la imagen de la foto que guardaba. En una silla permanecía sentado un enorme oso de peluche y sobre la mesa con el mantel del domingo, una variedad de pasteles. Esa escena la tenía grabada a fuego en su memoria.

No tuvo dudas: era su padre y era Kirk Douglas. El oso, un regalo para ella. Recordaba que hubo mucha emoción y ella contenta y asustada no sabía qué decir. Su madre, con un arrugado pañuelo, secaba sus lágrimas y Kirk Douglas la abrazaba emocionado pidiendo perdón por la tardanza y prometiendo que todo cambiaría para ella y su madre.

Y así ocurrió. Cambió de barrio, apellido y escuela.

Vivían en Osorno, en el sector de Ovejería, en una casa muy modesta con sólo un dormitorio que madre e hija compartían. Muy cerca de su casa pasaban los trenes tocando sus silbatos y era la entretención de todos los niños del sector. Pero cuando el viento cambiaba de dirección, nadie escapaba de sufrir el olor nauseabundo proveniente del basural de la ciudad, instalado a pocas cuadras de su casa y de la plaza de armas.

Se cambiaron a una casa ubicada en calle Prat, que Carmen consideró un palacio porque tenía baño con una gran tina y un dormitorio sólo para ella.

Antes de los doce años, cambió de apellido. De tener apellidos repetidos, pasó a tener un apellido paterno de origen alemán y el materno de origen español, y además, entró a estudiar al colegio de monjas.

Poco a poco su madre le fue contando la verdad. La ausencia de su padre, no se debía a trabajos en el norte. Había estado atrapado en el túnel de su conciencia sin atreverse a encontrar la luz. Ella era la única hija. Pero su padre tenía esposa, cinco hijos varones y dos nietos.

Recordaba que digerir toda esa información, entenderla y adaptarse a tanto cambio le produjo inestabilidad emocional y lloraba por nada. Para remate, en el nuevo barrio no tenía amigas. Añoraba salir a jugar al luche o con el lazo con su vecina y amiga del anterior domicilio. Los nuevos vecinos eran un matrimonio de profesores jubilados, que vivían solos con un perro llamado Newton. Carmen empezó a entretenerse con el perro, le daba pan con cecina por las rendijas del cerco, hasta que dejó de ladrarle y se hicieron amigos. Pero Newton, haciéndole honor a su nombre, descubrió unas tablas sueltas al fondo del patio y llegó hasta ella. Cuando Carmen regresaba del colegio, Newton ya estaba en su patio esperándola. A escondidas, lo entraba a su pieza para que la acompañara a hacer las tareas.

Su padre las visitaba una vez por semana, pero en realidad, la visita era para Carmen. Se quedaba horas conversando con ella, le revisaba y ayudaba en las tareas, le daba consejos, le contaba historias entretenidas y le traía monedas de chocolate. Nunca olvidaría esos momentos en que aprendieron a conocerse y a quererse. Se generó tal confianza, que Carmen le contaba hasta sus maldades.

En el primer verano de su nuevo domicilio, llegaron a casa del vecino, dos nietos provenientes de Chillán: Susana de 13 años y Alberto de 15.

Buscando a Newton, que desaparecía todos los días, se conocieron. Carmen tenía la misma edad de Susana y por el forado del fondo, empezaron a transitar de patio a patio. Susana tenía un hula hula y pasaban horas practicando piruetas, también con Newton que aprendió a saltar a través de él.

La amistad de Carmen y Susana produjo celos en Alberto. Al sentirse desplazado, las agredía tirándoles tierra con gusanos. A Carmen le pegó un chicle en la cabeza que la obligó a arrancarse un mechón de cabello. Definitivamente, era un niño odioso y maldadoso que Carmen no soportaba. Lo único bueno que hacía, era subirse al árbol de su abuelo para sacar cerezas.

Pero como dice la canción de Mercedes Sosa, "Todo cambia" y como relata el cuento del sapo que se convierte en príncipe, sucedió que dos años después, Alberto se había convertido en un atractivo joven. Carmen olvidó el percance del chicle y lo recibió con otros ojos.

Ahora podían conversar y compartir intereses. Pasaban horas ordenando y clasificando las estampillas que el abuelo le juntaba durante el año, compartían letras de canciones y juntos iban al cine los domingos.

Una tarde, sentados bajo el cerezo, mientras miraban la revista Ritmo, se produjo un efecto magnético y surgió el primer beso, ante la infaltable presencia de Newton. Sellaron un compromiso de amor. Alberto le pidió matrimonio, pero debía quedar en secreto porque antes, debía estudiar mecánica. Carmen estuvo de acuerdo. Después de cuatro años, con cartas que no dejaron de ir y venir, se casaron. Su padre la entregó en matrimonio, como ella siempre soñó.

Estaba en la ceremonia entrando a la iglesia del brazo de su padre, cuando sonó el timbre. Sofía había regresado. Cuidadosamente dejó a Kirk en la poltrona y recibió a su hija emocionada aún. Sofía se sorprendió.

¿Has estado llorando?, le preguntó. No, dijo ella, mis ojos están así por culpa de los zancudos, y le contó lo ocurrido.













sábado, 16 de diciembre de 2023

La historia de Margarita


Cuando Margarita fue traicionada por quien era el amor de su vida, su mundo se derrumbó.  No podía entender que una relación de casi dos años, tan perfecta, idílica y con planes de matrimonio, terminara de ese modo.  Mientras ella lloraba ríos de lágrimas, consolada por su madre, su padre no paraba de decir que era lo mejor que le pudo pasar, que ese patán mojigato no merecía ni una sola lágrima y que algún día iba a agradecer lo ocurrido. 

Se vivía en aquel tiempo un periodo de grandes cambios y demandas de transformación social:  protestas por la guerra en Vietnam, surgía el movimiento hippie, y se imponía la moda de los pantalones pata de elefante. En nuestro país, el presidente había llegado al poder de la mano de la clase media y bajo la consigna “revolución en libertad”, opuesto a la revolución marxista. 

Estaba en marcha una reforma educativa que reestructuraba el sistema; ampliaba la cobertura de educación primaria de seis a ocho años, con un ambicioso plan de formación de educadores. 

Margarita tenía 24 años de edad y 2 años de ejercicio docente como profesora normalista de educación primaria.  Pensó que no habría mejor momento y oportunidad para hacer un gran cambio en su vida.  Solicitó traslado a Chillán y con un soplo de suerte, más el apoyo de las nuevas autoridades, lo consiguió.  No dudó en dejar atrás recuerdos, familia, alumnos y amigos.

Una decepción amorosa producto de una traición, deja el alma herida, la autoestima se resiente y, si en la traición está involucrada la prima hermana más querida, todo se eleva al cuadrado. 

Llegó a Chillán con sólo una maleta, se instaló en un hospedaje familiar a dos cuadras de la escuela, y comenzó su nueva vida decidida a dar vuelta la página y no volver a pensar en el amor, nunca más.  

Margarita era una mujer sencilla, reservada, estudiosa y amante de su profesión.  Además de su labor docente en la escuela, preparaba a los niños en la iglesia enseñando el catecismo para recibir la primera comunión.  Nunca imaginó que recién incorporada a la nueva escuela, el magisterio llamaría a un paro nacional indefinido.  El motivo, una diferencia en el reajuste salarial entregado al sector público y al magisterio.

Después de 40 días en huelga, Margarita ya estaba aburrida.  Necesitaba hacer lo que más le gustaba: enseñar y estar en contacto con sus pequeños alumnos.  Cansada de las asambleas de profesores donde se exacerbaban los ánimos, se despertó una mañana  decidida a despreocuparse del conflicto, quedarse en casa para escribir a su madre, salir a vitrinear y terminar en el cine con una anunciada película de Mastroianni. 

Cerca del mediodía fue a dejar la carta al correo, pasó a comprar el diario, y se dirigió al sector del mercado para ubicar el restaurante “La Berta”.  Tenía ganas de probar las elogiadas cazuelas del local que sus colegas le habían recomendado.

