sábado, 20 de abril de 2024

Hija de Kirk Douglas

Carmen terminó de desgranar los choclos que había comprado para preparar, al día siguiente, un pastel. Se encontraba sola. Su marido Alberto y su hijo mayor, habían viajado a Santiago en busca de unos repuestos para uno de los camiones de su pequeña flota de transporte. Su hija Sofía, una adolescente de dieciséis años, se encontraba a tres cuadras de distancia, en casa de una amiga. La habían invitado a la cena familiar de despedida de la hermana mayor, que se iba a la capital para iniciar su formación como auxiliar de vuelo o azafata. Habían acordado que Carmen la iría a buscar a las doce de la noche, como cenicienta, y recién eran las diez.

Había sido un día muy caluroso, como era el verano en Chillán. Carmen se encargaba de la parte administrativa de la empresa, pero ante la ausencia de Alberto, debió coordinar la carga de los camiones. Estaba cansada. Se tendió sobre su cama y se quedó dormida profundamente.

Despertó desesperada. Parecía que un ejército de zancudos la había atacado. Tenía picaduras en el rostro, brazos y manos. La más complicada, en el párpado derecho. Buscó en el velador una cajita de Mentholatum para aliviar la picazón. Se miró al espejo. El párpado se ponía oscuro y muy inflamado.

Eran exactamente las 23,30 horas. Decidió que así, con el ojo negro, no se presentaría ante nadie. Llamó por teléfono a la amiga de su hija para pedir, por favor, que vinieran a dejar a Sofía, porque no se encontraba bien para ir a buscarla. Contestó la mamá. Le señaló que las jóvenes estaban muy entretenidas, que no se preocupara porque cuando los invitados se retiren, la pasarían a dejar a su casa.

Aliviada de esa preocupación, Carmen se dispuso a tomar venganza y cazar a las atrevidos visitantes nocturnos. Los buscó por toda la pieza, detrás de las cortinas, bajo la cama, sin resultado. Recordó que tenía un fumigador con Tanax y lo aplicó en todo el dormitorio, cerró la puerta y se fue a la pieza de Sofía.

A esas horas, Carmen estaba totalmente desvelada. Metió sus pies en la cama y sentada con las almohadas en la espalda, escudriñó el dormitorio de su hija. Era amplio, tapizado con papel mural de pequeñas bailarinas, predominaba el color rosa, un estante de cielo a suelo albergaba las muñecas y peluches de la reciente infancia: osos, perros, gatos, conejos y otros, todos muy ordenados y quietos, esperando quizás, las atenciones y mimos de antaño.

Sentado en una poltrona, la miraba Kirk, el enorme y querido oso de peluche que Carmen cuidó y guardó para sus hijos. Sintió como si Kirk estuviese triste suplicando por un abrazo. Carmen se enterneció, se levantó y lo abrazó con la misma delicadeza y ternura de cuando era niña. Emocionada y abrazada a Kirk, afloraron los recuerdos de su infancia.

Tendría unos siete años, cuando después de una pelea con niñas mayores, una de ellas le gritó: gringa huacha, no tienes padre.

Su reacción fue el llanto. Se sintió indefensa. Fue un golpe revelador porque hasta ese momento, no estaba consciente de aquella realidad o no había advertido que aquello fuese un pecado o un agravio.

Llegó llorando a su casa. Su madre la sentó en sus piernas y le dijo lo siguiente: ningún niño o niña nace sin tener padre y madre. Para que un niño llegue a este mundo, padre y madre lo han creado con la voluntad de Dios. Tú tienes padre, él está trabajando en el norte, ya te conté que se llama Kurt, es un hombre bueno, inteligente y buen mozo, pero no tengo fotos de él. Entones, se levantó a buscar una revista, le mostró al actor Kirk Douglas y le dijo: así es el rostro de tu padre y tú eres igual a él. No tengas dudas, que pronto regresará.

En el proceso de asimilar lo que su madre le dijo, Carmen generó la fantasía de que Kirk Douglas era su padre, y la foto recortada la presentó a sus compañeras, quienes no sabiendo quién era, no lo cuestionaron.

Una tarde de otoño, llegó Carmen de la escuela y encontró a su madre tomando once con un hombre grande que se parecía a la imagen de la foto que guardaba. En una silla permanecía sentado un enorme oso de peluche y sobre la mesa con el mantel del domingo, una variedad de pasteles. Esa escena la tenía grabada a fuego en su memoria.

No tuvo dudas: era su padre y era Kirk Douglas. El oso, un regalo para ella. Recordaba que hubo mucha emoción y ella contenta y asustada no sabía qué decir. Su madre, con un arrugado pañuelo, secaba sus lágrimas y Kirk Douglas la abrazaba emocionado pidiendo perdón por la tardanza y prometiendo que todo cambiaría para ella y su madre.

