sábado, 12 de diciembre de 2020

El Misterio del Níspero

No hay duda de que estamos llenos de misterios.  Misterios pequeños, y misterios grandes.  Cosas y situaciones que no tienen explicación.

El origen del universo –aunque existen teorías- sigue siendo el gran misterio que desvela y fascina a los científicos.  Nuestro planeta tierra, no se queda atrás con misterios sin resolver.  Así, el cine, la televisión y la literatura se inspiran en todo tipo de relatos para realizar obras de ciencia ficción. 

Hay misterios de todo tipo.  Misterios que se asumen con la alegría de un milagro, otros que preocupan e intimidan.

Misterios como el reciente vaciamiento completo en 36 horas del Lago Cachet II, en la región de Aysén o la aparición de un monolito metálico en las rocas rojas al sur del estado de Utah.

Misteriosas desapariciones de personas.  El teniente Luis Alejandro Bello, piloto que se esfumó en el aire en 1914, y que dio origen a la expresión popular “más perdido que el teniente Bello”; o nuestra alumna Hasper del Río, que en abril del 2008 salió de su casa rumbo al liceo, nunca llegó y hasta hoy nadie sabe qué pasó con ella.  

También los sueños son un misterio, más aún si anticipan sucesos que ocurren posteriormente.  Y he tenido sueños así. 

Objetos que surcan los cielos sin explicación, agujeros negros en el espacio, colapso de antiguas civilizaciones, misterios de vida extraterrestre, origen del Covid-19 y hasta alienígenas en el estallido social.

Misterios del amor.  Ese encuentro inesperado e inexplicable, en el lugar y el día menos pensado, que todo lo cambió.

También hay misterios financieros.  El caso de los Panama Papers; las misteriosas fortunas en paraísos fiscales; y el caso del pequeño comerciante de abarrotes de un diminuto pueblo, que llegó a tener una cadena de supermercados, casino y holding inmobiliario.  Mejor no sigo... 

Pero seguiré, porque todo este preámbulo, es para contarles el misterioso misterio que me ha ocurrido.  No piensen que es una historia de ciencia ficción.  Es real.  Aunque antes, un poco de contexto.

Cuando cursaba la enseñanza preparatoria, mi profesora Rossy MacKay –no olvido su nombre por la marca de galletas- nos enseñó la vida de las plantas en una clase de botánica.  La comparó con la vida animal, y cuando afirmó que también se alimentan pero sin boca ni estómago y respiran sin nariz ni pulmones, yo quedé desconcertada.  Eso, no lo sabía y no lo había advertido.  Empecé a observarlas con detención.  Dentro de mi casa había una begonia que poco me había interesado.  Se la habían regalado a mi madre, haciendo alarde de sus hojas de dos colores: verde el haz y rojizo el envés.  En el patio, una huerta, con acelgas, zanahorias, lechugas y hasta una melga de frutillas.  Era el mundo de mi padre, que mantenía cercado, lejos del trajín nuestro y de Rex, el pastor alemán que nos custodiaba. 

Comprender que las plantas también son seres vivos, cambió mi mirada hacia el mundo vegetal.  Desarrollé una relación cercana, de simpatía y protección.  Me ofrecí para regar la begonia y cuando la profesora nos dio la tarea de confeccionar un herbario, a cada planta que le arranqué una hoja, le solicité su permiso.  Logré recolectar y clasificar casi todas las diferentes formas de hojas: lanceoladas, elípticas, lobuladas, acorazonadas.  Un herbario muy completo, según mi profesora, que conservé hasta cuando me vine a estudiar al norte.

Pero hubo una tarea de la clase de botánica, que terminó por sellar mi fascinación por la naturaleza y vida de las plantas, que perdura hasta el día de hoy.  Consistía en hacer germinar un grano de trigo, observar su desarrollo en el tiempo y registrarlo.  La instrucción era: colocarlo en un algodón humedecido -que no debía secarse- dentro de un vaso transparente y cerca de una ventana. 

Recuerdo ese experimento con especial cariño.  La inquietante espera de la germinación y aparición del brote me tuvo ansiosa, pero disfrutando la experiencia.  El trigo germinó y creció.

Una mezcla de fascinación y embrujo por las plantas y la naturaleza se apoderó de mí.

Me entusiasmé, y con la venia de mi madre, llené la ventana de la cocina de tarros conserveros con semillas de manzanas, guindas, cerezas, y cuanto fruto llegó a mi boca.

Era mágico.  De un día para otro, las pepitas enterradas decidían  asomarse a la vida.  Unas, lo hacían con timidez y recato; otras, con total desparpajo.  Cuando alcanzaban los 20 centímetros, recurría a mi padre.  Era difícil sacarlas por los bordes filosos y dentados del tarro.  Él, con su tijera de cortar latas, los abría y me ayudaba a trasladarlas cuidadosamente a una nueva cama.  Las que no se atrevían a salir, quedaban sumergidas en la oscuridad, mientras les rogaba que se atrevieran sin miedo, porque me comprometía a cuidarlas.  Mi madre, a modo de consuelo, me señaló que la germinación de las semillas era una cuestión del milagro de la vida, de la voluntad de Dios, y de una cuota de misterio que existe en todo el universo.