El local era atendido por su dueña, quien le daba el nombre.  Era una eterna apoderada de la escuela donde había educado a sus ocho hijos.  Ahora, su primer nieto seguía la tradición y daba la casualidad que Margarita era su profesora.  

Margarita entró al local y se sentó en una de las pocas mesas desocupadas que había frente a la puerta de ingreso.  Berta llegó a saludarla y entablaron conversación sobre el nieto, sus habilidades, y el término de la huelga.  Estaban ensimismadas en aquello, cuando se abrió la puerta y un hombre alto, con poncho de lana, sombrero y un maletín de ejecutivo gritó a todo pulmón: ¡Cómo estás Bertita! 

Se acercó sonriendo a paso firme y abrazó a Berta casi levantándola del suelo con sus fuertes brazos.  Ella se sonrojó y rápidamente reaccionó presentándole a Margarita.  Es la profesora de mi nieto, le dijo. 

Me llamo Eladio contestó él, mientras la miraba fijamente y apretaba con fuerza su mano al punto de que ella sintió que le prensaba los dedos.  

Margarita pidió un plato de la famosa cazuela.  Lo mismo para mí, dijo Eladio y preguntó si podía sentarse en la misma mesa. 

Aunque la primera impresión de Margarita respecto de Eladio, fue la de una persona arrogante, no pudo negarse.  Después de todo, era conocido de Berta y habría sido una gran descortesía.  Almorzaron juntos.  Eladio le contó que casi todos los viernes venía al pueblo y pasaba a almorzar al local.  Las mejores cazuelas y empanadas fritas se hacen aquí, sostuvo.

Es primera vez que vengo, dijo Margarita.  Pero me han dicho que así es.  Por eso vine.

Después de conversar del tiempo y otras trivialidades, leyeron juntos el periódico y comentaron las noticias: no había indicios de solución al conflicto.  El Ministro de Educación había señalado a los dirigentes del magisterio que la solución no pasaba por su cartera.  Era un problema de Hacienda y el joven Ministro no parecía dispuesto a ceder.

Margarita expresó estar molesta y decepcionada.  Le contó que había sido una entusiasta participante de la marcha de la patria joven, campaña que apoyó la candidatura del presidente, a quien admiraba por su capacidad oratoria, y no podía entender que ahora en el gobierno, tratara así a los profesores y dejara sin educación por tanto tiempo a los niños.   

Eladio que era un hombre directo y sin pelos en la lengua se puso a reír a carcajadas.  Señorita, le dijo, usted es muy ingenua.  A los políticos no se les puede creer.  En campaña prometen y prometen y después ni se acuerdan lo que han dicho.  

Margarita quedó desconcertada.  Ese hombre que recién conocía, se permitía reírse de ese modo en su propia cara, la había llamado ingenua porque no se atrevió a decirle que era tonta. El tono de su risa y actitud así lo delataba.  Lo quedó mirando con atención y decidió no contestar.  Eladio se dio cuenta que la había incomodado y le pidió disculpas.  Si me permite, le contaré algo de mi vida, para que no diga que almorzó con un desconocido.  Le contó que tenía estudios contables completos, pero no se había titulado; que se encontraba realizando la práctica profesional, cuando su padre enfermó y como único hijo varón debió tomar las riendas del campo; que después de dos años de sufrimiento, su padre había muerto y él había decidido seguir trabajando la tierra y acompañar a su madre ya que sus hermanas se habían casado y abandonado el campo.  Era un trabajo que disfrutaba, porque había descubierto que no era hombre de oficina ni escritorio. 

Margarita ya repuesta de la molestia, seguía con atención el relato de Eladio observando las facciones de su rostro y descubriendo que tenía el mentón partido que le agregaba atractivo.  En un arranque de inconsciencia le preguntó su edad y estado civil.  Apenas lo hizo, se arrepintió.  Pero Eladio respondió con total naturalidad: soy aún un chiquillo de 30 años y estoy soltero. ¿Y usted?

Margarita que no entendía por qué se había metido a preguntar aquello, con un sentimiento de vergüenza que se le subió al rostro, le dijo que iba a cumplir 25 años y nada más.  Eladio no soltó la hebra y preguntó si estaba casada, soltera con novio o libre.  Margarita contestó:  digamos que soltera, sin adjetivos. 

Cuando terminaron de almorzar, Eladio pidió la cuenta que incluía una bandeja con dos docenas de empanadas fritas que todos los viernes llevaba a su casa.  No quiso escuchar a Margarita que insistía en pagar su consumo y pagó todo.  No puedo permitir que usted pague después de brindarme tan entretenida compañía, sostuvo.  Si le parece bien, me gustaría que nos juntáramos aquí mismo el próximo viernes y entonces compartimos la cuenta, sin las empanadas que llevo a casa, por supuesto.  Margarita estuvo de acuerdo siempre que la huelga se mantuviese, cosa que ella creía no iba a ocurrir.

Pero llegó el viernes y la huelga seguía.  A Margarita le dio un ataque de indecisión: ir o no ir a almorzar con Eladio.  Del poco conocimiento que tenía de él, parecía ser el polo opuesto de su patán mojigato: un taciturno profesor que recurrió a poemas de amor y palabras lisonjeras para conquistarla, sólo con el propósito de obtener lo que estaba arrepentida de haber dado y seguir arrastrándose como una serpiente en busca de otras presas sin respetar parentesco. Así lo veía ahora. 

Eladio parecía diferente: un hombre de carácter fuerte, con gran vitalidad y buen humor. 

Pensando que nada tenía que perder, se sentó frente al espejo para arreglarse el cabello, delinear sus ojos y pintarse los labios de color rosa viejo.  Salió de casa muy alegre, pasó a comprar el diario y se presentó en el local a la hora acordada.  Eladio la esperaba muy bien afeitado, vestido con un sweater de cuello alto color canela y vestón de cuero negro.

La conversación siguió al vaivén de las noticias publicadas en el periódico.  Aún no se vislumbraba una solución al conflicto del magisterio.  Las noticias nacionales daban amplia cobertura de la puesta en marcha de la reforma agraria, con partidarios y detractores.  Margarita le preguntó su opinión al respecto y Eladio dijo estar tranquilo.  Confiaba en que se aplicaría sólo a los latifundios y él no entraba en esa categoría.  Además, trabajaba toda la tierra, por lo que no sería aplicable una expropiación. 

Llevaban así un poco más de un mes, almorzando juntos y comentando las noticias, cuando Eladio preguntó si podía dejar de tratarla de usted y empezar a tutearla.  Por el tono casi de súplica con que lo pidió, a Margarita le produjo un súbito ataque de risa que no podía detener, casi igual a la risa incontenida que sufrió en el primer encuentro cuando estaban almorzando y ella le ofreció el pote de ají.  Entonces, nervioso y en tono muy bajo para que nadie más escuche, le contó que el médico se lo había prohibido porque le habían salido almorranas.  No se imagina usted lo humillante que es para un hombre y su masculinidad tener que aceptar un tratamiento con supositorios anales.  No se lo doy a nadie.

Así, entre cazuelas, empanadas fritas, pastel de choclo, comentando el acontecer político del país y riendo mucho, fueron construyendo una bonita amistad que avanzaba en el tiempo, pero confinada en el local de Berta.  

Eladio admiraba y respetaba a Margarita por la preocupación y cuidado para con los niños.  Aplaudió la idea que tuvo para conseguirles zapatos.  Le había pedido autorización al director para organizar un ropero en la escuela, que se había convertido en todo un éxito.  Habían logrado entregar -antes que empiece el invierno- doce pares de zapatos nuevos y seis pares usados, pero en buenas condiciones, a niños de diferentes cursos.  Lamentaba que, a pesar de los más de treinta años transcurridos de la publicación del poema “Piececitos” de Gabriela Mistral, que tanto conmovió a todos, las necesidades de la infancia desvalida seguían siendo evidentes y urgentes pero invisibles: ¡cómo pasan sin veros las gentes!