Y así ocurrió. Cambió de barrio, apellido y escuela.

Vivían en Osorno, en el sector de Ovejería, en una casa muy modesta con sólo un dormitorio que madre e hija compartían. Muy cerca de su casa pasaban los trenes tocando sus silbatos y era la entretención de todos los niños del sector. Pero cuando el viento cambiaba de dirección, nadie escapaba de sufrir el olor nauseabundo proveniente del basural de la ciudad, instalado a pocas cuadras de su casa y de la plaza de armas.

Se cambiaron a una casa ubicada en calle Prat, que Carmen consideró un palacio porque tenía baño con una gran tina y un dormitorio sólo para ella.

Antes de los doce años, cambió de apellido. De tener apellidos repetidos, pasó a tener un apellido paterno de origen alemán y el materno de origen español, y además, entró a estudiar al colegio de monjas.

Poco a poco su madre le fue contando la verdad. La ausencia de su padre, no se debía a trabajos en el norte. Había estado atrapado en el túnel de su conciencia sin atreverse a encontrar la luz. Ella era la única hija. Pero su padre tenía esposa, cinco hijos varones y dos nietos.

Recordaba que digerir toda esa información, entenderla y adaptarse a tanto cambio le produjo inestabilidad emocional y lloraba por nada. Para remate, en el nuevo barrio no tenía amigas. Añoraba salir a jugar al luche o con el lazo con su vecina y amiga del anterior domicilio. Los nuevos vecinos eran un matrimonio de profesores jubilados, que vivían solos con un perro llamado Newton. Carmen empezó a entretenerse con el perro, le daba pan con cecina por las rendijas del cerco, hasta que dejó de ladrarle y se hicieron amigos. Pero Newton, haciéndole honor a su nombre, descubrió unas tablas sueltas al fondo del patio y llegó hasta ella. Cuando Carmen regresaba del colegio, Newton ya estaba en su patio esperándola. A escondidas, lo entraba a su pieza para que la acompañara a hacer las tareas.

Su padre las visitaba una vez por semana, pero en realidad, la visita era para Carmen. Se quedaba horas conversando con ella, le revisaba y ayudaba en las tareas, le daba consejos, le contaba historias entretenidas y le traía monedas de chocolate. Nunca olvidaría esos momentos en que aprendieron a conocerse y a quererse. Se generó tal confianza, que Carmen le contaba hasta sus maldades.

En el primer verano de su nuevo domicilio, llegaron a casa del vecino, dos nietos provenientes de Chillán: Susana de 13 años y Alberto de 15.

Buscando a Newton, que desaparecía todos los días, se conocieron. Carmen tenía la misma edad de Susana y por el forado del fondo, empezaron a transitar de patio a patio. Susana tenía un hula hula y pasaban horas practicando piruetas, también con Newton que aprendió a saltar a través de él.

La amistad de Carmen y Susana produjo celos en Alberto. Al sentirse desplazado, las agredía tirándoles tierra con gusanos. A Carmen le pegó un chicle en la cabeza que la obligó a arrancarse un mechón de cabello. Definitivamente, era un niño odioso y maldadoso que Carmen no soportaba. Lo único bueno que hacía, era subirse al árbol de su abuelo para sacar cerezas.

Pero como dice la canción de Mercedes Sosa, "Todo cambia" y como relata el cuento del sapo que se convierte en príncipe, sucedió que dos años después, Alberto se había convertido en un atractivo joven. Carmen olvidó el percance del chicle y lo recibió con otros ojos.

Ahora podían conversar y compartir intereses. Pasaban horas ordenando y clasificando las estampillas que el abuelo le juntaba durante el año, compartían letras de canciones y juntos iban al cine los domingos.

Una tarde, sentados bajo el cerezo, mientras miraban la revista Ritmo, se produjo un efecto magnético y surgió el primer beso, ante la infaltable presencia de Newton. Sellaron un compromiso de amor. Alberto le pidió matrimonio, pero debía quedar en secreto porque antes, debía estudiar mecánica. Carmen estuvo de acuerdo. Después de cuatro años, con cartas que no dejaron de ir y venir, se casaron. Su padre la entregó en matrimonio, como ella siempre soñó.

Estaba en la ceremonia entrando a la iglesia del brazo de su padre, cuando sonó el timbre. Sofía había regresado. Cuidadosamente dejó a Kirk en la poltrona y recibió a su hija emocionada aún. Sofía se sorprendió.

¿Has estado llorando?, le preguntó. No, dijo ella, mis ojos están así por culpa de los zancudos, y le contó lo ocurrido.