Esa afición -para alivio de mi madre con tanto tarro en la ventana- me duró hasta que otros intereses llegaron a ocupar mi tiempo.

Pero con satisfacción, puedo decir que le di existencia a guindos, manzanos y cerezos que habitaron en mi patio y en patios vecinos. 

Como la vida es cíclica -los viejos volvemos a ser niños-, ahora que estoy jubilada y con el tiempo a mi favor me dedico con entusiasmo a cuidar las plantas de mi jardín y retomé el afán, costumbre o manía, de sembrar pepitas de frutales.

Tengo casi una obsesión con ello.  Observo diariamente la tierra en la maceta y disfruto el momento que germinan.  Las acompaño mientras crecen y van acomodando sus hojas en busca de luz y rayos de sol.  No me deja de asombrar y maravillar el sutil movimiento que realizan -casi imperceptible- para recibir la energía del universo.  Para mí, es el poder de la vida y la expresión misma de Dios. 

Por ello, no me sorprenden los estudios de más de veinte años de Stefano Mancuso -neurobiólogo vegetal- que concluyeron que las plantas sienten, observan y escuchan con todo el cuerpo, resuelven desafíos, memorizan y se comunican.  Y, comparto con Ricardo Rozzi -biólogo y filósofo- que parte de la soledad y carencia existencial del ser humano, se debe a que rompimos nuestra relación con la naturaleza.  Para mantener nuestra salud sicológica, mental y física, como para no perder la alegría de la vida, nos recomienda dialogar con ella.  Entonces pienso: ¿cómo hemos construido las ciudades, poblaciones completas sin áreas verdes, y con tanto cemento? pero no es lo que deseo contar ahora.

Cuando mis semillas germinan y se asoman al escenario de la vida, las felicito, les transmito mi compromiso de cuidado, buena tierra y suficiente agua.  Aquellos diminutos árboles saben que cuando grandes, irán a vivir a campo abierto, protegidos de vacas y ovejas, porque tengo claro que no pueden huir, y vivirán quietos y en silencio imperturbable las inclemencias del clima.

Volviendo al misterio que quiero compartir, sucedió en el verano del 2015.  Compré –en la feria de Rahue- unas deliciosas ciruelas amarillas de la zona.  La  reacción instantánea que tuve al probarlas fue: quiero tener este ciruelo, sembraré las pepas. 

Busqué el macetero apropiado, compré tierra de hoja desinfectada y las sembré.

Brotó sólo una, de las seis pepitas.  Contenta de tener otra variedad de ciruelo, lo acompañé en su crecimiento.  Dos cosas me llamaron la atención: la estructura de sus hojas -grandes en comparación con otros ciruelos- y que no las perdiera con la llegada del invierno.  Un jardinero opinó que esa planta era un palto.  Busqué la morfología del palto y no.  No era un palto.  Pasé varios días investigando variedades de ciruelos y sus características, hasta que la razón me dijo: si sembraste una semilla de ciruela, brotó un ciruelo.  Caso cerrado.

Después de cinco años, el ciruelo lucía hermoso con unas enormes hojas largas y onduladas y, una copa redondeada.  Una planta muy bonita, digna de ornamentar un jardín y tan alta que ya era tiempo de llevarla a su hogar definitivo.

Llegado el otoño, le dije: misterioso ciruelo, que te vistes de modo extravagante, ha llegado la hora de salir de la maceta que te aprisiona.  Irás a vivir tu propia vida en libertad y en el lugar prometido.  Te dejaré junto a manzanos, guindos y hermosas plantas nacidas igual que tú, de éstas, mis manos.  Ellos te acompañarán y alegrarán tus días.  Yo, a pesar de mis años, confío que llegaré a degustar tus frutos.

Elegí llevarlo un día nublado que prometía lluvia.  Estaba preparando la tierra cuando   llegó a saludarme el vecino.  

-Que lindo está el níspero, me dijo.

¿Es un níspero, está seguro? Le pregunté.

-Claro que estoy seguro.  Mi cuñado tiene varios en su parcela del norte.

Rápidamente busqué en Wikipedia; todo indicaba que era un níspero.

Sin aceptar aún el bochornoso descubrimiento, decidí cambiar el lugar y dejarlo más cerca de un ciruelo.  No quería perder la ilusión que se reconociera con su especie y asumiera de una vez por todas, la identidad que debía tener según las reglas de la lógica elemental. 

Lo trasladé y miré nuevamente a cierta distancia.  Mientras yo lo examinaba vacilante y perpleja, se levantó una leve brisa.  Hizo gala de su descollante majestuosidad cimbrando lentamente sus grandes hojas.  Era como si se inclinaran para pedirme perdón y dijera: no estés triste, disfruta mi belleza, y no tengas dudas que vivirás la alegría de gozar de mis frutos. 

Éste es, el misterio que quería compartir.

Porque les confieso que, en pleno uso de mis facultades mentales y con certeza absoluta, sembré seis pepas de ciruelas amarillas, grandes y carnosas en tierra limpia y no logro comprender que haya brotado -nada menos- que un níspero. 

Y, como no encuentro respuesta razonable, ni quiero vivir con la duda permanente de este enigma, me he convencido que el espíritu de todos los frutales, arbustos y plantas a quienes les he dado nueva vida, se confabularon para gastarme esta broma y pudiese así, escribir esta historia.