A los niños que atendía en la iglesia, los regaloneaba con caramelos.  Eladio se convirtió en un excelente apoyo.  Le regaló bolsas de caramelos, aunque siempre rezongando y declarándose anti-iglesia, anti-curas y anti-dogmas.  No había recibido ningún sacramento, ni bautizo, ni primera comunión y tenía claro que tampoco se casaría por la iglesia.  Decía creer en Dios pero no seguir ninguna doctrina, tener una sólida formación valórica entregada por sus padres, distinguiendo claramente el bien del mal y eso bastaba.  Estás mal, nada sabes de los diez mandamientos y de las enseñanzas del evangelio, le recriminaba Margarita.  Eladio se reía y aseguraba que San Pedro no lo interrogaría al respecto, entraría sin dificultad al reino de los cielos y estaba seguro que a los curas de la inquisición, de las indulgencias y a varios de estos nuevos tiempos, no los dejó entrar y seguían en el infierno.

Las pocas horas que pasaban almorzando juntos, empezaron a ser cortas con tan entretenidas conversaciones. 

La primera vez que Eladio vio a Margarita enojada y totalmente indignada, fue cuando se enteró de la toma de la catedral de Santiago.  Un grupo de laicos, sacerdotes y religiosas, que se hacían llamar la iglesia joven, con un ideario político religioso de corte izquierdista, ocuparon la catedral, desplegaron un lienzo en el frontis, celebraron una misa y pidieron por las víctimas de la guerra de Vietnam y los obreros de América Latina.  Margarita no lo podía creer.  Repudiaba totalmente la participación de sacerdotes, y concordaba con el Cardenal en que fue un acto de profanación.  Eladio lo interpretó como la decadencia de la institución.  La iglesia agoniza, le dijo.  En treinta años más, sólo quedarán los edificios, no habrá curas ni monjas porque no son necesarios.  

Eso no ocurrirá, contestó Margarita.  La iglesia nunca desaparecerá.  Ninguna institución ha contribuido tanto en nuestra civilización: en la educación, las artes y hasta en la economía.  Además, siempre habrá personas que quieran dedicar su vida a transmitir los valores cristianos que han sido heredados de padres a hijos por siglos y siglos.  Nos ha enseñado a amar a tu prójimo como a ti mismo, y eso hace la diferencia con la barbarie. 

No había duda que eran grandes conversadores, que les interesaba la marcha del país, que les encantaba estar juntos y que ambos esperaban con ansiedad que llegara el viernes para volver a verse.  Eladio le había dicho más de una vez, lo bien que le hacía su compañía y que lamentaba no poder disponer de más tiempo con ella.  El campo demandaba las 24 horas del día y la distancia también presentaba una dificultad.  Para él, no había fines de semana ni vacaciones.  Los animales y las aves debían ser atendidas, y su madre ya no era la misma de antes.  

En primavera, cuando Eladio pensaba y pensaba cómo abordar a Margarita y robarle algo más que un beso, ya sabía que su receta para casos como éste, con Margarita no iba a resultar.  Estaba casi seguro que no aceptaría ir a una casa de citas, donde era asiduo cliente.  Tendría que ser algo distinto.  Le preguntó si aceptaría pasar el fin de semana en su casa.  Le contó que nunca había invitado a una amiga.  Su único invitado, desde los tiempos de estudiante, había sido su amigo Selim -ahora jefe de créditos en un Banco- con quien pasó gran parte de los veranos.  Margarita aceptó la invitación.  Fue el momento en que anheló secretamente, que sus sueños se hicieran realidad.  En más de una ocasión, había soñado que él la besaba apasionadamente y había despertado sintiendo el sabor de sus labios. 

Una señora de mediana estatura, con el pelo canoso tomado en un moño tipo tomate, acompañada de cuatro perros que no dejaban de ladrar y luego olisquear, salió a su encuentro y se presentó como la madre de Eladio a quien disculpó por no estar presente.

Era una mujer de grandes ojos claros, que estaba enterada de quién era Margarita.  La tranquilizaba saber que era una mujer educada y decente.  No como aquella cantante de bar, diez años mayor, con dos hijos de diferentes padres, que enredó a su hijo en un nocivo amorío que estuvo a punto de terminar en tragedia, cuando uno de los padres de los niños, llegó a ver a su hijo, se encontró con él y lo amenazó de muerte con un cuchillo.

La madre de Eladio era una mujer de ideas claras, afectuosa y locuaz.  No pasaron muchos minutos cuando ya estaban enfrascadas contándose historias de sus vidas.  Le contó que había conocido a su marido en una carrera a la chilena cuando él montó el caballo ganador; que dio a luz -en su casa- a seis hijos que nacieron sanos, pero sobrevivían cuatro; que el fallecimiento de su esposo fue muy difícil para todos pero que él, recurrentemente, la visitaba en sueños.  Le contó -pero en secreto- historias y anécdotas de la niñez de Eladio: cuando sus hermanas lo encerraron en el chiquero y salió tan sucio y lleno de pulgas que tuvieron que meterlo al río; cuando se subía a los árboles a espiar y pasaba horas perdido; el afán que tenía por asustar a sus hermanas cazando lagartijas y metiéndolas entre sus ropas o en sus camas, y etc. etc. 

Cuando Eladio llegó, se congratuló al verlas alegres y como amigas de toda una vida.  Estaba la mesa puesta y Margarita preparaba la ensalada. 

Recorriendo el campo, a Margarita le sorprendió la belleza que ofrecían los manzanos y perales en flor.  Formaban un gran ramillete en altura, con un fondo de cielo azulado sin ninguna nube. Pensó que, si tuviese una máquina fotográfica, lograría una hermosa postal.  

Eladio caminaba a su lado y no entendía qué le estaba ocurriendo.  Quería tomarle la mano y se cohibía una y otra vez.  Pero su padre -a quien recurría cuando estaba en problemas- lo solucionó.  Margarita tropezó con una piedra y rápidamente él la agarró de la mano.  Ella recibió su calor y fuerza, y una mirada cómplice los hizo sonreír.  Así, tomados de la mano y seguidos por los perros, terminaron el recorrido.   

Cuando la quietud de la noche llegó y una luna menguante se asomó, se amaron a fuego lento en una sinfonía perfecta, exploraron jardines desconocidos y viajaron extasiados más allá de las estrellas, y descubrieron que no podrían separarse nunca más. 

La línea del tiempo se quebrajó en un antes y un después.  Antes, Margarita pretendía dejar la casa de pensión, arrendar un pequeño departamento e independizarse, y a Eladio le preocupaba la sequía del invierno y los efectos en los cultivos.  Después, sólo pensaban cómo compaginar sus actividades para estar juntos todo el tiempo y no volver a separarse.  Margarita propuso que todos los fines de semana se trasladaría al campo hasta que termine el año escolar.  Al año siguiente, deberían formalizar su relación ante la ley y la iglesia.  Eladio estuvo de acuerdo sin ningún reparo al matrimonio por la iglesia.

Convertidos en marido y mujer, siguieron manteniendo interés por el acontecer nacional en largas conversaciones en que no siempre estaban de acuerdo.  Cuando llegaron las nuevas elecciones presidenciales, Margarita sufrió un gran disgusto.  El gobierno no logró retener el poder y llegó tercero.  El candidato de izquierda obtuvo mayoría, pero no la suficiente para ser electo por lo que debió firmar un estatuto de garantías.  No va a resultar, no lo respetará, se quejaba.  

Eladio concordaba con ella y se preguntaba qué era aquello de revolución con empanadas y vino tinto.  El vino tinto terminará por embriagar a todos.  Los borrachos, generalmente quedan atontados y algunos se vuelven locos, y muy violentos.  Puede ser peligroso, sostuvo.  Y no se equivocó.  El país entró en una vorágine de expropiaciones de fábricas, predios agrícolas y agitación social.  Se produjo un elevado gasto fiscal que se solucionaba con emisión monetaria.  Esto originó un proceso inflacionario y desabastecimiento que estaba ocasionando un gran descontento e incertidumbre en la población, y amenazaba un desborde total.

