sábado, 15 de junio de 2019

El colmillo amarillo

Hoy salí de casa temprano.  Me desocupé pasado el medio día y regresé en un taxi colectivo.  El asiento del copiloto estaba ocupado por lo que tomé el asiento trasero. Recorridas unas cuadras, el pasajero copiloto bajó y, en su lugar, subió una joven mujer, que le dijo al chofer:
-Oh… Regresaré a casa con Ud. ¡Qué coincidencia!  Con usted me vine esta mañana al trabajo.
El chofer, un hombre corpulento y canoso, giró su cabeza para mirarla y sonrió. Pude así ver su perfil, sus dientes amarillos y el colmillo derecho más largo de lo normal. Hizo un movimiento de acomodo de su cuerpo al volante, la volvió a mirar, e inclinándose hacia ella le respondió:
-Si se entera su esposo, voy a estar en problemas. 
-No estoy casada. Pero estuve a punto.  Nuestra relación terminó justamente por sus celos.  Era muy celoso.  Seguro que si estuviera a mi lado y se enterara de esta coincidencia, pensaría mal.
-¿Y no la sigue molestando?
-No. Se fue al norte a trabajar en la minería. Está muy bien y tiene nueva pareja.  Pobrecita, no sabe lo que le espera.

Llegué a destino y me bajé.  Pero quedé preocupada.  En ese corto recorrido se apoderó de mi una total desconfianza y suspicacia hacia el chofer.  En fracción de segundos tuve el impulso de bajarme y salvar a la copiloto.  ¿Qué me pasó?  ¿Un ataque de paranoia?  Raro.  Muy raro.

Debía buscar una explicación.  Barajé un sin número de hipótesis, hasta que llegué al origen.  Todo fue por sus dientes amarillos, y ese colmillo largo y torcido.

Yo tenía trece años y vivía muy al sur, en un pueblito perdido al fin del mundo.  Estudiaba en un colegio católico muy pequeño, que en total no superaba una matrícula de sesenta alumnos.  Este estaba administrado por una congregación italiana, que en el año 1940 llegó a la región en misión evangelizadora y educativa.

La iglesia estaba a tres cuadras de mi casa. La recuerdo de madera, de color amarillo pálido, y de arquitectura similar a las iglesias patrimoniales de la zona.  Allí se reunía la comunidad para la misa del domingo, bautizos, primeras comuniones, funerales y bodas.  Las bodas eran todo un acontecimiento, pues participaban todos los vecinos, estuvieran o no invitados.

No recuerdo bien si en el colegio o en la iglesia se formó un grupo de niños y niñas católicos de entre ocho y quince años, que funcionaría bajo la dirección del padre Pablo: un cura napolitano, alto, grueso, bonachón, panzón, de dientes amarillos, de manos grandes que majaban los dedos en el saludo, con sotana, abrigo y sombrero negro, con un cigarro en la boca, y a quien asociaba con un gigante de otras tierras.  Le tenía recelo porque le había escuchado contar que cuando era niño salía con sus hermanos a cazar perros y gatos para comérselos.  En la iglesia había un gato. Yo tenía otro, y temía que en cualquier momento ambos pudiesen terminar en su enorme panza.  Por eso, cada vez que iba a la iglesia me preocupaba de ver si el gato seguía vivo y al mío lo encerraba en mi pieza si él llegaba a la casa.

Lo primero que hizo fue organizar una directiva, determinando las tareas a cumplir y el día de reunión.  Mi amiga Marta quedó de presidenta y yo de tesorera.  Nunca hasta entonces había tenido un cargo tan relevante como el cura me dijo que lo era, por lo que me sentí importante.  Cuando lo conté en casa,  mis padres me felicitaron, y después de advertirme que las platas ajenas se cuidan con más cautela que las propias, mi madre me regaló su tesoro, herencia de su abuela: un estuche de terciopelo verde oscuro con un sol bordado en hilo de oro, para guardar las monedas; y mi padre: un cuaderno para registrar los pagos.

El mismo día que nos constituimos, el padre Pablo dejó muy claro nuestra responsabilidad para con el grupo, así como el cumplimiento en el pago de las cuotas que habíamos acordado.  Era una cuota simbólica, muy baja, que debíamos pagar todos quienes recibíamos mesada.  Nos explicó que, peso a peso, se formaban las fortunas y que la nuestra sería para un lindo paseo de fin de año.  Si el dinero no alcanzaba para este fin, seguro  Dios nos lo haría llegar de alguna manera, pues él siempre premia a los que ahorran con responsabilidad y no gastan todo lo que ganan.

Empezamos a reunirnos los días sábado después del medio día.  Iniciábamos el encuentro con oraciones dirigidas por el sacerdote, luego venían las preguntas sobre nuestro comportamiento durante la semana, sus sanos consejos sobre la importancia de ser buenos hijos y alumnos, y se nombraba a los acólitos para el día siguiente.  Los diez mandamientos aprendidos y no olvidar que Dios todo lo ve.  Terminada la reunión a las niñas nos correspondía cambiar las flores y colocar paños limpios en el altar, verificar que estuvieran el vino y las hostias en su lugar, para luego irnos todos a jugar en un extenso patio con dos columpios.