Estaban celebrando el tercer cumpleaños de Eladio Andrés -su hijo primogénito- cuando recibieron la inesperada visita de su vecino Don Rola.  Era un señor mayor, que había sido un buen amigo de su padre.  No quiso entrar a la casa y pidió conversar a solas con Eladio.  Le contó que sabía -de buena fuente- quienes les habían robado los caballares en el reciente invierno.  Era un grupo organizado para hacer fechorías, cuyo cabecilla era un hombre de aproximadamente treinta años, apodado el mondongo.  El mismo que había estado trabajando en la última trilla, en ambos campos, pero que ahora había mutado a activista político.  Se dedicaba a organizar tomas de predios, reuniendo familias con niños, para luego exigir al gobierno la expropiación.  Ese era el motivo de la visita.  Había sabido que el mondongo estaba organizando la toma de sus predios.  Señaló tener un rifle Winchester y un revólver Taurus, que se había aperado de munición y no dudaría un segundo en disparar si aquello ocurría, y quería saber su opinión.  Eladio que recién había estado cantándole el cumpleaños feliz a su retoño, quedó vacilante por unos segundos.  No tenía más que una antigua escopeta heredada de su padre, pero en esa situación, le dijo que también la usaría si era necesario defenderse.  Sé que es muy complicado, pero ya tengo mis años y si debo morir defendiendo lo mío, así será sostuvo Don Rola.  Eladio quedó preocupado.  Lo invitó al cumpleaños, pero sólo entró para saludar, felicitar al niño y se retiró. 

No hubo necesidad de disparar ninguna bala porque seis días después, todo cambió.  El país se enteraba con horror del bombardeo de la casa de gobierno y la muerte del presidente.  Eladio y Margarita nunca pensaron en un hecho de esa magnitud y consecuencias, aunque más de alguna vez comentaron que el gobierno no terminaría su periodo y el parlamento lo destituiría.  Los acontecimientos que se informaban y los bandos de la Junta de Gobierno generaban incertidumbre.  Entre incertidumbre y temor por el futuro, también llegó un gran alivio.  Terminaban esas noches de angustia y sin dormir, y días de sobresaltos temiendo que llegara un pelotón de gente a arrebatarles su casa y su tierra.  Cada vez que los perros ladraban, se activaban las alertas.  

Algunos años después -al velorio de don Rola- llegó un grupo de jóvenes compañeros y amigos de su nieta mayor, a dar las condolencias.  Después de un rato, se animaron a contar una anécdota que involucraba al difunto, que ahora resultaba jocosa y así la contaron.  Habían llegado a su campo en paseo de fin de año y don Rola los recibió a balazos.  Lo describían como un espectáculo tragicómico: la profesora que los acompañaba sufrió un ataque de nervios y ellos -muertos de susto- debieron auxiliarla; un hijo del finado realizaba esfuerzos para calmar a su padre y lograr que entregue el rifle, mientras ellos retrocedían; a todo grito le explicaba una y otra vez, que los recién llegados eran compañeros de curso de su nieta.  Pasaron unos minutos eternos para que entregue el rifle.  La mayoría sólo quería regresar a sus casas.  La profesora -repuesta del susto- conversó con la familia.  Todo estaba preparado, el cordero a punto de asar, por lo que después de mil explicaciones, decidieron quedarse.  Un par de horas después, don Rola se integraba al grupo contando historias pasadas y expresando disculpas porque los había confundido con el grupo del mondongo, porque no era verdad que lo habían detenido, si nadie, ni su familia sabía en qué comisaría o cárcel estaba.  

La nieta disculpó a su abuelo y explicó, lo mismo que les había explicado a sus compañeros en aquella ocasión.  Su abuelo, producto de sus años, había desarrollado una fobia a las personas desconocidas.  Si alguien entraba al campo, lo recibía con actitud amenazante y rifle en mano, pensando que lo iban a despojar de todo.  Después del incidente del paseo de fin de año, las armas habían sido retiradas del campo.  

El relato de los jóvenes y de la nieta de don Rola, produjo en Eladio un quebradero de cabeza de algunos días.  

Una gran duda se instaló y lo tenía inquieto: ¿sería verdad que su predio estuvo en la mira de ser usurpado por los embriagados de revolución, como don Rola señaló en aquella ocasión? o ¿el miedo paranoico por lo que estaba ocurriendo en el país lo llevó a imaginar un escenario así, y desarrollar esa fobia?  

Ahora ¡qué importa!, dijo Margarita.  Nunca lo sabremos.  ¡Que Dios lo tenga en su santo reino, fue un buen vecino!

sábado, 20 de mayo de 2023

Una misteriosa experiencia


El año escolar 1963 se inauguró con alegría y satisfacción.  Los diecisiete alumnos que iniciábamos el tercer año de humanidades en el Liceo San Felipe Benicio de Coyhaique habíamos aprobado -el año anterior- los exámenes de la comisión examinadora externa proveniente de Puerto Montt.  Era entonces, un Liceo particular que aún no tenía reconocimiento oficial de notas. 

Estar expuestos a exámenes -cada fin de año- aplicados por profesores desconocidos, que determinaban aprobar o reprobar curso, era muy estresante.  Algunos sufrían de ansiedad y pánico con esos señores tan serios y circunspectos, que nos entregaban una hoja con preguntas para resolver.  Se medía nuestro conocimiento, pero también era una inspección pedagógica del establecimiento.  Si no aprobábamos el examen escrito, venía un examen oral e individual.  Y ése, era temido por todos.  El año anterior, y por primera vez en la corta vida del liceo, ocho alumnos debimos dar examen oral de Historia.  No olvido aquel rostro cuadrado, severo e intimidante del examinador que, junto al resto de la comisión, me interrogó. 

Pero un contratiempo de esa magnitud, aunque fuese por vez primera, trae consecuencias.  Al joven profesor de Historia, recién titulado y de quien casi todas nos enamoramos, no lo volvimos a ver nunca más.

Mi curso estaba integrado por seis mujeres y once varones.  Los varones vivían su propio mundo de empujones, zancadillas, canicas, básquetbol y apodos o sobrenombres.  Teníamos en el curso una gran fauna: un gato, por los ojos claros; un pato, que se llamaba Patricio; un chancho Pancho, porque rimaba; un conejo, no supe por qué; un toro, ese era su apellido y a Segovia a quien llamaban cebolla.  Ellos se reconocían y convivían con sus apodos sin problema, aunque de pronto se producía un cortocircuito, saltaba una chispa, se iban de manotazos y unas cuantas patadas.  Dicen que defendían el honor de la hermana o de la madre, o de ellos mismos, por algún empujón pasado de revoluciones.  Pero a los cinco minutos, todo estaba superado, no había rencor, y seguían tan amigos como antes.

Nosotras vivíamos en un universo diferente, de buenas maneras y buen trato.  Queríamos ser princesas y construir nuestro propio castillo.  Cuidábamos los modales.  Nada de empujones ni gritos, menos decir groserías; nos enroscábamos las pestañas con una cuchara y nos teñíamos los párpados de color verde o azul.  Todas éramos amigas, pero cuando se trataba de trabajos escolares, siempre nos juntábamos tres: Marta, Eugenia y yo.  

En aquel tiempo, el plan de estudio contemplaba las asignaturas del idioma inglés y francés.  El padre Bruno era nuestro profesor de inglés, y el padre Anastasio el de francés.  Las clases de francés se iniciaban rezando el Padre Nuestro en dicho idioma: “Notre Père, qui est aux cieux…” que aún recuerdo. 

El padre Anastasio era amable, divertido y teatral.  Llegaba haciendo gala de su buena voz, cantando canciones de Edith Piaf.  Siempre era una sorpresa su llegada a la sala.  Si no cantaba, escribía en la pizarra frases de poemas que debíamos repetir en coro.  No olvido: “L’ amour est assis sur le crâne de l`humanité”.  Una vez aprendida y pronunciada correctamente, nos daba el significado que muchas veces ya intuíamos. 

El padre Bruno era diferente.  Tenía poca paciencia, y se inclinaba por la traducción de textos al español para luego leerlos en clase, en inglés y en voz alta.  Era su método para afinar y corregir la pronunciación.  En las lecturas en voz alta, Eugenia era quien lo hacía mejor en el curso.  Leía con soltura y fluidez.  Tenía elegancia y una voz tan particular -como las actrices en las películas- que todo el curso quedaba maravillado escuchándola y más de alguno la envidiaba.  Era la única que no recibía correcciones con uno o más varillazos en la mesa, de parte del padre Bruno.  

La última vez que estuvimos juntas, en casa de Marta, fue para traducir al español el famoso discurso de Gettysburg que pronunció Abraham Lincoln y que contiene esa frase tan conocida: “and that govermment of the people, by the people, for the people…”  que cuando Eugenia lo leyó en clases, lo hizo perfecto.  Ningún error en la pronunciación y leído con todo el énfasis que requiere un discurso. El padre Bruno la felicitó una y otra vez, y de paso, nos regañó para que aprendiéramos a modular como ella.  No hay que martillar las palabras, nos dijo.  

Mientras hacíamos la traducción, Eugenia nos contó que viajaría a Santiago unos días antes de las vacaciones de invierno -que ya se acercaban- para una intervención quirúrgica, pero no recuerdo de qué se trataba.  En todo caso, no debía ser algo grave pues ella se encontraba bien.

Cada fecha del calendario guarda una historia personal, familiar o un gran hito de la humanidad.  La que contaré, ocurrió el lunes 17 de junio de ese año y dejó huellas en mi vida.  

Era una mañana helada, y como siempre, me dirigí al liceo caminando las diez cuadras que lo separaban de mi casa.  Los charcos de las calles tenían una gruesa capa de escarcha, que disfrutaba ir rompiendo en vez de esquivarlos.  Cuando llegué a la puerta de ingreso del liceo, no había nadie.  Los sacerdotes que nos recibían cada mañana no estaban, y tampoco se veían en el patio.  Alguien nos avisó que el acto de todos los lunes estaba suspendido.  Teníamos que pasar a las salas y esperar a nuestros profesores que se encontraban reunidos con el rector.  Nadie sabía lo que estaba ocurriendo, nunca había pasado algo así, pero en nuestro jolgorio de volver a encontrarnos, poco importaba.  Recuerdo que estuvimos solos por largo tiempo, hasta que llegó el padre Anastasio, con el rostro muy serio.  Nos informó que se suspenderían las clases de la tarde porque la congregación estaba viviendo un momento muy difícil y doloroso.

El día anterior, el avión que trasladaba al obispo, monseñor Cesar Gerardo Vielmo, junto a otros pasajeros, había sufrido un accidente.  Quedamos consternados ya que el obispo, más de una vez, nos había visitado.  Nos señaló que en circunstancias tan penosas, no se debía perder la esperanza y nos invitó a elevar una oración pidiendo que todos los pasajeros estuviesen bien y pronto fuesen rescatados sanos y salvos.  

El más afectado con la noticia fue Toro.  Después de unos minutos se dirigió al padre, con los ojos llorosos, y señaló que Eugenia también viajaba en ese avión.  Quedamos en shock.  Eugenia no estaba en la sala y no había llegado a clases.  El padre no sabía quiénes eran los otros pasajeros y le preguntó si estaba seguro.  Sin dejar de sollozar, contestó que sí.  Toro era vecino de Eugenia y dijo que el día anterior la había saludado y había alcanzado a despedirse cuando la fueron a buscar para tomar el avión. 

Nos desbordamos de angustia, llanto, zozobra y aflicción.  Una nube de tristeza entró a la sala y nos envolvió a todos.  El padre, atónito ante aquel desborde de emociones, llamó a la calma y nos habló con el corazón en la mano: que la esperanza no se pierda y que confiáramos en que pronto todos serían rescatados.  Nos informó la formación de varios equipos de rescate con sacerdotes, policías, militares y autoridades.  Dijo estar seguro que a Eugenia la tendríamos de vuelta en clases. 

No olvido la cara de Marta, y seguramente ella no olvida la mía.  Nos abrazamos y lloramos pidiendo a Dios que Eugenia tuviera la fuerza para resistir hasta el rescate.  Nos sentíamos desorientados y, como zombies, íbamos de un lugar a otro de la sala. Nos sentábamos, nos poníamos de pie, nos abrazábamos, e implorábamos a Dios que ella estuviese bien, con comida y abrigo.  Eugenia era nuestra compañera desde los cursos de primaria, en el colegio de las monjas. 

No recuerdo qué más pasó en el liceo, ni cómo llegué a casa.  Mi madre ya sabía del accidente, pero desconocía que Eugenia iba como pasajera.  

Esa noche me acosté muy temprano.  Era una noche demasiado helada, y de tanto llorar mi cuerpo había perdido energía.  

Estaba sentada en mi cama, con la lámpara del velador aún encendida, cuando sin causa aparente, ni fuerza o energía alguna que lo provocara, el crucifijo que tenía colgado en la pared de la cabecera de mi cama se movió de lado a lado, en movimiento pendular, por unos segundos. 

De inmediato supe que era Eugenia, y que había muerto.  No hubo otro pensamiento que aflorara en mi mente.  Me quedé quieta, esperando otra señal, pero nada más ocurrió.  Como si ella estuviese ahí, le expresé mi cariño y la conmoción del curso.

El crucifijo era un regalo que nos hizo el colegio cuando terminamos la enseñanza primaria.  Medía unos treinta centímetros, y después de inspeccionarlo una y otra vez, no pude descifrar el origen de su oscilación.  Tampoco he podido comprender que se haya metido en mi cabeza la idea de que el corazón de Eugenia había dejado de latir, y que su alma había abandonado su cuerpo en ese preciso momento.  Fue como una revelación que venía de lo más profundo de mi ser y de mi conciencia.

Pasaron varios minutos, me negaba a admitir que ya no estaría con nosotros y que pasara a ser un recuerdo.  Desconcertada aún por la extraña experiencia, me acomodé en la cama y recordé tantas jornadas de amistad, risas y complicidades.  Como una película, fluían sus imágenes: leyendo frente al curso con su innata elegancia y encantadora sonrisa; repartiendo las calugas que su madre le hacía; o cuando se sorprendió al encontrar en su pupitre un papel con un corazón dibujado que decía “te amo” sin descubrir al autor.  Así estuve por largo rato, hasta que me dormí.

Fue la primera y única experiencia misteriosa e inexplicable que he tenido en mi vida.  Conocer, a través de un hecho que no tiene explicación, una verdad aún no descubierta me dejó por mucho tiempo haciéndome mil preguntas sobre qué ocurre en ese tránsito entre vida y muerte, y qué pasa con el alma. 

Tiempo después -siendo adulta- me he encontrado con libros que buscan esa respuesta, pero ningún autor ha vivido la muerte.  Hasta ahora, las explicaciones se pueden encontrar en la fe religiosa.  Al fin y al cabo, la vida misma es una experiencia religiosa. 

En los días siguientes, la comunidad liceana siguió abrigando la esperanza de encontrarlos con vida, reuniéndose para celebrar misas y oraciones.  Como yo tenía la certeza absoluta que Eugenia ya no estaba en este mundo, me mantuve a cierta distancia.  

No recuerdo los días que pasaron hasta que los encontraron.  El avión se estrelló, para luego incendiarse, dentro de un sector de bosque espeso.  Aquellos que no murieron calcinados, cayeron lejos de la aeronave, y murieron heridos y congelados.  

Aunque oficialmente nunca se pudo determinar el día que fallecieron aquellos pasajeros que resultaron heridos, estoy convencida que Eugenia murió esa noche, cerca de las 21 horas, del 17 de junio de 1963.  

Ha pasado mucho tiempo.  Pero aquí estoy, sesenta años después, contando esta enigmática historia y recordando a Eugenia, porque los amigos nunca olvidamos.  Además, y después de todo, ha sido la única persona -en este largo camino de mi vida- que ha tenido la gentileza de pasar por mi casa para despedirse de ese modo, antes de ingresar al coro celestial de ángeles dónde seguramente habita en la eternidad. 


viernes, 3 de febrero de 2023

El espejo ovalado


Lorenzo abrió la “Peluquería Loren” -como todos los días- a las nueve de la mañana. El salón se ubicaba en el primer piso de su vivienda, por lo que antes de desayunar, bajaba a abrir las cortinas y dar vuelta el letrero que señalaba “abierto”. Ese día, apenas abrió, el joven Francisco -apodado el marciano- ya había llegado.