El padre Pablo era amigo de mis padres y llegaba a mi casa como si fuese la suya.  Se dejaba caer generalmente al almuerzo.  Cuando eso ocurría en día de semana mi madre sufría porque se perdía el capítulo de Yuyo Salvaje, el radio teatro de una emisora argentina que escuchaba puntualmente a las 14,00 hrs.  Pero  a mi padre le agradaba que viniera, porque se entretenía con las  historias de  vida en Italia, lo que contaba  sobre la guerra y mapa en mano, ubicaban lugares y pueblos.  Así conoció mi padre Italia y Suiza al dedillo.  Suiza, porque allí trabajaba, en la fábrica de relojes Invicta, su hermana menor.  También les prestaba sus novelas favoritas, para luego comentarlas.  Así llegó a mi casa La Piel, una novela de Curzio Malaparte, que  contaba la llegada de los ejércitos aliados a Nápoles, y la degradación del ser humano frente al hambre y la guerra.  Me advirtieron que no era apropiada para mi edad, pero igual y a escondidas la leí.  Tanto me perturbó, que las pesadillas que tuve en ese periodo mantuvo a todos preocupados.  Me curé con una taza de manzanilla con miel antes de ir a dormir y con la luz del velador encendida.  Mi padre también aprendió palabras, frases y garabatos en italiano.  Dejé de ser su hija para ser su “bambina” y cuando algo no le gustaba “porca troia” retumbaba por toda la casa.

El padre Pablo nos contó que se hizo sacerdote por la hambruna que desató la guerra, y se notaba que así fue.  ¡Cómo le gustaba comer!  Todos los platos los devoraba con entusiasmo.  Muchas veces escuché a mi madre quejarse que debía volver a hacer pan, porque el pan recién horneado era su debilidad.  Pero, nada comparado con el cordero asado al palo que habitualmente se hacía los fines de semana.  Sentados a la orilla de la fogata con el cordero ensartado por la mitad, mi padre, él y algún invitado  observaban la lenta cocción mientras se pasaban de mano en mano la bota de vino bebiendo sin derramar una gota.  Toda una proeza que también aprendí.  El cordero asado y trozado duraba muy poco.  Si mi madre no separaba en una fuente algunos pedazos, me quedaba sin probarlo.  El padre Pablo era siempre el de apetito más voraz y había aprendido a elegir las costillas que mordía y saboreaba con el deleite de un niño.  Mi madre que ya conocía su maña, también las buscaba para ponerlas en la fuente que luego guardaba.

Sabíamos por sus relatos, que sus padres y toda la familia habían sufrido mucho por los estragos de la guerra.  Con cinco hijos que alimentar, estuvieron tan desesperados que cierto día decidieron entregar a sus dos hijos varones al seminario de la localidad.  Así fue como llegó al sacerdocio.

Los juegos en la iglesia eran variados: al luche, a la tiña, a los bandidos y en los columpios.  Pero cuando el cura se incorporaba, le gustaba jugar a la escondida.  Consistía en que mientras él contaba hasta veinte nosotros nos escondíamos, y luego él salía a buscarnos.

Un cierto sábado que nos salió a buscar,  encontró a Nena: una niña de nueve años.  La tomó en brazos y la llevó a una pieza para colocarla sobre un mesón.  Te pillé, te pillé le decía, mientras Nena reía y gritaba. Se suponía que todos arrancaban, pero yo estaba escondida justo en esa pieza, detrás de un mueble.  Me quedé en silencio y vi a Nena tendida de espalda con el vestido levantado, calzones corridos, pataleando de risa por las cosquillas que él le hacía.  A él no lo veía de frente sino de perfil.  Cuando fijé mi vista en su rostro, sonreía y se quejaba.  Vi sus dientes más amarillos que nunca y el colmillo largo y torcido dispuesto a atacar, como lo había visto hacer con las costillas de cordero. Algo muy  extraño me pasó.  Quise gritar para que Nena arranque, pero no pude. Estaba paralizada.  Sentí tanto miedo que busqué con la mirada la puerta de salida y corrí a toda velocidad.  Por mucho tiempo creí que lo que vi en esa pieza, fue el rostro mismo del demonio.  No volví a la iglesia y no se lo conté a nadie, nunca.

Pasaron como tres sábados cuando por orden el cura, llegó Marta a mi casa a pedirme el dinero recaudado.  No quise entregarlo y la convencí que lo gastáramos en golosinas.  Nos alcanzó para una caja de bombones que nos comimos una tarde jugando a las visitas con mis tacitas rosadas de baquelita.  Sin dinero que devolver y sintiéndose cómplice, Marta se asustó y tampoco volvió al grupo.  Pero teníamos que ponernos de acuerdo para justificar nuestra salida.  Barajamos varias mentiras y terminamos diciendo que nos aburríamos mucho y que era mejor salir a andar en bicicleta.  Todo bien.  El cura tampoco nos acusó.

El padre Pablo siguió yendo a mi casa.  Lo único que cambió fue que no le hablé más, no me gustaba mirarlo y sólo lo saludaba, pero no sabía bien por qué me molestaba su presencia.  Cuando mis padres reprocharon mi comportamiento ya tenía preparada la respuesta.  Les dije que me apestaba su hediondez a cigarro.  Sabía que mi madre ya lo había reclamado.

- ¿Qué te dije?  Dijo ella a mi padre.  ¡Huele mal, cómo no lo sientes!  Si cuando fuma deja la ropa que cuelgo para secar en la estufa, pasada a cigarrillo.  Tienes que decirle que no fume, que ventile su sotana, y bla, bla, bla… 

Yo me fui a jugar.  Ellos quedaron discutiendo.