Empezaba a llover, por lo que entró rápidamente, saludó, se quitó la boina negra, soltó su pelo aún mojado y se sentó en el sillón frente al espejo.

Lorenzo comenzó a cortarle su abundante cabellera, recordando que la atención anterior había ocurrido un día antes del trágico fallecimiento de su amigo de infancia, y ya habían transcurrido casi cinco meses. 

Estaban hablando del funeral, cuando se abrió la puerta interior del salón y entró Valeria con un mate en una mano y un termo en la otra. 

Francisco la miró con curiosidad a través del espejo ovalado que tenía enfrente y la siguió con la mirada en todos sus movimientos. Ella dejó el mate sobre una pequeña mesa y cuando giró su cuerpo, sus miradas se cruzaron a través del espejo del salón. Se saludaron cordialmente sin retirar las miradas que se detuvieron allí, por una eternidad. Valeria se sonrojó como sintiéndose culpable de algo y Francisco sintió acelerar su corazón.

No supo que más pasó. Cuando Lorenzo le volvió a hablar, Valeria ya se había retirado.  

Valeria era la hija menor de Lorenzo y tenía diecisiete años recién cumplidos. Era una joven muy bonita, dulce, cariñosa, de suaves modales y hogareña. Era la única hija que aún vivía con sus padres. Su hermano y una hermana ya habían dejado el nido para formar sus propias familias lejos del pueblo, cosa que ella había prometido jamás hacer. Nunca los dejaré solos, le decía a sus padres. Cuando tenía trece años, avisó a todo su círculo familiar que quería ser monja, pero cuando supo que debía estudiar para aquello, en la ciudad capital, cambió de idea. Un día quería ser profesora, otro día enfermera, pero jamás contadora como su hermana mayor. Lo que más le gustaba y disfrutaba, era adueñarse de la cocina e inventar recetas de todo tipo, aunque se inclinaba más por la repostería, siendo las galletas con calafate, sus favoritas. Cuando tenía quince años, una gitana le predijo que se casaría con un hombre extranjero que conocería en un viaje. Lo tomó tan en serio que deliró como tres días preguntándose si sería tan guapo como el actor James Dean, a quien amaba locamente, o como Paul Newman. En su desvarío, declaraba que tendría que garantizarle vivir en el pueblo, cerca de sus padres, porque nunca se iría a vivir a otro país, tendría cuatro hijos, todos seguidos para que no ocurra lo que a ella, que llegó tan atrasada a la familia que creció como hija única. Eso sí, ella misma criaría a sus niños, no como su hermana que delegaba la crianza de los suyos, en una mujer extraña que lo hacía por dinero, sin ternura y poca paciencia. No le gustaba aquello. No era justo crecer así.

Francisco había llegado a Chile en 1939, con siete años de edad, junto a sus padres y dos hermanos. Llegaron como refugiados de la guerra civil española, y ese mismo año se asentaron en el pueblo. Ahora, bordeaba los veintisiete y se había convertido en un soltero muy codiciado, de buena figura con recia y viril voz.  En el juego del deporte de los chismes, se tejían historias de amores y desamores con él, como protagonista. Le atribuían romances con señoritas decentes, otras no tanto, y hasta con la monja superiora. Verdad o mentira, poco importaba, había que entretenerse en algo porque en el pueblo ocurrían pocas cosas interesantes.

Pero la única verdad -porque así lo contaría años después el mismo Francisco- es que aquel día salió confundido de la peluquería. Algo raro le había ocurrido en el cruce de miradas en el espejo. Se sintió cautivado de tal modo, que pensó era ella -y sólo ella- la mujer que había estado esperando. Un apacible regocijo lo invadió. Luego, vino un estallido de emociones e ideas que iban y venían a gran velocidad, junto al deseo de gritar a los cuatro vientos que Valeria había cautivado su corazón, con sólo una mirada. Cuando volvió a su casa, buscó a Romeo. Romeo era su gato regalón y fiel confidente. Conocia de todas sus andanzas. Jamás lo había traicionado, porque con una lata de sardinas compraba siempre su silencio. Le contó que había conocido a Valeria: una chica hermosa, trigueña, de rostro angelical pero con mirada embrujadora, con grandes atributos físicos, cuerpo de guitarra, divina, divina. Romeo, que ya conocía esa avalancha de caricias en el lomo, mientras hablaba y hablaba, sólo esperaba por las sardinas.

Un corte de pelo cambia la fisonomía de una persona, pero el cambio de Francisco fue total. Se levantaba con energías desconocidas; trabajaba hablando a si mismo; modificó el nombre  de la canción “La Malagueña” y cantaba a todo pulmón: “ que bonitos ojos tienes debajo de esas dos cejas… besar tus labios quisiera, Valeria salerosa ”. Cuando se dio cuenta que sólo él podría estar viviendo todas esas emociones, recurrió a su amigo de infancia. Lo visitó en el cementerio para pedirle ayuda del más allá.  Recordó -junto a la tumba- los tiempos en que se consideraban  invencibles, guitarreaban y cantaban la canción “El Aventurero”, que habían adoptado como  himno porque los identificaba: “yo soy el aventurero, el mundo me importa poco. Cuando una mujer me gusta, me gusta a pesar de todo. Me gustan las altas y las chaparritas… ” Y le contaba que nunca más la había vuelto a cantar, porque eso de que “el mundo me importa poco”, podría tener algo que ver con su accidente mortal. Rememoró también, las largas conversaciones, en que se auto-convencían que el amor a primera vista o el amor romántico, no existía. Sólo se trataba de la atracción bioquímica natural de todas las especies y además, pasajera. Cuando salían en plan de conquista y apostaban quién sería el elegido, tenían un lema: será pasajero y jamás nos enojaremos. Pero ahora -le decía- ocurre que tengo comprometido mi alma, mi corazón, mis pensamientos y todo mi ser. Creo estar verdaderamente enamorado. Necesito que por favor me ayudes a ser correspondido. Te prometo que si mi primer hijo es varón, llevará tu nombre. Será un homenaje a nuestra sincera amistad. Estoy seguro que nunca volveré a tener un amigo como tú. 

De la euforia de los primeros días, pasó a un estado de angustia. No sabía cómo debía abordar a Valeria. Nunca la había visto en la plaza donde se juntaban las jóvenes en el atardecer. Después de devanarse los sesos inventando escenarios -como hacer guardia afuera de su casa- decidió que si la quería como esposa, debía partir haciendo todo bien. Tenía que pedirle permiso a Lorenzo para cortejarla, lo que no era una tarea fácil. 

Lorenzo era un militar en retiro que había aprendido el oficio de peluquero en sus años de servicio. Cuando se jubiló, tenía claro que debía hacer algo más que arranarse en un sillón. Barajó la posibilidad de emprender varios negocios que entonces le ofrecieron, pero pensó que lo más apropiado, era hacer lo que sabía hacer. Además, tener un espacio propio en su misma casa donde pudiese escuchar los tangos de Gardel, la música que le gustaba sin contrariar a nadie, atender a sus amigos y vecinos, jugar unas partidas de cartas, escuchar por radio los partidos de fútbol, tener a la vista las Playboys que debía esconder  para no ser tratado de viejo pervertido, era la mejor idea para vivir los años que Dios le regalaría. Remodeló su casa, compró el mobiliario y los artículos necesarios, y se instaló. El nombre que eligió, nada tenía que ver con una abreviación del suyo, como algunos creyeron. La llamó “Loren” por el amor platónico y los sueños eróticos que de vez en cuando tenía con la actriz italiana Sofía Loren. Buscó la colección de fotos que de ella guardaba en un baúl -porque su esposa nunca las permitió en el dormitorio- y armó un collage que colgó en la peluquería, que resultó en todo un éxito porque no sólo él amaba así a Sofía. 

Francisco llegó a la peluquería calculando la hora de cierre con una plática aprendida en horas de insomnio. Lorenzo quedó desconcertado, creyó que era una broma y se puso a reír. Su hija era aún una nena y así se lo hizo saber severamente. La conversación se volvió áspera. Lorenzo le enrostró los chismes de sus amoríos y le pidió que jurara por la memoria de su amigo, que no tenía hijos. 

Pasaban las horas y Francisco no lograba la aprobación que esperaba. Argumentaba una y otra vez que era un hombre trabajador, sin vicios -ni cigarros ni alcohol-, que su única pero natural debilidad -como todo joven varón- era la atracción que sentía por las mujeres bonitas, pero que a todas respetaba y a ninguna forzaba hacer algo que no deseaba hacer. Le explicó reiteradamente que el sentimiento por Valeria jamás lo había experimentado, era un sentimiento nuevo, noble y bueno, y prometía respeto. Se hizo un largo silencio. Lorenzo recordó la conquista de su propia mujer, el enojo de sus suegros que tanto los hizo sufrir, y se rindió. Lo invitó a almorzar el domingo siguiente para que Valeria tomara la decisión. Tenía plena certeza de que Valeria sería indiferente, porque era una ingenua nena que aún vestía a sus muñecas, no le atraía salir a fiestas, menos pensar en esas cosas, y siempre había dicho que se casaría cuando fuera mayor de edad. Estaba seguro de eso. Además, pensó que era mejor tenerlo bajo control, a que se las rebusque para acosarla en otros lugares, porque conocía su fama de conquistador. 

La madre de Valeria dedicaba su tiempo libre a tejer para sus nietos, bordar ropa de cama y algunas costuras. Valeria la acompañaba y ayudaba. Estaban juntas bordando un mantel blanco de granité -cada una en un extremo- cuando su madre le comentó que Francisco estaba invitado a almorzar; que la invitación correspondía a las pretensiones de conocerla con fines amorosos y le preguntó qué opinaba. 

Valeria se sorprendió, dio una larga y falsa puntada que pinchó su dedo. 

-La madre esperaba una respuesta pero Valeria no dejaba de chuparse el dedo y quejarse del pinchón de la aguja.

-Te hice una pregunta, le dijo.

Sin despegar la vista del mantel, respondió que le parecía bien. 

-¿Nada más me dices? Según tu padre, él tiene pretensiones serias y podría pedirte matrimonio. No creo que estés pensando en casarte tan joven.  

Valeria soltó el mantel y se enderezó, puso sus manos tras el cuello, bajo su largo cabello, para levantarlas al cielo y estirarse mientras su columna se arqueaba, y con una mueca -entre risa contenida y sonrisa- le respondió:    

-¿Por qué no? 

Su madre -que no esperaba esa respuesta- la quedó mirando detenidamente mientras Valeria se estiraba, advirtiendo cómo el cuerpo de su niñita se había transformado con tanta velocidad.  Observó incrédula cómo le había aumentado el busto,  y hasta ahora ni cuenta se había dado. Fue como si el tiempo -ese compañero inseparable de día y noche- que a todos persigue sin permiso y nos transforman tan sigilosa y lentamente, le estuviese dando una gran bofetada diciéndole: ya la hice mujer y la sigues mirando como nena. Fue un latigazo.  Se sintió avergonzada y la madre más tonta del mundo. Enojada consigo mismo, le arrojó en tono molesto y fuerte, la siguiente advertencia:

-Espero recuerdes lo que conversamos tiempo atrás. Al matrimonio se debe llegar virgen. De lo contrario te pueden devolver como una cajetilla de cigarrillos que no está completa. Nada de pruebas de amor porque estoy segura te las pedirá. Es un engaño que todos los hombres utilizan para después: si te he visto, no me acuerdo. Y éste, tiene fama de mujeriego. 

Valeria la miró extrañada. Nunca le había hablado en ese tono, pero su madre reaccionó de inmediato y le dijo que olvidara lo dicho, porque confiaba en ella. 

Valeria que ya no sabía cómo disimular la alegría que la desbordaba, se perdió del lugar. Tenía secretos que no estaba dispuesta a compartir.  A Francisco  lo  había visto jugar un partido de fútbol en la cancha del pueblo y desde ese día había estado averiguando de él.  A sus padres les contó el  curioso nombre del arquero. Le gritaban: ataja Marciano.  Su padre le aclaró que era un apodo, que se llamaba Francisco y otros detalles. No había sido casualidad llevar el mate aquel día. Ella había visto estacionar frente a su casa la inconfundible camioneta Opel azul que él conducía y rápidamente se arregló el pelo, el vestido, y salió con el mate y el termo. Cuando cruzaron sus miradas a través del espejo, sintió mariposas en el estómago y estuvo a un punto de desmayarse de emoción. Cuando Francisco se retiró, ella volvió para recoger un mechón de cabello que aún estaba en el piso. Se arrancó un mechón propio y junto al de Francisco, los envolvió en un pañuelo blanco que colocó bajo su almohada. Era un hechizo para enamorar. Se lo había enseñado su abuela cuando le contó que le gustaba un compañero de curso y no era correspondida, sólo que esa vez, nunca pudo quitarle ni una hebra de pelo. Ahora, estaba sorprendida y feliz que el hechizo funcionara. Francisco se presentaría, nada menos, que en su propia casa. 

El domingo llegó y Francisco se presentó muy elegante y perfumado con un obsequio para Valeria y otro para su futura suegra.

Lorenzo, sentado en la cabecera de la mesa rectangular, se dispuso a observar el comportamiento de su hija ante aquel galán, disfrutar de la indiferencia que le iba a propinar y el rotundo NO que le daría a sus tontas pretensiones. Pero no pasaron muchos minutos para darse cuenta de que había cometido un gravísimo error. Era cosa de ver el rostro radiante de Valeria. Para ella, sólo Francisco estaba en la mesa. Lorenzo habló muy poco. Su esposa llenó los silencios con acotaciones sobre la comida, las zanahorias del huerto, las gallinas, el tiempo y otras trivialidades. Apenas terminado el almuerzo se retiró amargado y con un gran peso encima. Debe ser el peso de la derrota, pensó. Nunca antes la había experimentado, al menos, no así. 

El retiro de Lorenzo le produjo a su esposa un alivio. Quería preguntarle a Francisco muchas cosas, pero su marido le había advertido que no fastidiara de ese modo porque ya habían tenido una larga conversación de hombre a hombre. Le puso más yerba al mate de la sobremesa y se dispuso a interrogar: 

-Dígame Francisco: ¿Por qué lo apodan “marciano”?

Francisco se puso a reír.  

-Ese apodo me lo gané en mi primer día de escuela cuando la profesora me presentó ante mis compañeros de curso. Me presentó como el compañero español y yo agregué en voz alta, que también era murciano.  

Todos me miraron con una risita escondida bajo sus manos. Pero así era, nací en Murcia, ciudad de España. Sin embargo, mis compañeros entendieron que dije “marciano” y así me llamaron y así me quedé.  No me molesta. 

Después de contar lo poco que recordaba de Murcia, pues vivían en Valencia cuando se desató la guerra civil, relató la tragedia que envenenó el alma del pueblo español y lo dividió en dos bandos. Fue un veneno que se esparció por todos los rincones, que llegó a muchas familias, también a la mía, sostuvo. Produjo una rivalidad irreconciliable con el hermano de mi padre, por eso decidió huir a Francia con todos nosotros. Empezaban a surgir en Valencia las denominadas “sacas” que eran grupos desquiciados que procedían al registro y saqueo de viviendas. Varios de los amigos y conocidos de mi padre terminaron prisioneros o fusilados en plena calle. Lo peor, es que mi padre sospechaba de su hermano. No confiaba en él, era un fanático insoportable.  En el ultimo encuentro que ellos tuvieron, se produjo una discusion tan fuerte, que si no llegaron a los golpes, fue  por la intervencion de su cuñada. Estando en Francia, se enteró de un barco que zarparía con refugiados a Chile y no lo pensó dos veces. Movió todos los hilos que tenía que mover hasta lograr los cupos para embarcarse. España se convertía en un horror, en una catástrofe humanitaria que se advertía muy difícil de reconciliar y reconstruir. Sólo había que marcharse, olvidar todo, rehacer la vida y el fin del mundo planteaba esa oportunidad.

La madre de Valeria -que poco entendía de los dolores de una guerra- siguió con el interrogatorio:    

-¿A qué se dedica?

-Usted sabe que mis padres empezaron con un pequeño almacén y luego instalaron el aserradero que hoy trabajan. Yo trabajo con mi padre y me encargo de repartir la madera que se vende. También tengo afición por la carpintería. Este afán empezó cuando tenía doce años y con restos de madera, hice un pequeño camión que mis compañeros elogiaron y lo cambié por canicas. Después hice otros, que vendí por algunas monedas. La monja superiora se enteró de mis habilidades y un día me preguntó si podía hacer un estante muy sencillo para ordenar libros. Después me pidió otros estantes y cuando tenía como veinte años, se le ocurrió que yo podía hacer una sala de clases. Eso me asustó, pero ella se comprometió ser la jefa de la obra y todo resultó muy bien. Buena jefa y buen aprendizaje. Me gusta mucho la carpintería,

-No es que crea en chismes, pero cuando el río suena… Dicen que tiene amores con hijos que se niega a reconocer, y que la monja lo besó, ¿qué hay de verdad….? 

- No tengo ninguna relación amorosa, ni hijos. Le doy mi palabra. Lo de la monja es verdad. Me dio un beso pero en la frente, no en la boca como han calumniado.  Ocurrió hace poco, cuando le entregué la puerta tallada de un mueble que me pidió. Ella hizo el diseño -un cáliz con una hostia- y nunca pensé lo iba a lograr tan bien. Quedó como si lo hubiese hecho un artista experimentado y era mi primer tallado en madera. Cuando lo vio terminado, ella dio un salto de alegría, me tomó la cabeza y besó mi frente. Mi frente. Estaba demasiado contenta. 

Pero no quiero seguir hablando de rumores mal intencionados. Quiero decir que hablé con su marido porque me interesa conocer a Valeria, le pedí permiso -y ahora se lo pido a usted- para invitarla a salir. Tengo buenas intenciones, se lo prometo.

-Es Valeria quien debe dar la respuesta. Tiene mi permiso y el de su padre, sostuvo.

Valeria que no había abierto su boca y parecía extasiada sobre una nube de algodón, en realidad no dejaba de observar cada detalle de Francisco. Estaba imaginando cómo acariciarían esas manos que movía al hablar, cuando escuchó que su madre le habló y sólo dijo: estoy de acuerdo. 

Seis meses después, anunciaban matrimonio. Un matrimonio sencillo, con la bendición de ambos padres y un almuerzo familiar en casa de los padres del novio.  

Antes del año, llegó el primer hijo a quien llamaron Juan Francisco, cumpliendo la promesa hecha a su amigo en el cementerio. Lo que entonces no sabían ni se imaginaban, era que en el firmamento había una fila de bebés deseando llegar a sus vidas. Se presume que Juan Francisco envió alguna señal de lo bien que lo recibieron sus padres y abuelos, porque se produjo tal alboroto de los bebés no repartidos, que la cigüeña encargada del sector, debió poner orden y formarlos. Los formó en fila india y elegió a quince bebés para el hogar de Valeria, calculando los años de fertilidad y reposo. Determinó que los llevaría uno a uno -no por partida doble o triple como ellos pedían- y que el criterio del reparto sería, cada vez que el último bebé entregado estuviese caminando con plena seguridad.  Para ello, cada cierto tiempo -en completo sigilo- pasaba a espiar si se cumplía el requisito, para entregar al siguiente.  Alcanzó a entregar nueve bebés, todos sanos y robustos: 6 varones y 3 niñas. Y cuentan que no pudo llevar al resto, porque cuando murió Romeo, a Francisco le regalaron un perro pastor alemán que -una noche que la cigüeña pasó a espiar- la enfrentó a ladridos, le dió un mordisco en una de sus flacas patas y la persiguió por todo el gran patio de la casa antes que pudiera emprender vuelo y escapar. Tanto se asustó, que no se atrevió a volver nunca más.

Si alguien piensa que Valeria vivió amargada, malhumorada o abatida criando tanto chiquillo, se equivoca. Era una madre dedicada, siempre alegre, organizada y preocupada de cada detalle de sus niños. Francisco era un apoyo entusiasta e incondicional en las tareas del hogar y de crianza. Por las tardes, tocaba la guitarra para que todos cantaran y bailaran, los hacia dormir leyendo o inventando cuentos y les enseñaba a rezar el “angel de mi guarda” para dormir protegidos. Formaban una pareja de aquellas que se dice: almas predestinadas para ser muy felices. Las condiciones materiales siempre fueron adversas, pero salvadas con ingenio y voluntad.

Era un gusto ver a todos los niños sentados en la larga mesa dando gracias a Dios por el alimento recibido; pidiendo permiso para retirarse a jugar cuando terminaban de comer; o salir con su padre tomaditos de la mano formando una escalera. Cada mañana, se detenía en su casa el carretón repartidor para entregar leche fresca. Las gallinas y los pavos se criaban en casa, igual que la huerta con zanahorias, lechugas y otras verduras. La vestimenta no constituía un problema porque se heredaba y reparaba: a los zapatos se les cambiaba la suela y los pañales se lavaban hasta que terminaban en hilachas.  

Los padres de Francisco acogieron a su nuera como a una verdadera hija. En las reuniones familiares, Valeria fue descubriendo el dolor de sus suegros lejos de su patria y la profundidad de la tragedia que los llevó a escapar. En cada encuentro su suegro les contaba cómo se estaba desarrollando la vida en su amada tierra y mostraba una carpeta con los últimos recortes de diarios y revistas que coleccionaba con noticias de España. Decía que lo único que podría salvar a Franco del infierno, era su neutralidad durante la guerra de Hitler. Respecto a su hermano, daba por hecho que se había alistado en la División Azul, para ir a morir congelado. Así lo había soñado: con uniforme y tirado en tierra nevada. Contaba los días esperando que Franco fuera derrotado para celebrar en grande. De pronto, la nostalgia lo invadía.  Necesitaba volver a recorrer las calles de Murcia, recordar su niñez y depositar un hermoso ramo de flores en la tumba de sus padres. Recitaba en voz alta “La cogida y la muerte” que sabía de memoria: “A las cinco de la tarde. Eran las cinco en punto de la tarde…”   Era el poema que más le gustaba de García Lorca, porque señalaba un tiempo preciso, una hora determinada , ese instante o aquella hora que nunca se olvida.  Porque él, no olvidaba que, no fue a las cinco de la tarde sino a las cuatro de la mañana, cuando habían logrado cruzar la frontera. Estaba consciente de que a esa hora, podría haber encontrado la muerte, aunque ningún niño llevaría una sábana blanca, como señalaba el poema. En cada celebración de un nuevo año, y junto al brindis de champaña, repetía: éste año cae Franco.  Esa noticia no logró llegar porque cuatro meses antes de la muerte del dictador, él también partió de este mundo.

Tras la muerte de su padre, Francisco empezó a retomar la idea de volver a su tierra natal y cumplir el deseo de su padre que también era su deseo. Pensó que sería un merecido regalo para su amada Valeria que sólo había viajado lejos en pocas ocasiones: para visitar a su hermana y para despedir a su hermano cuando inició el viaje de instrucción como marino. Entonces, empezó a urdir un plan financiero y de negocios que ya tenía en vista, para concretar a largo plazo dicho propósito.

Cuando faltaba poco para que cumplieran treinta años de matrimonio, Francisco anunció a Valeria que celebrarían dicha ocasión con un viaje a Europa.

¿Primer destino? Sí... Murcia. La desdibujada Murcia en la memoria de Francisco, los recibió con todo su esplendor arquitectónico de pasados ​​siglos y gran modernidad. Luego visitaron Venecia, Florencia y no podía faltar Paris, la ciudad del amor. Fue en un crucero por el Sena, cuando Francisco, abrazado a Valeria, reconocería en voz alta -casi gritando al cielo para que lo escuche su amigo- que existía el amor a primera vista,  era romántico y lo había vivido por treinta años con igual intensidad.  Empieza con una mirada que trastorna el juicio.  Y si no me creen tengo un testigo cómplice:  un antiguo espejo ovalado, de marco dorado.